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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Humor en el teatro barroco


Los derechos de autor de Hitler

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          Visitamos a Hitler en su finca de las afueras de Rosario (Argentina) y le encontramos cuidando su precioso jardín, infestado de heliotropos que dibujan en el césped un retrato floral de Federico II de Prusia en el momento de inaugurar un obelisco.
          Habida cuenta de que el individuo tiene un siglo y cuarto de edad, la verdad es que se conserva estupendamente. No aparenta arriba de cincuenta.
          Por cierto: Hitler se ha vuelto a casar y su mujer, un tanto gorda pero aún de buen ver, está ocupada con tareas del hogar. El Führer nos recibe amablemente. Habla el castellano con bastante soltura y hasta se permite el lujo de algún giro castizo de cuando en cuando.
          —¿Viene usted del diario español ***, no es así? —me espeta nada más verme—. La fama de imparcialidad de su periódico ha traspasado el charco y, cuando recibí su amable carta, no supe negarme. Aquí me tiene. Soy todo suyo. Pregunte lo que quiera.
          Y me insta a sentarme en una tumbona, a su lado. Además, me sirve un granizado de limón.
          —Bueno —balbuceo—, no sé por dónde empezar... —. Yo me hallo algo cohibido en presencia del Führer. La persona más importante a la que he entrevistado en mi vida profesional ha sido el bajito de «El Dúo Dinámico». Menos mal que tengo las preguntas apuntadas en tarjetitas (aunque se me caen al suelo y hago les preguntas sin mucho orden).
          —¿Qué opina usted del resultado de la guerra? —inquiero.
          —Hombre —dice—, no le voy a engañar. Para serle sincero hubiera preferido ganarla yo, eso es claro. La pena es que las potencias democráticas se tomaron todo el trabajo para que, en vez de quedarme yo con los países del este, se quedara con ellos Stalin. Parece una simplificación, pero es lo que hay.
          —¿Cuál es su argumento para defender el régimen dictatorial?
          —Es sencillo: se considera que, en religión, el paso del politeísmo al monoteísmo es un avance. No veo por qué en política no va a ser igual.
          Como se ve, nuestro hombre va al grano.
          —Yo, por mi gusto —añade— querría vivir en un régimen de libertad perfecta, en una anarquía. Pero eso no es práctico. El hombre es un bicho tan asqueroso que no se le puede dejar suelto. De ahí la importancia de nosotros, los domadores.
          —¿Se considera un domador?
          —Efectivamente. Para exponerlo de una manera simbólica, yo diría que en el circo de la historia existen los países-domadores y los países-bestias. Los unos dominamos a los otros. Siempre ha sido así.
          —¿Y los países que no intervinimos directamente en el conflicto?
          —Bueno, en el circo también están los payasos.
          —Dejemos la política —sugiero—. ¿Qué opina usted de la canción country que representó a Alemania en el último festival de Eurovisión?
          Hitler pone una cara rara.
          —A mí todo eso ya me da un poco igual, como usted comprenderá —afirma. Pero se ve que no está siendo sincero—. Si mis compatriotas quieren imitar a los EE.UU. y hacer creer al mundo que han conseguido aprender inglés, ¡allá ellos! Yo lo que no acabo de entender es qué hace Israel en un festival europeo. Si Siria u otro país de la misma zona quisiera participar, las carcajadas de los organizadores se oirían en la Antártida. Estos favoritismos continuos son algo que me supera. Por cierto, ustedes, los españoles, también se vienen cubriendo de gloria con sus cantantes. Realmente tienen ustedes ahí un problema. ¿Ven los defectos de la democracia? Eligen entre todos a sus representantes y, ¡claro!, el pueblo ignorante escoge siempre lo peor.
          —Pero si a los que van a Eurovisión no se les elige democráticamente...
          —¿Ah, no?
          Creo mejor cambiar de tema.
          —¿Qué opina usted de nuestro actual Presidente del Gobierno?
