Quantcast
Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
Viewing all 4279 articles
Browse latest View live

Regalo para el Día del Padre


Mujeres poderosas de vidas trepidantes

Me cargo al testigo de cargo

$
0
0




Una comedia de juicios
genial: Testigo de cargo,
(Witness for the Prosecution),
de la que después rodaron
una película chula
con Tyrone Power, Charles Laughton
y esa señora chupada...
No, no; no es la Greta Garbo;
no es Audrey Hepburn tampoco.
¡Canastos! Se me ha olvidado.
Es que la edad no perdona
y tengo frecuentes lapsos.
En fin, como no me gusta
quedarme así de atascado,
lo que podemos hacer
es que me salto este dato
y ya se lo digo luego,
cuando me acuerde. Empezamos.

El argumento del drama
nos presenta a un abogado
al que acaban de operar
y que ha quedado hecho un asco.
Le han prohibido los licores,
todo tipo de tabacos,
todo trato con mujeres
y toda clase de casos.
Ya dirán qué más le queda,
si está viejo, gordo y calvo,
si no tiene ni un amigo,
ni tiene perro, ni gato,
televisión, ni Play Station
y todo le importa un rábano.

El hombre se aburre a mares
y así, al primer acusado
que quiere que le defienda
le dice que sí de un salto,
sin importarle el peligro
que tiene pronosticado.

Dicen que mató a una vieja
para robarle los cuartos.
Él jura que no lo hizo.
Luego resulta... ¡ay, canastos!,
que casi sin darme cuenta
estoy aquí destripando
de pe a pa el argumento
y mostrándolo diáfano.
No era ése mi objetivo,
sino dejarles muy claro
que Agatha Christie posee
un don fabuloso y mágico
para, a fuerza de guión,
conseguir un exitazo.

Ni en el drama ni en el film
se sacuden de trompazos;
no se persiguen con coches;
no meten porno, ni sado;
no hay efectos especiales;
no hay exteriores, ni campos;
no incluyen bailes, ni música;
no hay derroche escenográfico.
Es sólo una alta comedia
en el estilo británico
con un suspense tan intenso
que no lo salta un gitano.

Y el film nos hace añorar
a los cinéfilos natos
aquellos dorados tiempos
en que los americanos
a las artes de este mundo
contribuyeron en algo.

Marcelina Poncela de Jardiel

$
0
0
SE ACABA DE PUBLICAR UN MAGNÍFICO ESTUDIO SOBRE MI BISABUELA, MADRE DE JARDIEL Y DESTACADA PINTORA VALLISOLETANA, DE CUYA OBRA SE HARÁ UNA EXPOSICIÓN A PARTIR DEL PRÓXIMO MARTES 12. FUE UNA MUJER AVANZADA PARA SU TIEMPO, LA PRIMERA EN ESPAÑA EN ESTUDIAR LA CARRERA DE BELLAS ARTES. 

Regalo para el Día del Padre

Alejandro Magno y Diógenes hablan de sus cosas

$
0
0



(Diógenes de Sinope, el filósofo cínico, está en una cueva, desnudo y mugriento, dentro de su tonel. Alejandro llega con pompa y esplendor, pero se los deja fuera de la cueva.)

