No me gustan las visitas.
No me gustan las visitas porque rompen mi agradable rutina diaria, consistente en no hacer maldita la cosa a lo largo de todo el día. Pero la visita que recibí el sábado pasado me gustó menos que ninguna otra. Enseguida les contaré el porqué.
Yo estaba solo en casa, porque mi mujer y mis hijos se había ido de paseo y yo odio los paseos; los considero una práctica inútil, ya que al finalizar te encuentras en el mismo lugar de donde has partido. Llamaron a la puerta, yo abrí, confiado, y hete aquí que me encontré con un señor que era yo mismo. O sea, que era igualito a mí físicamente, como un hermano gemelo, cosa que me consta que yo no tengo.
Me pegué un susto de aúpa y, antes de que pudiera reponerme del estupor, aquel individuo —no sé cómo llamarle— me dijo: «¡Buenas!» y se entró hasta el salón con toda familiaridad.
—¡Eh! ¿Adónde va? ¿Quién es usted? —quise saber.
Y, para mi sorpresa, me contestó lo siguiente:
—Me llamo Enrique Gallud Jardiel.
—Eso es imposible —repuse al instante—. Enrique Gallud Jardiel soy yo y sé que no hay nadie más con ese mismo nombre y apellidos.
—Pues te aseguro que soy yo —insistió, terco.
—Le digo que no.
—¡Eres ignorante hasta para eso! Verás: te lo aclararé. Yo soy tu yo sabio.
—Mi yo, ¿qué? —pregunté. No entendía nada de lo que estaba pasando.
—Tu yo sabio —repitió mi sosías, con un deje de impaciencia en la voz—. ¿No has leído a Freud?
—¿Que si he leído a Freud? Sí: algunos libros llenos de cochinadas. ¿Por qué? —repuse.
—¿No conoces la teoría freudiana de la disociación del saber? ¡Claro! ¿Cómo la vas a conocer, si tu cometido vital es ser un grullo?
—¡Eh! ¡Sin insultar, que yo no me he metido con usted! —exclamé, sin mucha convicción, porque me habían interesado sus palabras.
El otro prosiguió, hablándome en la manera en que se les habla a los niños pequeños.
—En su libro El inconsciente y sus artimañas, Freud explica en qué consiste la disociación del saber. El cerebro humano es complejo y precisa poder mandar órdenes primarias a los órganos del cuerpo para respirar, hacer la digestión, excretar, etc. El conocimiento y la sabiduría que adquirimos interfiere con estos procesos y los dificulta.
—No lo comprendo.
—Lo explicaré con un ejemplo —continuó—. Supongamos que hemos comido con placer una salchicha, que está hecha realmente de la combinación de muchas porquerías. Es mejor que nuestro cerebro olvide los ingredientes que sabemos que constituyen la salchicha, al menos mientras la digerimos. De otra manera, el cuerpo se rebelaría y la vomitaríamos de seguro sobre la alfombra persa del salón. ¿Me sigues?
—Ahora sí.
—Pues bien —siguió diciendo mi doble—: por nuestro bien, nuestra personalidad se disocia entre el yo que sabe cosas y el yo bestia, que las ignora casi todas. Son dos facetas opuestas de nuestro ego. Yo, como ya te he dicho, soy el yo sabio.
—¿Y entonces yo?—inquirí.
—Pues ya te lo puedes figurar —fue la respuesta.
Quedé anonadado. Aun aceptando aquella explicación, seguía sin estar claro cómo mi otro yo (el listo, al parecer) se había desdoblado también físicamente y dónde se había comprado la camisa tan bonita que llevaba puesta. Supuse que, en mi ignorancia, no podría comprender nunca aquel misterio y tendría que aceptarlo sin más. Así es que pasé al siguiente punto del enigma.
—Incluso admitiendo lo que me explica —dije (no sé por qué, pero tutearle no me parecía lo más adecuado)—, aún no me ha dicho a qué ha venido ni qué quiere de mí.
—Mis intereses vitales son los tuyos —me explicó—, porque, aunque no me agrade nada la idea, compartimos un mismo cuerpo. Por ello me he personificado temporalmente para advertirte que nos estás perjudicando mucho a ti y a mí con tu vida disipada y tus continuos excesos. Con ellos nos has llevado a ambos al otro extremo de la situación.
—¿Qué quiere decir?
—Que si lo normal es que sea conveniente ignorar algunas cosas para la vida diaria, tú has exagerado muchísimo en eso del ignorar y nos estás haciendo polvo, por lo que te conviene que te informe de algunas cosas que sé.