          —¡Vamos, hombre! —ríe Hitler—. No me pregunte tonterías. Fíjese en la decadencia de los tiempos. En mi época todos eran grandes figuras políticas con las que se podía o no estar de acuerdo, pero grandes estadistas sin duda: Churchill, Franco, Mussolini, Stalin... Y hoy, no quiero decir nombres, pero... Usted me entiende.
          Hablamos sobre su salud.
          —Me conservo estupendamente, como puede ver.
          —Por lo general se considera que está usted muerto.
          —Bueno —responde—. Por lo general, le gente es tonta y se cree todo lo que le cuentan. Pero no. Estoy vivo y bien vivo. Y mi buena salud la debo a mi fuerte sentido de la iniciativa y al talento de los científicos alemanes. Nada más llegar al poder, en cuanto tuve ocasión, destiné muchos esfuerzos y recursos a la investigación química para desarrollar un producto que mejorase la raza humana, alargase la vida y proporcionase lozanía durante muchos años. Mi filantrópica intención era, una vez ganada la guerra, distribuirlo gratuitamente y que todos los hombres de todo el mundo vivieran más y fueran más sanos y felices. Pero como me zurraron, decidí guardarme el secreto para mí solo y dos o tres amigos. Eso ha salido perdiendo el mundo. Ahora, por lo que a mí respecta, a los aliados y aliadófilos les pueden freír un paraguas.
          —¿Está usted satisfecho con su vida? —pregunto.
          —No me puedo quejar. Gozo de salud, como le digo, y tengo una esposa experta en hacer tartas de chocolate. No miro al pasado, aunque sigo convencido que una Europa organizada hubiera sido mejor que la merienda de negros que tienen ahora. Pero ya lo he aceptado. Solo hay algo que me hace sufrir.
          —¿Los remordimientos por la víctimas de la contienda?
—No exactamente. Tiene que ver los derechos de autor de mi libro, una obra en la que puse mucho esfuerzo e ilusión.
—¿Se refiere usted a Mein Kampf?
          —En efecto. En castellano se titulaba Mi lucha. Y se subtitulaba Cuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la estupidez y la cobardía.
          —Muy sonoro.
—A lo que íbamos —sigue contando el Führer—. El libro se vendió bien, pero tampoco fue para tirar cohetes.Realmente, muchos lo compraban por compromiso. Eichmann...
—¿Quién?
—El dirigente nazi Adolf Eichmann, ya sabe: aquel rubio y alto. Cuando fue procesado en Jerusalén, aseguró, como más tarde harían muchos otros nacional-socialistas, que nunca había leído Mein Kampf, ni conocía los postulados que yo difundía en tal obra, ni maldita la falta que le hacía. ¡Imbécil! Cuando le preguntaron la razón que le había llevado a desentenderse de lo que era una obra clave para entender las razones de la patria alemana, Eichmann respondió que otros correligionarios suyos le habían desaconsejado su lectura, por ser un libro demasiado aburrido. Eso me dolió en el alma. Pero me estoy alejando de lo esencial.
—Continúe.
—El caso es que, como es justo, yo tenía el copyright internacional sobre las ediciones americanas de mi libro.Antes del final de la guerra, mi manifiesto político había acumulado en derechos de autor más de 22.000 dólares de los de entonces.
—¿Y consiguió cobrarlos?
          —¡No! —replica, indignado, Hitler—. En el año 1944 los americanos me enviaron una carta, muy fría por cierto, diciéndome que si quería el dinero de los derechos y si tenía los Hoden bien puestos, que me presentase allí y lo reclamase. Pero por motivos que no vienen al caso, no fui a América y el gobierno estadounidense se quedó con la pasta.
          Ante tamaña injusticia, no sabemos qué decir. Pero es hora ya finalizar nuestra entrevista.
—Una última pregunta, porque el tiempo ya apremia. ¿Podría usted darme su truco personal para preparar el pastel de liebre?
          —No veo por qué no —responde—. Todo el secreto está en mezclar azúcar moreno en la salsa en que se macera la carne.
Nos despedimos de don Adolfo tras pedirle que nos dedique una fotografía, cosa que hace con mal disimulada satisfacción.