Diógenes.—¿Quién eres tú, forastero?
Alejandro.—Soy Alejandro Magno, hijo de Filipo.
Diógenes.—¡Hombre! Al fin y a la postre voy a conocer al gran Alejandro de Macedonia.
Alejandro.—¡Por lo que más quieras!: no me hagas un chiste con lo del postre y la macedonia, porque bastantes he tenido que aguantar durante toda mi vida.
Diógenes.—Como gustes, pero te advierto que reírse es muy saludable. ¿No te lo han enseñados tus maestros?
Alejandro.—No.
Diógenes.—Eso me parecía. Debes de haber tenido unos maestros especialmente estúpidos. Tienes una expresión muy seria. ¿Padeces de la vesícula?
Alejandro.—No, que yo sepa. Pero ¿a qué vienen tantas preguntas?
Diógenes.—Por pasar el rato. Y, hablando de otra cosa: ¿cómo tú por aquí?
Alejandro.—Estoy de paso en mi periplo de conquista. Me propongo dominar todo el mundo conocido. Llegaré hasta los confines del Asia y...
Diógenes.—¿Cuántos años tienes?
Alejandro.—Veintiuno.
Diógenes.—Ya es un poco tarde, ¿no?
Alejandro.—¿Tarde?
Diógenes.—Estas cosas, como el ballet, tocar el violín y conquistar el mundo, o se aprenden en la tierna niñez o luego es mucho más difícil.
Alejandro.—¿Te estás quedando conmigo?
Diógenes.—Sí; era una broma. Reconozco que era una broma.
Alejandro.—Bueno, a lo que íbamos. Yo pasaba por aquí y me dije: «¡Hombre! Voy a conocer al filósofo del tonel, que tanta fama tiene y que está aquí, desterrado por los sinopenses.»
Diógenes.—Es verdad: los sinopenses me condenaron al destierro. Pero yo, a mi vez, les condené a ellos a quedarse.
Alejandro.—Y aquí estoy. Así es que dime qué puedo hacer por ti.
Diógenes.—Lo más resultón sería que te dijera que te apartaras un poco, para que no me taparas el sol. Pero hoy está nublado y hace un día de perros. Sin embargo, en aras de la posteridad, consideraremos que es eso lo que te he dicho.
Alejandro.—Eres en verdad sorprendente.
Diógenes.—Soy sólo lógico.
Alejandro.—Una curiosidad: ¿es verdad que, en una fiesta, te orinaste sobre los invitados?
Diógenes.—Fue por defender la lógica. Ellos, por ofenderme, me echaron huesos, como a un perro. Entonces yo actué como un perro y les meé encima.
Alejandro.—La verdad es que tienes muy mala fama. La gente decía que siempre ibas a beber a la taberna.
Diógenes.—Sí. Y siempre iba a la tienda del barbero a cortarme el pelo.
Alejandro.—La gente te insultaba.
Diógenes.—Pero yo no me consideraba insultado. ¡Valiente cosa lo que me importa a mí la opinión de los majaderos!
Alejandro.—¿Y a quien consideras tú majadero?
Diógenes.—Me temo que a bastante gente.
Alejandro.—Eres cáustico. ¿Nadie se salva de tus censuras?
Diógenes.—Sí. Quienes pudiendo casarse, no se casan; y quienes pudiendo gobernar, no gobiernan.
Alejandro.—Según eso, te merezco mala opinión.
Diógenes.—¡Tú me dirás! Ahora, que quizá toda la culpa no sea tuya. ¿Quién ha sido tu maestro?
Alejandro.—Aristóteles.
Diógenes.—¡Pobrecillo! Siendo así, no me extraña que, para alejarte de él, huyas hasta el confín del mundo con el pretexto ése de la conquista.
Alejandro.—¡No es un pretexto! Pero no cambies el tema. No estamos hablando de mí, sino de ti. ¿Sabes que mis auríspices me dicen que en el futuro darán tu nombre a una enfermedad de la conducta?
Diógenes.—¿Ah, sí? ¡Qué interesante!
Alejandro.—Pero con poco acierto.
Diógenes.—¿Y eso?
Alejandro.—Los médicos denominarán «síndrome de Diógenes» a la costumbre compulsiva de acumular cosas, sobre todo basura.»
Diógenes.—Los médicos, como de costumbre, no dan una, porque como ves, yo no acumulo nada. Es más, no tengo nada. Ni ropa interior. Puedes mirar dentro del tonel y comprobarlo tú mismo.
Alejandro.—No, gracias; ya me lo imagino. ¿En verdad no tienes nada?
Diógenes.—Nada. Tenía una taza para beber, pero cuando vi a un rapaz que bebía de la fuente en el hueco de la mano, rompí la taza.
Alejandro.—¡Qué bello gesto!
Diógenes.—No creas. Me clavé un trozo de la taza en la planta del pie, se me infectó y casi la palmo.
Alejandro.—¿No podrías contarme esta misma anécdota con palabras más elegantes?
Diógenes.—¿Para qué? Ya te has enterado de lo que quiero decir.
Alejandro.—Es para luego escribirla y que quede bonito.
Diógenes.—Si te empeñas... A ver qué tal me sale: Es propio de los dioses no necesitar de nada y de los que se parecen a los dioses, necesitar de poquísimas cosas.
Alejandro.—Te ha quedado muy bien.
Diógenes.—Gracias. Como ves, el que habitualmente emplee el habla coloquial no implica que esté falto de cultura.
Alejandro.—Ya, ya.
Diógenes.—Y, siguiendo con lo del síndrome, ¿cuándo dices que denominarán a la tal enfermedad de esa manera tan poco apropiada?
Alejandro.—Durante el siglo xxiv a partir de mí.
Diógenes.—¡Ah, bueno! Entonces no me extraña. Ya se ha vaticinado que ése será el siglo cuando se comentan más tonterías.
Alejandro.—Oye, yo me quedaría más rato, pero mis generales me esperan ahí fuera y se deben de estar calando. Me ha alegrado mucho hablar contigo.
Diógenes.—Vuelve otro día.
Alejandro.—Me temo que va a ser difícil. Es que me voy a conquistar el mundo.
Diógenes.—Pues date prisa, no llegues tarde y lo vayan a cerrar.