—¿Cosas que sabes y que yo no sé?
—Cosas que nuestro yo conjunto sabe, pero que no sabe que las sabe. Y que tú, en lo que te toca, desconoces, razón por la que actúas de forma muy nociva para ambos. ¿Te has enterado?
Yo estaba mareado. Tal explicación me resultaba muy compleja.
—Para empezar —dijo—, tenemos el hígado hecho tiras por esos mejunjes transparentes que te bebes todas las tardes.
—¿Te refieres a los gin tonics?
—Sí, unas bebidas que a cada trago nos anulan irreversiblemente las células grises.
—Gracias por la información —repliqué con sarcasmo—. Yo ya sabía que el alcohol no es bueno.
—No lo tendrías tan claro cuando seguías matando todos los días unas células cerebrales que, visto lo que tú aportas a nuestra sociedad conjunta, nos habría venido muy bien conservar sanas e intactas. Además —prosiguió, inexorable—, las patatas fritas de bolsa tampoco son buenas. Y, puesto a contarte cosas que no sabes, te diré que nuestra mujer nos engaña.
—¿¡Qué!?
—Nos engaña. Hazme caso, que soy el sabio y entiendo la psicología humana, los signos y el lenguaje corporal. ¿Crees de veras que se compra toda esa ropa interior con encajes y puntillas para agradarnos a nosotros?
—Pues ahora que lo menciona...
—Debe de ser con el culturista que vive en el piso de arriba, aunque este dato es únicamente una hipótesis de trabajo. No lo tengo comprobado al cien por cien, sólo al noventa, y no lo afirmaré del todo hasta que tenga la total seguridad. Has de saber también, y esto sí me consta, que nuestro hijo es gay.
—¿Gay?
—Sí; y planea en breve irse a vivir con su novio.
—¿Antonito es gay?
—Antoñito, sí. No te hagas el sorprendido: yo lo sé y, en tu fuero interno, también tú lo has sabido siempre. Bueno, lo habrías sabido si no hubieras cerrado deliberadamente los ojos a la realidad que tenías ante ti. Pero no te preocupes ni seas tan antiguo: ser gay es una opción de vida tan buena y aceptable como cualquier otra, siempre y cuando no tengas un padre imbécil —me espetó, mirándome a los ojos con intensidad—. Peor es lo de nuestra hija —continuó, implacable.
—¿Nuestra hija?
—No te digo cómo la llaman en el instituto, en aras del buen gusto. Pero te aseguro que absolutamente todos sus compañeros, los que le han puesto el mote, la conocen muy, pero que muy bien. Hasta límites insospechados, diría yo —añadió, tras una pausa.
La angustia no me dejaba ni hablar. Ni por un instante se me ocurrió poner en tela de juicio sus afirmaciones. Su tono y convicción eran los de alguien que constata una indudable verdad.
—Te diré también que Hacienda sabe de nuestros trapicheos y que, con toda probabilidad, iremos a la cárcel en cuanto acaben de investigarnos, que será, yo calculo, dentro de cuatro o cinco meses.
Puesto a hacer revelaciones, parecía que había cogido carrerilla y ya no podía parar.
—Otra cosa —añadió—: ya para cuando estemos en la cárcel, nos diagnosticarán un cáncer de colon, que irá rápido.
—¿Pero cómo es posible? —logré exclamar al fin—. ¿Qué me dice? ¿Conoce también el futuro?
—No es difícil saber algunas cosas que nos van a pasar, puesto que esa información está codificada en nuestros genes. Pero no tenemos que irnos al futuro, que es algo aún lejano. Hay cosas del presente que también debes saber. Este piso que nos hemos comprado tiene daños estructurales. El coche...
—¡No me cuente más! —grité, resuelto a no escuchar nada. Comprendí de inmediato que la felicidad estaba en la ignorancia, ya que el conocimiento que proporcionaban aquellas revelaciones ponía un nudo en mi garganta.
—Tu cuñado...
—¡¡Que no me cuentes nada!!
—Has de saber que...
Me dirigí, raudo, al escritorio y cogí instintivamente un abrecartas con forma de espada toledana. El otro Gallud Jardiel, al verme las intenciones, exclamó:
—¡No, estúpido! ¡No lo hagas!
Pero yo ya estaba fuera de mí y, abalanzándome sobre mi yo sabio, le hundí el abrecartas hasta la empuñadura en el corazón, mientras le decía:
—¿A que esto no lo sabías, eh?
Allí debió de acabar todo, porque, aparte de un repentino dolor en el pecho, no recuerdo nada más.