Rodando, rodando

Popper para principiantes

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Semblanza de Karl Popper, conocido como el falsante, porque inventó la teoría de la falsación

Nuestro hombre nació en Viena, el 28 de julio de 1902 que, como recordarán, amaneció nublado. Su padre, Simon Popper, era judío de nacimiento. Su madre, Jenny Schift, sin embargo, lo fue tras aprobar unas reñidas oposiciones.
          La familia abrazó la fe luterana que —casquivana— se dejó abrazar sin protestas ostensibles.
          El joven Karl cursó sus estudios en un colegio y, luego, en una universidad, demostrando así una falta total de originalidad.
          Cuando la guerra se aproximó, en 1937, Popper decidió ausentarse un tiempo y no paró hasta llegar a Nueva Zelanda, donde se dedicó a la docencia y a la pesca de truchas en un «college» y un río de por allí, respectivamente.
          En los inicios de su carrera como intelectual Popper osciló entre la filosofía y la política, sin saber muy bien a qué dedicarse. En una se ganaba más dinero, pero la otra le pillaba más cerca de su casa, así es que la decisión fue difícil.
          Desde los inicios de su andadura filosófica, Popper se dedicó a defender a David Hume de los positivistas, que se burlaban de que tenía la cabeza muy grande. Él y Hume se hicieron excelentes amigos, cosa que Popper aprovechó para pedirle un préstamo.
          Popper desarrolló su propia visión deductiva de la ciencia, contraria a la visión inductiva preconizada por sus antecesores. ¿Qué quiere decir esto? ¡Vaya usted a saber!
          Expuso sus teorías en su obra Logik der Forschung, explicando la lógica de los forschungos. Este libro apareció en 1934, pero desapareció poco después sin que nadie sepa actualmente su paradero.
          Nuestro hombre dedicó gran parte de sus escritos en diversas publicaciones de la época a la tarea de desmentir (sin conseguirlo) que su segundo nombre era Raimundo.
          Karl Popper fue heredero directo del Círculo de Viena y se llevó a casa todos los libros polvorientos que los otros habían ido acumulando a lo largo de las décadas. Al principio esto le puso muy contento, hasta que descubrió que los libros eran casi todos muy malos y que los únicos que merecían la pena ya los había leído antes.
          Atacó a los neopositivistas con opúsculos y escupitajos. Estos tomaron represalias y le pincharon las ruedas del coche. Afortunadamente el coche no era suyo, sino de un vecino que había aparcado delante de la casa de Popper, por lo que éste pudo demostrar empíricamente que los neopositivistas se equivocaban.
          Los radicales de los años sesenta le tildaron de reaccionario y, considerando que sus doctrinas acabaron sirviendo de columna intelectual para la vertebración del partido de Margaret Thatcher, nos inclinamos a pensar que los radicales de los años sesenta no iban muy desencaminados.
          Con la ayuda de una batidora eléctrica demostró la falsedad del historicismo providencialista hegeliano.
          En el año 1995 Popper no hizo ninguna aparición en público, debido principalmente a que había muerto el año anterior.



El país de la tortilla

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Los espectros

Salvador Dalí, ladrón de pijamas

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Vida oculta del pintor y anécdotas poco conocidas (como que me las acabo de inventar)

          Muchas genialidades se saben de este genio de la pintura. Pero otras las conocemos sólo por los concienzudos historiadores del arte como yo mismo. Ha llegado el momento de hacerlas públicas para que los médicos alienistas puedan estudiar de una vez cómo perturba el surrealismo la conducta humana.
          Todo empezó en la Residencia de Estudiantes, donde Dalí, Buñuel y Pepín Bello atascaron los lavabos con páginas impares arrancadas de las Memorias de Disraeli.
          En la Exposición del I Salón de Artistas Ibéricos, realizada en Madrid en 1925, Dalí untó el marco de todos sus lienzos con foie gras, le cogió prestada la gorra al conserje y pidió limosna en la puerta del local durante veinte días seguidos. Con lo que consiguió reunir se compró un «Cadillac» usado, pero aún en buen estado de funcionamiento.
          En 1926 realizó su primer viaje a París, disfrazado de María Teresa de Austria y llevando en la maleta un caimán.
          Un día que se hallaba en el Louvre y ayudado por unos amigos, le prendió fuego a las barbas de una docena de mormones. Interrogado por su peculiar conducta, se empeñó en contestar en esperanto. Pasó quince días en prisión dando vueltas sobre sí mismo como un derviche loco.
          Visitó a Picasso en su estudio y, en un descuido, le robó un pijama estampado, donde el gato Félix hacía cosas inconfesables con Betty Boop.
          De vuelta en Cadaqués, hizo que le tallaran un plato de macarrones de oro macizo, que colocó en la cabecera de su cama. En esos días inventó dos palabras nuevas para enriquecer el castellano: ‘uc’ y ‘melitas’, cuyo profundo sentido —dijo— sólo Dalí podía entender.
          En 1927 colaboró con Lorca, pintando los decorados de Mariana Pineda. Empeñado en hacerlo utilizando como base papel de fumar, tuvo que rehacerlos varias veces. Fue entonces cuando fundó la Sociedad para la Protección de los Champiñones Búlgaros, a la que donó importantes cantidades durante los años siguientes.
          En la primavera de 1929 viajó a París y conoció a Gala, a la que se propuso seducir pinchándole en el lóbulo de la oreja con un imperdible oxidado. Ella cayó rendida en sus brazos, pues eran tal para cual.
En 1935 inventó el método paranoico-crítico para desatascar los fregaderos. Por ello, millonarios de todos los puntos del planeta se comprometieron a comprarle un cuadro al año, siempre que los temas fueran blandos.
          Tras el estallido de la Guerra Civil, Dalí se dejó el bigote: un rasgo de genialidad, porque en realidad es por el bigote por lo que más se le recuerda.
          Cuando se supo la noticia del asesinato de García Lorca, Dalí, evidentemente afectado, se metió en la cocina e hizo un bizcocho. Sólo que se le olvidó ponerle huevos y el bizcocho tendía a desmoronarse.
          En 1948 regresó a España vestido con un impermeable. Se estableció en su casa de Port Lligat donde, según afirman sus biógrafos más rigurosos, admitió huéspedes.
          Murió en 1989 y fue enterrado en su Museo de Figueras, aunque no necesariamente en ese orden.