Jacinto Benavente y sus comedias

Fouché, el trásfuga

$
0
0



          Uno de los más curiosos subproductos de la historia ha sido siempre la aparición de sinvergüenzas de corte maquiavélico. Ahora bien, en la sinvergonzonería —como en todo en esta vida— hay clases. Concretamente, en esa merienda de negros que fue la Revolución francesa, los sinvergüenzas acabaron divididos entre aquellos que por torpes perdieron instantáneamente la cabeza a manos del hábil Sanson, verdugo de París, y los (poquísimos) que por listos la conservaron, aunque luego durante el resto de su vida le dieran poco uso.
La figura de Joseph Fouché es una de las destacadísimas, puesto que no solamente sobrevivió al Terror, sino también al gordo de Luis XVIII, lo que casi tiene más mérito. De ser un jacobino que se comía a los nobles crudos para desayunar, Fouché llegó a ser duque de Otranto, realista convencido, millonario y feliz accionista de la Telefónica francesa.
          ¿Cómo pudo suceder eso? Pues porque el pueblo francés y sus gobernantes resultaron ser muy olvidadizos. Veámoslo.
Su triunfo como político durante el proceso revolucionario se debió a que no hizo nada, procedimiento que aconsejaríamos a nuestros líderes actuales, pero que no lo recomendamos porque no les hace ninguna falta: ellos motuproprio tampoco hacen nada.
Por no hacer nada se entiende que Fouché no peroró en la Asamblea Nacional; no se subió ni una sola vez a la tribuna de oradores, alegando miedo a las alturas; no pronunció apasionantes y enfervorizados discursos ni tampoco aburridos y somnolecedores; ni siquiera intentó destacar entre su facción, los girondinos, sino que modestamente se pasó a los jacobinos cuando los otros perdieron importancia y a él le vino bien.
El caso es que nadie notaba ni su ausencia ni su presencia. El afán por dar discursos y sermonear al prójimo era entonces tan fuerte que todos se daban de bofetadas porque les dejaran hablar a ellos. Fouché no, con lo cual no se hizo famoso y nadie recordó su nombre cuando se empezaron a pedir cabezas a diario para mitigar la sensación de déjà vuque inunda todos los procesos revolucionarios.
          La inacción de Fouché era sólo externa, todo hay que decirlo. Por detrás movía los hilos con habilidad de titiritero, enterándose de los secretos de sus compañeros de tribuna y chantajeándoles a placer, actividad para la que resultó estar admirablemente dotado por la naturaleza. Fue el inventor de facto del espionaje moderno, tal y como lo conocemos.
Llegó entonces el momento crucial para los tigres de la Gironda y también para los chacales jacobinos sedientos de sangre: la decisión de si había que cortarle la cabeza al rey Luis XVI, culpable del delito de ser tonto y mal rey, o si se le podía dejar en su sitio para facilitarle el peinado. Con prácticamente un empate, le tocó el turno de emitir su voto al bueno de Fouché (¿o habría que decir «al malo de Fouché»?), quien ya no pudo ampararse en el anonimato y dijo con la boca chica: «La mort», cambiando así un poquito la historia de Francia.
          Luego, a lo largo de toda su dilatada vida, Fouché tendría que escribir kilómetros y kilómetros de frases justificativas, empleando cubos y cubos de tinta y el papel sacado de un montón de árboles y trapos viejos para exonerarse de esas dos regicídicas palabras.
Pero en aquel momento, le dieron fama de sanguinario, lo que llevó al Comité de Salvación Pública a enviarle a Lyon en 1793 a meter en cintura a una población más monárquica de lo que convenía en aquellos tiempos turbulentos.
Fouché se portó, haciendo matar a miles de burgueses adinerados, lo que le valió el apodo de «Mitrailleur de Lyon».Además, con un martillito de plata, fue dando simbólicos golpes y rompiéndoles las narices a las efigies de los santos de todas las iglesias de la ciudad. Los santos protestaron, pero nadie les hizo demasiado caso.
Cuando volvió a París, había adquirido tanto nombre como revolucionario de primera que Robespierre sintió la picadura del mosquito de los celos y determinó cargarse a aquel individuo que le hacía tanta sombra, pese a que era bastante flacucho. Pero, ¡ah!, lo que Robespierre no sabía era que Fouché era un experto complotero con el que no tenía cuenta enemistarse y que iba a orquestar el golpe de estado de Thermidor, que acabaría con él. Fouché fue el «cocinero de la conspiración», según dijo el propio Robespierre, que siempre le tuvo tirria (bien fundada, como se demostró después, cuando el otro hizo que le cortara la cabeza).
          Con la llegada del Directorio (que, por cierto, llegó con bastante retraso sobre lo previsto), perfeccionó su profesión de tránsfuga vocacional, logrando ser amiguete de Barras primero y de Babeuf después, y lo hubiera sido de cualquier otro que hubiera aparecido por allí con ganas de mandar.
          En 1799 se le nombra Ministro de la Policía y es ahí, en el espionaje organizado y pagado con fondos públicos, en donde Fouché se encuentra verdaderamente en su salsa y puede desplegar sus habilidades, como si sus habilidades fueran un mapa de carreteras.
          Crea una magistral red de espionaje de la que no se salva nadie. Si antes conocía los secretos de sus compañeros de gobierno, sus robos, sus estupros y sus chanchullés (no estamos seguros de que esta palabra exista en francés, aunque recordamos haberla leído en algún sitio), ahora sabía los de mucha otra gente importante de toda Francia. Usará esta información para prosperar y para tomarle el pelo primero a Napoleón y luego a los borbones, pero sobre todo, para gobernar él y ser el verdadero amo de Francia, sin que se note mucho.
          ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí!
          Fue su red de agentes por toda Francia la que ayudó decisivamente al golpe de estado que llevó al poder a Bonaparte. Y Fouché siempre tendría en vilo a su señor, que no se fiaba de él ni un pelo y hacía muy requetebién.
          El ministro de policía se inventó una oficina de censura, por la que permitía o prohibía determinadas publicaciones realistas, para poner nervioso a Napoleón. Se inventaba complots(la Academia prefiere ‘complós’ o ‘complotes’, pero a nosotros no nos gustan estos términos) contra él, que luego destripaba, con lo que se hizo imprescindible y terrible.
          Se llevó a matar con Talleyrand, que sabía que Fouché era un bicho de mucho cuidado, y solamente estuvieron de acuerdo en aquellos asuntos que significaban más poder para ellos y menos para Bonaparte.