Historias de los dioses de la India


Voy a dar voces

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No es no es que les vaya a chillar, sino que propongo palabras para que amplíen ustedes su vocabulario.
          Son voces relacionadas con los libros, porque algunas son en extremo curiosas y desconocidas, y ya es hora de que se utilicen de manera más generalizada. (También daré algunas apócrifas, de mi propia cosecha.)
          Entre las clásicas están:
          Bibliátrica, que es el arte de arte de restaurar los libros que se han roto por falta de cuidado o por haberlos usado para calzar la mesa de la cocina;
          Bibliopege, que define al encuadernador de libros, aunque es poco probable que los encuadernadores sepan cómo se llaman;
          Bibliognosta, el conocedor de libros; éste sí que lo sabrá, seguramente;
          Bibliósofo, «aquél que ama los libros». Esta palabra define al secretario o tenedor de libros vulgar y corriente;
          Bibliótata, bonita palabra que nos habla de una persona indiferente a los libros que posee: la mayoría. En realidad se trata de bibliofobia encubierta;
          Bibliótafoes aquel que no presta sus libros. Y hace muy bien, porque para devolver libros prestados hay que tener un gen especial, del que parece carecer la especie;
          Bibliópola, el librero de toda la vida, pero en culto;
          Bibliopeaes el arte de hacer un libro, aunque no queda claro si el término se refiere a redactarlo o a imprimirlo, pero lo dejamos así;
          Bibliopepsiadefine a la propensión a la lectura apresurada, fragmentada y sin aprovechamiento.
          Y ahora vienen los términos que yo propongo. Se dividen en dos clases; 1) nuevas acepciones para palabras ya existentes, y 2) neologismos puros y duros salidos del caletre de un servidor.
          Nuevas acepciones:
          Bibliografía: Un libro sobre el que se ha pintado garabatos. Suele pasar mucho con los libros de texto de los niños.
          Biblioteconomía: Arte de no gastarse ni un duro en libros, leyéndolos en las bibliotecas públicas, que son gratuitas.
          Bibliomancia: Arte de adivinar qué libro ganará el próximo premio Planeta, para poder hacer apuestas y sacarse un pico.
          Bibliolito: Un libro pétreo, como un ladrillo, que no hay dios que lo lea.
          Y los nuevos términos:
          Bibliocefalia: Dolor de cabeza producido por la lectura de libros.
          Bibliódromo: Lugar donde se efectúan carreras en las que los corredores van cargados con libros.
          Biblioginia: Novelas para feministas.
          Biblioplegia: Golpe asestado con un libro.
          Bibliorragia: Característica del mundo actual, donde brotan libros por todas partes.
          Biblitis: Acción de hincharse un libro, por ejemplo, a causa de la humedad.
          Biblioma: Libro pernicioso, considerado como un cáncer cultural.
          Bibliopiteco: Un mono salido de un libro; por ejemplo, la mona Chita, que aparece en las novelas de Tarzán.
          Biblionauta: El que viaja encima de un libro. (¿Por qué no? Cosas más difíciles se han visto.)

Cantos a lo divino

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MANJULA Y YO HEMOS PREPARADO Y PUBLICADO UNA ANTOLOGÍA DE POESÍA RELIGIOSA CON LO MEJORCITO QUE SE HA ESCRITO. ¡NO OS LA PERDÁIS! EDITORIAL VERBUM, MADRID

Robert Lewis, bombardeador y fraile de mentirijillas

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Trola histórica debidamente puesta en solfa


          Dicen los libros de historia —y yo, ¡iluso de mí!, me lo había creído— que Robert Lewis —el piloto del avión B-29 «Enola Gay», que había dejado caer las bombas sobre Hiroshima— se había arrepentido de su acción y se había metido a fraile capuchino.
          No es que esto lo compense, realmente. Pensando en los miles y miles de víctimas de aquella acción, el que se metiera a fraile capuchino a mí personalmente no me reporta ningún consuelo; pero a otros, sí. Así es el mundo.
          Hay que deshacer estos rumores históricos sin fundamento. Porque ahora resulta que no es cierto. ¡Después de investigar lo mío, descubro que ni siquiera se metió a fraile ni a nada, el muy gamberro!
          O sea: que no hay que hacer ningún caso a los libros de historia.
          Resulta que el mangurrino aquel, finalizada la contienda, volvió a su antiguo empleo. Fue jefe de personal de una fábrica de New Jersey especializada en bollería industrial, otra actividad responsable también de bastantes muertes, a juzgar por los ingredientes que en ella se empelan.
Vivió un montón de años, rodeado de su esposa, sus tres hijos y su madre. (También tenía un canario, pero se le murió enseguida.) Y vivió feliz.
          Luego dicen Sócrates, Platón, Leibniz y otros majaderos por el estilo que el hombre tiende naturalmente al bien, que aspira a lo mejor y que el mundo lo construyó un Relojero que sabía lo que se hacía.
          El tal Lewis no sólo no renegó de su participación en la escabechina de marras, sino que escribió varios artículos periodísticos (en realidad se los escribió su cuñado: él no sabía escribir, pero le contó los detalles) con los que ganó una pasta gansa.
          También le hicieron muchas entrevistas, como héroe de guerra que era (con lo que ganó otra pasta gansa asimismo).
          ¿Y qué decir de las innumerables pastas gansas que ganó dando conferencias por todo el territorio de la Unión? Porque por su oficina no iba mucho, que digamos: estaba siempre de viaje en una u otra universidad contando cómo había accionado la palanca, mientras sus oyentes mantenían las bocas abiertas y escuchaban con estupor y admiración hacia su ídolo.
          A fuerza de contar la historia una y otra vez, la fue decorando con detalles cada vez más bonitos y eutrapélicos. Cuando le preguntaban qué sintió en el momento de lanzar el artefacto, contestaba algo por este estilo:
          «—Sentí que estaba defendiendo la democracia y la civilización, los valores que nos inculcaron Jefferson y éste... ¿cómo se llamaba?, bueno: los Padres de la Patria. Estaba protegiendo nuestra forma de vida: el pastel de manzana, la música country, la libertad para todos, la tierra de las oportunidades, las barras y estrellas, el gran cañón del Colorado y a Frank Sinatra. Si tuviera que volverlo a hacer, lo haría sin dudar: hay un verdadero americano en mí.»
          Indefectiblemente, el público se ponía en pie al escuchar estas frases y le ovacionaba lo menos durante seis minutos largos.

Guía de filósofos pedantes

Entrevista a Stanley Kubrick

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Entrevista exclusiva para Variety (sin fotos, porque salieron borrosas)