          Cuando Napoleón se harta de él y le destituye, Fouché se dedica a las finanzas y con sus contactos y secretos consigue toda la información privilegiada que le da la gana y se convierte en el hombre más rico de Francia, arruinando al hacerlo a unos cuantos financieros culpables de ser menos hábiles que él.
          En el momento en que Napoleón se corona emperador, le vuelve a contratar, pues aunque había supuestamente desmantelado el ministerio de policía, éste seguía funcionando en la sombra, informando a Fouché, como un cuerpo de espionaje privado. Y esto le hacía imprescindible. Gobernar sin él era como pretender hacer croquetas sin harina: una empresa condenada al fracaso.
          De nuevo al servicio del tenientillo corso venido a más, Fouché destapa tres o cuatro conspiraciones, una semana sí y otra también.
          El hábil enredador —quizá hastiado por la rutina— se inventa él mismo una conspiración contra el emperador, lía a Talleyrand para que le secunde, la filtra para que Napoleón se entere, hace recaer las culpas en su socio y se carga así a su principal enemigo político y al único hombre de Francia lo suficientemente inteligente como para sustituirle. A partir de ese momento, gobierna más aún, si cabe.
          De hecho, le agrada tanto eso de gobernar que empieza a llevar a cabo tal actividad por su cuenta y riesgo. Mientras Napoleón está en Austria haciendo de las suyas (haciendo sus guerras, queremos decir), Inglaterra intenta una invasión de Francia. Fouché, sin encomendarse a Napoleón ni al diablo, organiza la defensa por su cuenta, llama a filas a los licenciados de la Guardia Nacional, recluta tropas, hace proclamas y descalabra a los ingleses. Napoleón tiene que reconocer públicamente que su ministro lo ha hecho muy bien y esto le repatea.
          Y como Fouché le ha cogido el gusto al mando, se dedica siempre que puede a mover tropas de acá para allá, a espaldas de su señor. En el momento en que éste se entera, le expulsa del gobierno, le nombra embajador y le manda a Iliria (que era como enviarle a ese sitio tan feo al que solemos mandar a la gente que nos molesta).
          Fouché está fuera de Francia en su cargo diplomático cuando cae Napoleón, haciéndose bastante daño. Fouché corre a París (no literalmente, suponemos) y se encuentra, para su sorpresa y decepción, con que el viejo zorro de Talleyrand ha instalado en el trono a los borbones y es él quien mangonea en el país.
          A Luis XVIII —que recuerda aquella sentencia de muerte dictada contra su hermano— Fouché no le cae excesivamente simpático, por decirlo de una forma suave. Así es que no le da ni los buenos días, mucho menos un cargo.
          Pero Napoleón se escapa de su prisión en Elba y avanza hacia París. Al principio los borbones se ríen mucho. Luis XVIII incluso se atraganta de tanta risa. Pero a medida que las tropas que se supone que tienen que detener a Napoleón se van uniendo a su ejército, ya se van riendo menos. «El monstruo se ha escapado» se convierte sucesivamente en «El tirano avanza hacia la capital», «El general rebelde aumenta su ejército», «Napoleón está a las puertas de la ciudad» y «El glorioso emperador entra en París». Los borbones ya no se ríen nada.
          ¿Quién puede ayudar en esta situación? Fouché. Le ofrecen de nuevo el ministerio de policía.
¡Ah, amigo! Pero las cosas han cambiado. Fouché sabe que los borbones, ante Napoleón, no tienen ni dos bofetadas, así es que no se compromete con la causa perdedora. Aconseja el rey que se vaya a paseo (a Gante) y le promete que él se quedará en París para ponerle la zancadilla a Bonaparte a las primeras de cambio. Se gana así la buena voluntad y el agradecimiento borbónicos (si es que tales cosas han existido alguna vez).
          En 1814 Napoleón llega a París y se inicia el Imperio de los Cien Días. Pero entonces al emperador le sacuden en Waterloo y el ex-emperador se encuentra con un parlamento controlado por Fouché, que acaba haciéndose con las riendas del poder y obligándole a abdicar.
          Napoleón escribió más tarde en sus Memorias: «Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan».
(Esta frase de Napoleón no tiene nada que ver con lo que estamos contando aquí. Nos hemos equivocado de cita y pedimos perdón por ello. En realidad, las palabras de Bonaparte que queríamos mencionar eran las siguientes: «Si la traición tuviese nombre, se llamaría Fouché».)
          Cuando las tropas aliadas entran en París, controlando la ciudad y comiéndose todos los bollos de crema de todas las pastelerías, Fouché, amo y señor del cotarro en ese momento, entrega el poder a Luis XVIII, contando con su agradecimiento por haberle regalado un trono.
Este fue su mayor y único fallo político: fiarse de los borbones.
          Lo pagaría caro.
          Porque éstos le prometieron en un principio el oro y el moro, diciendo estarle «agradecidísimos». Pero al cabo de un tiempo breve, cuando Luis XVIII sintió sus reales posaderas bien afianzadas en el solio real, recuperó la memoria y ya no se acordó de ese Fouché que posibilitó su restauración en el trono, sino sólo de aquel Fouché, el «Mitrailleur de Lyon», que votó un día para descabezar a Luis XVI.
          Así es que en 1816 empezaron a hacerle el moving.
Primero les desministrizaron de la policía y le embajadieron a Sajonia, para contentar a los ultrarrealistas, que estaban desatados haciéndole la pelota al rey para conseguir títulos nobiliarios. Luis XVIII, que había tragado en un principio con aquel jacobino «arrepentido», no tuvo otra que dejar caer a Fouché como si fuera el envoltorio de un caramelo.
          Se le destituyó enseguida de su cargo diplomático, por medio de una ley para proscribir a los regidas que se votó especialmente para él. Se le finiquitó así políticamente.
          Fouché tuvo que refugiarse en el Imperio austriaco, al que había puesto de vuelta y media durante la etapa de la Revolución.
          En eso acabó el «agradecimiento» borbónico.
          La moraleja de esta vida es que por malo que seas, siempre acabas topando con otro más malo que tú.
Joseph Fouché, rey en la sombra durante un montón de gobiernos diferentes, murió en el destierro, en Trieste, en 1820.
          (Y si no murió y sigue todavía por ahí, entonces debe de haber llevado una vida muy retirada, porque no hemos vuelto a tener noticias de él.)