Hablamos con Roger Fields, Jr., quien junto al genial cineasta Stanley Kubrick desempeñó durante muchos años la labor de segundo ayudante de producción
          O sea, que era el chico de los cafés.
          Pero aun así recuerda datos interesantísimos de esos rodajes y que nosotros queremos brindar ahora a nuestros lectores. Le visitamos en el St. Xavier’s Charity Home, un conocido albergue para indigentes, sito en las afueras de Londres, donde pernocta habitualmente cuando el tiempo no le permite hacerlo bajo su puente preferido. Porque Kubrick, al parecer, en un descuido lógico en los artistas geniales, olvidó darle de alta en la seguridad social y el bueno de Fields, Jr. se quedó sin cobrar la jubilación.
          Charlamos en el porche de la institución.
          —Stanley era único —nos dice—. Yo estuve con él desde casi el principio de su carrera y puedo asegurar que confiaba plenamente en mí. Insistía en que durante los rodajes fuera yo y nadie más quien le colocara en su sitio la silla plegable con su nombre en el respaldo. Le gustaba que la silla estuviera cerca de la cámara. Pero no mucho. A una distancia concreta que sólo yo sabía calcular. Era muy particular para estas cosas.
          —¿Cómo eran esos rodajes?
          —Muy intensos. Recuerdo particularmente una toma del inicio de La chaqueta metálica. Con una maquinilla le cortaban el pelo al cero a un recluta. Bueno, a dos docenas de reclutas, en realidad. Se trataba de mostrar la manera en la que el ejército aliena al individuo. Pues bien: a Stanley no le gustó cómo quedó la toma y entonces esperamos cinco meses a que el pelo le volviera a crecer para poder rodarla de nuevo. Esto sucedió varias veces. A la quinta vez dio la toma por buena. Era un gran perfeccionista. Claro, que los productores protestaban porque los costes subían mucho con esos años de retraso en el rodaje, pero es que ellos no entendieron nunca al artista que había en él.
          —Kubrick tuvo fama de hombre difícil. ¿Trataba bien a los actores?
          —Sí; en contra de lo que se diga, era muy amable con ellos. Les explicaba todo al detalle, hablándoles muy despacio, como si fueran niños pequeños, para que entendieran bien lo que quería de ellos. Durante los desayunos en común, cuando rodábamos en exteriores, dejaba que los actores le mojaran los bollos en el café, siempre que no tuvieran nata dentro. Odiaba la nata. Si alguno tenía problemas personales, se mostraba muy comprensivo y le consolaba, acariciándole el cabello.
          —Pero dicen que Kirk Douglas, tras Senderos de gloria, acabó enfadado con Kubrick y prometió no volver a trabajar con él.
          —Bueno... la verdad es que volvió a hacerlo en Espartaco. Pero el motivo de la fricción entre ambos era, principalmente, que a Douglas le olían los sobacos de una manera muy desagradable. Debía ser a causa de algo que tomaba en su dieta. Stanley le gastó una broma al respecto delante del equipo y Douglas no se lo perdonó nunca. Pero eso no les impidió continuar el rodaje. Ambos eran gente muy profesional.
          —¿Y cómo trataba al equipo de los técnicos?
          —Con mucho afecto. A mí, al acabar los rodajes, siempre me ponía campechanamente una mano en el hombre y me decía: «James...»
          —¿James? Pero usted se llama Roger.
          —Sí, pero es que Stanley era un poco despistado. Me decía: «James, hemos hecho un buen trabajo.»
          —¿Es cierto que seleccionaba personalmente a todos los que aparecían en sus films?
          —Es rigurosamente cierto. Esto, claro, retrasaba el rodaje, porque a veces los castings duraban semanas. Recuerdo una ocasión en que se negó a contratar a una actriz teatral inglesa, muy buena, que le aconsejó el productor, porque no la conocía personalmente y sólo había visto una foto de su rostro. Pese a todas las recomendaciones sobre la calidad de la misma y pese a ser para un papel pequeño y sin frase, Kubrick no la contrató, diciendo: «Puede que sea muy buena, pero ¿y si no me gustan sus tetas?»
          2001, una odisea del espacio, está considerada como una película magistral, teniendo el consideración los escasos medios tecnológicos de aquella época en el campo de los efectos especiales. ¿Qué nos puede decir de los trucos de rodaje? Es especialmente interesante la secuencia final en la que los astronautas se dirigen a Júpiter.
          —Aquello fue un tour de force cinematográfico. Para el efecto psicodélico que debían transmitir los anillos de Júpiter, a Stanley se le ocurrió filmar anisetes de colores colocados dentro de unas maracas transparentes, agitadas por un cantante cubano muy famoso en aquel tiempo. El resultado fue impresionante.
          —La crítica no siempre le trató bien.
          —No. Fueron injustos con él. Algunos críticos decían que sabía muchísimo se cine. Otros decían que no entendía nada. Otros, incluso, decían ambas cosas a la vez. Todo esto le confundió. Cuando Stephen King le dijo que le había parecido una gran porquería la versión que Stanley hizo de su novela El resplandor...
          —¿Le dijo eso?
          —Sí, pero King ese día estaba colocado. No hay que tenérselo en cuenta. Bueno, pues Stanley se echó a llorar, como si fuera un niño de pecho. Se marchó a su finca de la campiña inglesa y estuvo tres meses sin querer ver a nadie y alimentándose únicamente de almendras garrapiñadas, aunque las dos últimas semanas comió también algunas galletas de jengibre. Fue una época muy dura. Su familia lo pasó muy mal.
          —Sabemos que a Kubrick le apasionaban los aspectos técnicos de la cinematografía. ¿Qué nos puede decir al respecto?
          —Es cierto. La mayor parte del dinero que le produjeron sus películas se la gastó en comprar unas cámaras rarísimas que ya estaban en desuso y que los grandes estudios tenían arrinconadas. Era corriente que, en los descansos del rodaje, cogiera el teléfono y llamara a gentes diversas para preguntarles si tenían una Multiflex 450 o una Kroder multioptimática del año 1954. Una vez se pintó el rostro con betún castaño y, armado de una palanqueta, penetró de noche en la casa de Orson Wells, para robarle una lente de gran angular que Wells tenía en gran estima y que no le había querido vender a Stanley, pese a sus generosas ofertas.
          —Esto es muy interesante. ¿Qué sucedió?
          —Sonó la alarma y le detuvieron. Pero al sargento de la comisaría le había gustado mucho Lolita y, en vez de allanamiento de morada, le acusaron de conducción temeraria, y eso que Stanley ni tenía coche ni sabía conducir. Pagó la multa y se fue a su casa, conservando la lente.
          Podríamos seguir hablando indefinidamente de este gran genio del séptimo arte, pero Roger Fields, Jr. tiene ya que meterse dentro, porque es la hora de la sopa.

Domingo de Carnaval

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HASTA EL MIÉRCOLES 6. 

Artistas morrocotudos y sus obras despampanantes


El rey de la brillantina

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Vida y milagros de ese señor tan famoso... ¿cómo se llama? ¡Sí, hombre: el del tupé!

En pro de la variedad
biografiaré a un pre-rockero
llamado Elvis Aaron Presley
y natural de Tupelo
(que no es un nombre de coña
sino de un lugar pequeño
que está junto al Mississipi).
Nació en el ocho de enero
de mil novecientos treinta
y cinco. Su padre, Vernon
Presley trabajaba poco,
llevando poco dinero
al hogar. Su madre, Gladys
se lió con el lechero...
Pero esto no es importante
para lo que aquí les cuento.