Casas de ficción. Descarga gratuita del e-book

ABC del hinduismo

$
0
0
UN DICCIONARIO ASÍ DE GORDO CON TODO LO QUE HAY QUE SABER SOBRE HINDUISMO (E-BOOK Y LIBRO)  

La máquina del humor

El chofismo

$
0
0



          Se trata de una enfermedad nueva, de un mal de nuestro tiempo, al que conviene conocer y combatir.
          Alguien te ve alicaído y te pregunta:
          —¿Qué te pasa? Tienes mala cara.
          Y tú respondes:
          —No sé. Estoy así como «chof».
          Eso es el chofismo. (Hasta hace nada se le denominaba «estar con la depre»).
          Ahora, unas disquisiciones pedantolingüísticas sobre el asunto.
          El término ‘chofismo’ no es correcto, aunque tampoco deja de serlo, ya que indicaría «movimiento relacionado con lo chof» o «relativo a lo chof». Nos preguntamos si ‘chofería’ no sería más preciso. Puede que sí, pero entonces podría confundirse con ‘choferería’ o «arte u oficio de chofer».
          ‘Chofitis’ suena más médico, pero tampoco nos vale, pues indica inflamación de algo y el chof no es susceptible de hincharse.
          Sin embargo, es imprescindible hallar una palabra cuanto antes, porque el número de pacientes de este mal aumenta por minutos. Uno de cada dos españoles reconoce haberse sentido chofado al menos una vez en la última semana. Y este porcentaje es mayor en daneses, suecos y finlandeses.
          En espera de una cura para el mal, lo único con lo que yo puedo contribuir al asunto es con la propuesta a la Academia de la inclusión en el DRAE del verbo ‘chofarse’, en su forma reflexiva, porque no sé si sería de buen gusto que el verbo fuera transitivo y se pudiese chofar al vecino.
          Tendríamos usos útiles, como en los siguientes ejemplos:
          «Al ver sus notas del examen de matemáticas, Juanito se chofó
          «Mi novia es muy alegre y no se chofa con frecuencia.»
          «Como no consiga ese empleo me chofaré mucho.»
          El verbo es regular y puede emplearse en los tiempos y formas verbales que más nos apetezcan.
          En imperativo: «¡Anímate! No te chofes por tan poca cosa.»
          En subjuntivo: «Si me chofara (o chofase) tú serías el primero en saberlo.»
          En las formas más complejas del indicativo (como el pretérito anterior): «Después de que se hubo chofado, Luis se fue animando.»
          La familia léxica añadiría riqueza de matices a nuestra lengua: «Es una noticia muy chofante.» «Este médico es uno de los mejores chofólogos del país.» «A Pedro le gusta estar triste: es un chofófilo redomado.»
          Y no sigo con esto porque creo que a esta onomatopeya ya le hemos sacado bastante jugo y porque contemplar cómo se va deteriorando nuestra lengua es algo que a mí también me deja chof.

Anécdotas sobre libros

Abelardo, Eloísa y tres señores con malas pintas

$
0
0


Una historia de amor que acabó como todas: mal

Acto único y con pocos muebles, para ahorrar

(Una buhardilla en París, allá por el año 1119, cuando hubo aquella cosecha tan buena de melocotones. En escena, escribiendo, Abelardo.Salen tres Esbirros, con cara de pocos amigos.)

Esbirro 1º.—¡Buenas!
Pedro Abelardo.—(Levantándose.)¿Eh? ¿Quiénes sois? ¿Cómo entráis en mi casa sin llamar
Esbirro 2º.—Abriendo la puerta.
Esbirro 3º.—Sólo había que empujar.
Esbirro 1º.—¿Vive aquí Pedro Abelardo?
Pedro Abelardo.—¿Quién le busca?
Esbirro 1º.—Eso no importa. Contestad: ¿sois vos?
Pedro Abelardo.—No.
Esbirro 1º.—¿No lo sois? A nosotros nos parece que sí. Lo pone en la puerta.
Pedro Abelardo.—¿Os referís al filósofo nominalista, teólogo, poeta y músico, conocido en francés como Pierre Abélard o Pierre Abailard, cuyo nombre en latín es Petrus Abelardus, especialista en lógica y gran dominador de los silogismos y de las disciplinas del «trivium» y el «quatrivium»?
Esbirro 1º.—Sí, a ése precisamente.
Pedro Abelardo.—Pues no soy yo. Es mi compañero de cuarto, en efecto. Pero ha salido.
Esbirro 1º.—Mentís. Estamos convencidos de que sois vos. Vuestra forma de responder os ha delatado, porque nos dijeron que el tal Pedro Abelardo era un pedante de mucho cuidado. (A los otros.)¡Sujetadle! (Los Esbirros 2º y 3º le cogen por los brazos.)
Pedro Abelardo.—Mas, ¿por qué? ¿Qué he hecho yo?
Esbirro 1º.—Algo muy agradable, pero con consecuencias muy desagradables, me temo.
Esbirro 2º.—¿Os acordáis de Eloísa?
Pedro Abelardo.—¡Mi Eloísa!
Esbirro 2º.—Sí; a quien mandasteis al monasterio de Argenteuil?
Pedro Abelardo.—¿Qué hay de ella? ¡Está bien?
Esbirro 1º.—¡Oh, ella sí! Ha aprendido a hacer dulces de coco. Se le da muy bien.
Esbirro 2º.—Quien no está tan bien es su tío Fulberto, el canónigo de la Catedral de París.
Pedro Abelardo.—Pues, ¿de qué padece?
Esbirro 2º.—De bilis.
Esbirro 3º.—Está ligeramente enfadado por lo que le hicisteis a su sobrina.
Pedro Abelardo.—¿Y qué le hice?
Esbirro 3º.—Pues un hijo, ¿os parece poco?
Esbirro 2º.—Y después la raptasteis y la escondisteis en casa de vuestra hermana hasta que parió.
Esbirro 3º.—Y ella tuvo a vuestro hijo.
Esbirro 2º.—Al que pusisteis de nombre Astrolabio.
Esbirro 3º.—¡Que ya hace falta tener mal gusto!
Esbirro 2º.—Y luego la encerrasteis en un convento.
Esbirro 3º.—¡Que ya hace falta ser cruel!
Esbirro 1º.—Pero, ¿por qué os estamos contando esto que ya sabéis?
Pedro Abelardo.—Pues imagino que para que se entere de ello el público.
Esbirro 1º.—Probablemente. Pero hacer que los personajes de una obra se cuenten unos a otros algo que ya saben es un recurso literario asqueroso.
Pedro Abelardo.—Ello se debe, sin duda, a que el autor de esta comedia, ese tal Gallud Jardiel, es un escritor muy malo.
Esbirro 1º.—De eso estamos convencidos. Pero, volvamos a nuestra acción. Hemos venido a castigaros por orden expresa de Fulberto.
Pedro Abelardo.—¿Os ha pagado para que me ataquéis?
Esbirro 1º.—No. Nosotros ya cobramos a fin de mes y estas actividades esporádicas están incluidas en nuestro contrato.
Pedro Abelardo.—¿Y su condición de cristiano y de religioso no induce a Fulberto a la compasión y al perdón?
Esbirro 1º.—Creo que habéis leído los libros equivocados.
Esbirro 2º.—He aquí la situación: Fulberto se llevará a su sobrina a su casa y nunca más la volveréis a ver. Fingirá que no ha pasado nada. No quiere que este escándalo transcienda.
Pedro Abelardo.—¿Vais a cortarme la lengua para que no hable?
Esbirro 1º.—Esto... No exactamente.
Pedro Abelardo.—¿Cómo?
Esbirro 1º.—Quiero decir que no exactamente la lengua.
Esbirro 2º.—Hay otras cosas que, una vez cortadas, le dejan a uno sin ninguna gana de hablar de ciertos temas.
Pedro Abelardo.—¡No! ¡Tened piedad!
Esbirro 3º.—Si fuera por nosotros... Parecéis simpático y nos habéis caído bien. Pero, ¿qué queréis? Nosotros nos dedicamos a esto y dicen que el trabajo dignifica al hombre.
Pedro Abelardo.—¿Qué podré hacer con mi vida si lleváis a cabo vuestro diabólico propósito?
Esbirro 3º.—Os podéis meter fraile y así, con los votos, no precisaréis de toda vuestra persona.
Pedro Abelardo.—¡Fraile!
Esbirro 1º.—Yo os daré una idea mejor.
Pedro Abelardo.—(Angustiado.)¿Cuál?
Esbirro 1º.—Podréis escribir el relato de vuestro padecimiento. Yo lo titularía «Historia de mis calamidades».
Pedro Abelardo.—Tendría que ser «Historia calamitatum», en latín.
Esbirro 1º.—A vuestro gusto. (A los Esbirros.) Bueno, id preparándoos.(El Esbirro 2º saca un enorme cuchillo.)
Pedro Abelardo.—(Resignado.)¡Qué se le va a hacer! Escribiré esa obra magna y me consolaré de mis carencias con la gloria literaria.
Esbirro 3º.—Desengañaos. Me atrevo a augurar que ese libro no lo leerá nadie.