Pues, siguiendo con la historia,
ya desde que era mozuelo
Elvis cantaba muy bien
según su tío materno;
lo mismo le daba al blues
que al country más pachanguero.
¿Cómo destacó el chaval?
Porque tuvo un gran acierto:
saber tocar la guitarra,
saber cantar como un negro
y, pese a ello, ser blanco:
ésta es la clave del éxito.
Porque los blancos de U.S.A.
tenían el gran complejo
de que los negros cantaban
mucho mejor. Y era cierto.
Y, por eso, al darse cuenta
de que Elvis tenía talento
todos los blancos sajones
se pusieron tan contentos
y le auparon a la fama
sin reparar en el precio.

Compraron mucho sus discos,
le dieron el primer puesto
en toda lista de ventas,
le hicieron peliculero.
Si Elvis Presley estornudaba
era un acontecimiento
y cuando tuvo paperas
hicieron seis días de duelo
nacional. ¡Se suicidaron
tres porque se cortó el pelo!
Le hicieron hijo adoptivo
de ochocientos siete pueblos.
Sus cartas cuadruplicaron
el servicios de Correos.
Su marca de brillantina
cotizó más que la «Exxon»
en la bolsa. (Esto es verdad;
no se piensen que exagero.)

Pero, ¡ay! la diosa Fortuna
siempre ha sido un culo inquieto
que da y niega sus favores,
sin pensárselo un momento,
y tras subirte tan alto
que casi tocas el cielo
te hace dar un batacazo
de aquellos de «aquí te espero».

Comenzó su decadencia,
dejó pronto de estar bueno,
se volvió gordo y seboso,
se le empezó a caer el pelo,
le salieron michelines
y firestones a cientos,
se casó con una tonta,
se convirtió en mujeriego,
pilló alguna enfermedad
de esas que todos sabemos,
se compró un batín de raso,
leyó a Hemingway y a Eliot,
grabó dos discos horribles
titulados «In the Ghetto»
y «Suspicious Minds», ganó
menos dinero que peso,
en medio de un trip de ácido
se fue a ver a un peluquero
y se encargó dos patillas
postizas en un intento
de volverse original
y no notarse tan feo...
Y dicen que dice un dicho
—muy dicho en el mundo heleno—
que si enfadas a los dioses
y ellos cogen un cabreo,
antes de acabar contigo
primero te vuelven memo.

Y eso le sucedió al Rey.
Para empezar, el maestro
de kárate de su esposa
se la llevó de paseo
y no se les volvió a ver.
Elvis se hizo adicto al queso
de Rochefort y engordó
todavía más. Llegó el tiempo
de llevar mil lentejuelas
en las galas en directo
entre cantantes famosos
y Presley, por no ser menos
que los demás, encargó
de ellas todo un cargamento.
Así su traje pesaba
veintiocho kilos seiscientos
gramos y le producía
al bailar cansancio inmenso.
Del esfuerzo de llevarlo
tuvo un desvanecimiento
en Baltimore. Le sacaron
desmayado del concierto
en volandas entre nueve
personas y diez bomberos.

Murió. Está enterrado en Memphis
(no es Egipto, sino un pueblo
de mala muerte que está
ubicado justo en medio
de ningún lado, en América).
Y allí, en aquel cementerio,
hay un desfile continuo
de señoritas con velo
que lloran a un sudoroso
que podría ser su abuelo.






Introducción al hinduismo

Ystoria del esforçado cavallero Bush de Saxonia e del drago Sadamino de Yraco

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Confessar é el mío fallo, perdone vussoría
si syendo commo soy iuglar de iuglaría
os trovo aquesta ystoria por la cuaderna vía
sin ser abad, nin monge, nin maestre en cleresçía.

Que no es falaçia os digo, ¡lo xuro por Iesús!
que ovo otrora uno omme, más fornido que Artús,
un ser tan honoroso e fuerte cual obús
e que por nombre ovo Xorge Ubedoble Bush.

Era grand cavallero e bien alymentado,
en prossa muy prossaico e en verso muy versado,
ante él Solón de Greçia quedara envergonsado
por su saber sapyente, que muncho avía estodiado.

Fastagora no ha ovido un ser mas valentosso
que nin teme xacal, nin le amedrenta el osso.
Si oviésedes paçiencia un relato fermosso
contarvos os avré dest’omme poderosso.

Pues sus munchas fazañas, sus luchas e sus muertos
son fechos conosçidos e vos xuro que çiertos.
Non ovo cavalleros que fueran más expertos
nin que mexor sopiessen el desfaçer entuertos.

La ynfanta Petrolina fallábase en prissión
do la havía ponido Sadamino, el dragón.
Oçidente al buen Bush otorgó la missión
de atissar en la testa al drago un coscorrón.