TELÓN

Las almenas de Toro


Empédocles y Zenón, dos filósofos por el precio de uno

$
0
0




Fragmento descaradamente copiado del libro Tíos listos de la Antigüedad clásica (Ediciones Morrocotudas, Madrid, 1967)


Filósofo (Definición).—Dícese de aquellas personas que se hacen famosas en el ámbito de las Humanidades sin haber escrito nunca nada que se entienda medianamente o —lo que tiene más mérito— sin haber escrito nada en absoluto, como es el caso de estos dos señores de los que tratamos a continuación. Ni Empédocles ni Zenón dejaron ninguna obra, con lo que se libraron de tener que tratar con editores y de regalar ejemplares a esos conocidos inaguantables y desagradecidos que no sólo no compran tus libros, sino que esperan que se los regales y, encima, que se los dediques.

Zenón de Elea
Este Zenón era discípulo de Parménides y, como había nacido después, se dio la feliz circunstancia de que era mucho más joven que él, así que le sucedió en la dirección de la Escuela Eleática de Filosofías Comparadas, por verse en la imposibilidad de precederle.
Su frase preferida era decir que tenemos dos orejas y una boca, para oír mucho y hablar poco, como nos recuerda el pelmazo de Séneca en su obra Tratados filosóficos. Esta opinión no le impidió a Zenón inventar la Dialéctica, lo que prueba una vez más la falta de seriedad y de consecuencia de los grandes hombres. Como todos los directores de escuela, Zenón gozaba lo indecible creando dificultades o oponas (como las llamaba él), para apoyar su invento de la Dialéctica, que consiste en refutar con las consecuencias los postulados de una tesis.
Zenón se hizo famoso principalmente por la tortuga que protagoniza el ejemplo que casi todo el mundo conoce. La teoría es como sigue: imaginemos una línea recta: el principio se llama A y el final, B. Zenón decía con toda su cara que no se podía ir nunca de A a B, porque primero habría que pasar por un punto C y, antes de llegar a éste, habría que llegar a un punto D; así seguía la cosa, por lo que el llegar de A a B se convertía en algo tan difícil que el que lo había estado intentando abandonaba su propósito irremisiblemente, lo cual no tenía ninguna importancia, puesto que no se ha conseguido averiguar para qué sirve ir de A a B.
Así, si Aquiles, el de los pies ligeros, por ejemplo, quería perseguir a una tortuga para hacerse una sopa, nunca la conseguía alcanzar, puesto que, por mucho que corriera Aquiles, la tortuga corría mucho más, incongruencia filosófico-pedestre que Zenón mantuvo, pero que no consiguió explicar satisfactoriamente en toda su vida.
Lo que diferencia a Zenón de Parménides, por poner un ejemplo, son dos detalles básicos, a saber: que mientras que Parménides cree que el ente es inmóvil como una sentencia de muerte, Zenón cree que es móvil, como el precio de la gasolina, y que mientras que al primero le gustaban mucho las alcachofas, al segundo le sentaban como un tiro.

Empédocles
El filósofo agrigentino Empédocles quería llegar muy alto. Y como, cuando se proponía hacer una cosa quería hacerla bien, no se contentaba con ser rey en su ciudad: quería ser Dios. Unos le consideraron como un semidiós; otros, como un charlatán.
          Paseó por Sicilia haciendo curaciones (ya que su padre había tenido una farmacia en la que Empédocles, cuando niño, había despachado cantidad de recetas, aprendiendo el oficio).
          Cuenta la tradición que, para tener un fin digno de su divinidad, se arrojó al Etna. Otra leyenda dice que fue llevado al cielo. En realidad, murió en el Peloponeso, de un ataque al hígado.
          Cuando llega el momento de decidir cuál es la raíz del ser, Empédocles se ve en un apuro. Si dice que es uno de los elementos, los filósofos que defienden a los otros elementos se enfadan. Como es muy diplomático, decide incluir a todos en el revoltijo y pregona que el aire, el fuego, el agua, la tierra y el éter (no nos olvidemos del éter) son el principio de todas las cosas.
          Estos elementos no se acaban nunca —dice— y, para decirlo, se apoya en Parménides, que le rechaza de un empujón. Los elementos están juntos, pero el odio los separa, aunque el amor los vuelve a juntar al poco rato, como ocurre en las novelas románticas. Pero, al juntarse, viene lo bueno, porque se unen los trozos mal y aparecen leones con cabeza de asno, carteros con patas de gallo, pasteleros con lenguas de gato, reyes con corazones de león, cocineros con piernas de cordero y ministros con cabeza de chorlito.
          De entre estos engendros, asevera acertadamente Empédocles, sólo sobreviven aquellos que tienen una estructura interna que les permite seguir viviendo.
          De hecho, lo que hace Empédocles es dividir a Parménides en cuatro (a su teoría, se entiende, porque a que se le dividiera en persona imaginamos que Parménides se habría negado en redondo). Y le divide sacándole el jugo y sacándole hasta los decimales. Sólo introduce la multiplicidad en el ente de Parménides quien no demandó a Empédocles por plagiario ante los tribunales a causa de que había muerto unos años antes.

*        *        *
          Como resumen de este escrito, llegamos a la conclusión de que la filosofía es inútil, como lo demuestra el hecho de que sobre ningún filósofo se haya hecho película alguna.

Empleos extravagantes

Lecciones para actores

Neologismos facilitos

$
0
0


Propongo la difusión de unas palabras tan imprescindibles que no entiendo cómo nos hemos pasado sin ellas hasta ahora

    Dicen que el castellano es un idioma muy rico. ¡Que va! Faltan muchas palabras para muchos conceptos.

    Aseguran que en árabe hay cientos de vocablos para significar «amor». Y en sánscrito ya, ¡ni te cuento! Existen términos para expresar:

— tristeza;

— tristeza por la ausencia de la amada;

— tristeza por la ausencia de la amada desde hace varias semanas;

— tristeza por la ausencia de la amada desde hace varias semanas porque nos ha abandonado para siempre;

— tristeza por la ausencia de la amada desde hace varias semanas porque nos ha abandonado para siempre para largarse con un amigo nuestro;

— tristeza por la ausencia de la amada desde hace varias semanas porque nos ha abandonado para siempre para largarse con un amigo nuestro alto y rubio; y

— tristeza por la ausencia de la amada desde hace varias semanas porque nos ha abandonado para siempre para largarse con un amigo nuestro alto y rubio y que, además, nos debe dinero.

    Todos esos matices existen en sánscrito.

    ¡Eso es un idioma y lo demás son gaitas!

    En vista de lo cual, y para evitar que el castellano siga haciendo un ridículo mayúsculo en la familia de las lenguas indo-europeas, voy a ir creando unos cuantos neologismos para paliar esa pobreza congénita de nuestro idioma.

    Se me han ocurrido los siguientes. A ver qué les parecen a ustedes:

    ELVISOLOGÍA. Una ciencia que sigue siendo muy popular.

    ICTIOLECTO. Porque se ha constatado que los peces hablan.

    HERVÍFOBO. Todos los niños odian las verduras y esto debe tener su vocablo.

    TALASONAUTA. Más bonito que ‘marinero’, ¿no?

    ZAFONIANO. Dícese de los seguidores y admiradores de Ruiz Zafón. ¡Ya son ganas, pero hay gente para todo!

    BOSNIA-HERTZEGOVINESCO. Un gentilicio que estaba ya haciendo mucha falta.

    MUCÓFAGO. Cuando estamos solos. (¡Qué gorrinada!)

    ANTROPOFILIA. Bonito término para la ‘gayez’ erudita.

    OVALGIA. Palabra útil para cuando nos dan un pelotazo jugando al fútbol.

    GINEOCRACIA. El gobierno de las mujeres, como en Lisístratra, de Aristófanes, pero total.

    ESTULTÓMETRO. Para medir a nuestros semejantes y saber a qué atenernos.

    MELOPATÍA. ¡El heavy metal!

    AUTOONFALOVISIÓN. «Mirarse el ombligo», en culto.

    NECRÓGRAFO. Esos que fotografían a los muertos en las series de policías.

    ESFINTEROMANCIA. (Renunciamos a describir cómo funciona este arte adivinatorio.)

    TUBERCULOADIPÓFAGO. Para designar a los alemanes, por ejemplo.

    GEÓFILO. Los de «Greenpeace».

    CUATRICICLETA. Para que no se caigan los niños que aprenden a montar.

    ESTULTOCRACIA. ¿Para qué poner ejemplos, verdad?

    NICTATHLÓN. Palabra que define el salir de marcha por la noche y andar mucho.

    CONTRACTOCULOFÍLICO. Que le gusta guiñar el ojo.

    MULTICIDA. Un asesino al que le cunde.

    NULIVALENTE. Esas personas que no sirven para nada.

    ANALEFATO. Todos aquellos que no saben escribir en árabe.

    MARICULTOR. No piensen nada feo. Se trata de una persona dedicada a la crianza de animales marinos con fines comerciales.

    ORTHOTERMOOVOLOGÍA. Vocablo utilísimo que designa al arte de que te salgan bien los huevos fritos.

(QUERIDOS LECTORES: SI QUIEREN PONER AQUÍ SUS PROPIAS ESTOLIDECES, LAS IREMOS PUBLICITANDO, A VER SI HAY SUERTE Y LLEGAN A LA ACADEMIA.)

Modas francesas

Viewing all 4279 articles
Browse latest View live