Bush de Saxonia quisso el ser su defenssor
e luchar por su causa con arroxo e sudor,
llevársela a su cassa fizo questión de onor:
para él, la Petrolina avía grand valor.

Armosse el cavallero de un dardo emponçoñado
que en otras ocassiones resoltado le ha dado.
A donde finca el drago Sadamino ha aportado
e por la espalda ataca, que delante no ha ossado.

Como vía que solo non podía ganar
al drago, que era reçio, començose a intrigar.
Pensó de syervos viles ayuda demandar
manque de sus dyneros debiéralos pagar.

Xuntáronse a su lado los vyles merzenarios
que resciben el nombre de guerreros aznarios,
rüines todos ellos, vellacos e falsarios;
para luchar vinieron açimismo los blairios.

Comenssó la batalla, sacaron los açeros
e le dieron al drago muxos golpaços fieros;
matáronle de fixo, a costa de guerreros
muertos inutylmente e de gastar dineros.

Mas las huestes del draco al exérçito armado
le ficieron facer ridículo sonnado;
corrydos de vergüença a cassa han regressado
e a Bush dixo Oçidente: «Maxo, ¡la que has lyado!»

Aquesta ystoria toda se falla en los Anales.
Vençió Bush, mas perdiendo ingentes dinerales
e vidas de soldados. Cosas suçeden tales
al que non tiene nada entre sus paryetales.

The Theme of India in Spanish Literature

Savater, filósofo achuchable

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Una debilidad mía que parece un oxímoron, pero que no lo es

Estoy seguro de que muchos estarán de acuerdo conmigo en que Fernando Savater es lo más cercano a Winnieh the Pooh que ha dado la filosofía. Esto, parézcalo o no, es un elogio, por lo que los ositos de peluche tienen de entrañable.
          ¡Ea! ¡Ya lo he dicho! Savater es nuestro filósofo más besable y abrazable. Y conste que yo no beso a cualquiera. A Kant, por ejemplo, no lo besaría ni loco. Ni a Aristóteles tampoco. Y no es porque les odie, aunque sí lo hago. Porque a don José Ortega y Gasset (antes Lista) le admiro profundamente y tampoco le besaría.
          (Sería interesante saber qué pasaría si pudiéramos besar a todos los filósofos habidos, pero eso sería tema para otro escrito.)
          El vasco es cosa distinta. Siempre he admirado a este filósofo de cabecera desde que leí —como primer acercamiento— su exquisita novela El jardín de las dudas, sobre la figura de Voltaire y cuya lectura recomiendo a todos aquellos lectores que sepan leer.
          Luego admiré el valor con que defendió el cine como uno de los logros del siglo xx, algo que los profundos Heideggers, Habermasses, Sartres y Poppers no se han dignado ni siquiera considerar. ¿Cómo no amar a un filósofo que afirma que el siglo xx no ha sido el siglo de Hitler, sino el siglo de los hermanos Marx y que por eso se recordará?
          Savater es una persona, lo cual no es poco. Sabia, sí; pero también cercana: algo no al alcance de todos.
          Comparto muchos de sus gustos y opiniones, reconozco su puesto en la sucesión discipular de su guru(Bertrand Russell), admiro su valentía para enfrentarse a los euskomatones, envidio su sentido del humor y más cosas.
          Pero lo que me ha llegado directo al corazón (y eso que yo lo tengo en el lado derecho, cosa que le sucede a uno de cada 35.000 señores) es una frase brutal y encantadora de su autobiografía (Mira por dónde), llena de comas y de radicalidad: menciona a Guillermo Brown y afirma que quien no sepa de qué le está hablando es que está leyendo el libro equivocado.
          Sorprendime y complacime al encontrar a mi ídolo alabado por alguien a quien respeto. Porque Guillermo Brown es (para aquellos que no lo sepan) el epítome del anarquismo, del valor, de la aventura, de la crítica al puritanismo y, sobre todo, un alcaloide de la imaginación. Es el héroe por antonomasia. Los que le conocen lo saben.
          Y como los treinta y cinco libros que me abrieron las puertas doradas se perdieron en una mudanza, los volví a comprar todos. Tenía yo entonces cuarenta años y, por no poder hacerlo en persona, tuve que encargar la compra a un amigo, que me miró con ojos despreciativos. ¿Un hombre hecho y derecho con una mentalidad de un niño de once años? (Huelga decir que yo nunca me he convertido en un hombre hecho y derecho, ¡gracias a Dios!)
          El vasco no me habría despreciado.
          ¿Qué más se le puede pedir al mejor de los filósofos sino que sea tan acertado en sus elecciones como uno mismo? Al leer aquello me sentí plenamente hermanado.
          Así es que, ya lo saben: ustedes pueden besar al filósofo que más les apetezca; pero yo, dada la ocasión, besaré a Savater.

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