Aunque parezca una falta
de respeto tremebunda,
hemos de incluir aquí
una biografía del Buddha,
un filosofo bastante
famoso que vivió una
vida curiosa en verdad,
que está contada en un sutra
escrito en pali o en sánscrito
y sin levantar la pluma
del papel, cosa de mérito
y difícil, aunque estúpida.
Lo que se sabe del hombre
es poca cosa o ninguna:
sólo hay leyendas pensadas
con fantasía mayúscula;
muy bonitas, aunque feas;
muy lógicas, aunque absurdas;
realistas, aunque falaces;
refinadas, aunque burdas;
coherentes, contradictorias
y tan liosas, en suma,
que no hay por dónde cogerlas
y que nos suenan a chunga.
Este príncipe nació
muy cerca del Brahmaputra,
que es un río lleno de agua
que pasa por Cataluña
(este dato no está bien:
tendré que hacer más consultas
y mirar la Wikipedia
por si me sirve de ayuda).
Desde niño fue empollón:
destacaba en las tertulias
de los sabios de su reino,
se le daba bien la música
y se aprendió de memoria
los Vedas, las escrituras
y la Residencia en la
tierra, de Pablo Neruda.
Hablaba inglés sin acento,
sabía bailar la rumba,
hacer pollo al chilindrón
y recurrir una multa.
Cuando el príncipe creció,
le desposaron con una
princesa de por allí,
que tenía una fortuna
(lo cual no está nada mal
y es una cosa segura,
que la juventud se pasa
y, en cambio, las joyas duran).
Su padre, el rey, no quería
que alternara con la chusma
y le retuvo en palacio,
con una o con otra excusa.
Y cuando, por fin, salió
a correrse una aventura
vio a un viejo, a un enfermo, a un muerto
—lo que no había visto nunca—
y aprendió que todo el mundo
está lleno de basura;
que si acaricias a un perro,
luego te pican las pulgas;
que muchas rubias se tiñen
y otras se ponen peluca;
que puedes coger catarros
si te mojas con la lluvia;
que, si aparcas mal el coche,
se te lo lleva la grúa,
y que acabas con diabetes
como abuses del azúcar.
Vio que el mundo era el infierno
y la Humanidad, gentuza,
y decidió hacerse asceta,
irse a vivir a la jungla,
y alimentarse tan sólo
con ensaladilla rusa.
Dicho y hecho: cogió entonces
lo que guardaba en la hucha,
se preparó un bocadillo,
metió en un bolso dos mudas
y se lanzó a los caminos,
después de darse una ducha,
sin despedirse de nadie,
para ahorrarse una trifulca.
Recorrió toda la India,
aunque a paso de tortuga,
sin agobios, pues realmente
no tenía prisa ninguna;
pero jamás regresó
a su reino, por alguna
razón que no se ha sabido
hasta hace poco. Resulta
que se ha encontrado una carta
de veracidad segura
en que el Buddha le escribía
a una amiga íntima suya
que si abandonó su reino
y se marchó a la otra punta
del país fue por librarse
de una situación muy chunga;
porque es que estaba hasta la
coronilla de la bruja
de su mujer, que parece
que era muy fea y muy bruta.
Era estrábica perdida,
dientinegra y cejijunta,
con más granos que un risotto,
con abundantes verrugas;
en cuanto al cuerpo, era obesa,
fofa, maloliente, hombruna,
patizamba y pechiausente:
era la fiera corrupia.
Y, por si esto fuera poco,
por desgracia, no era muda
y hablaba como cotorra,
tenía un carácter de furia,
era celosa y cansina,
marimandona y muy burra;
era más mala que un cólico
nefrítico, más obtusa
que un ángulo de doscientos,
más cruel que una denuncia,
más tonta que el Gran Hermano,
más molesta que un reúma,
más basta que el heavy metal
y más terca que una mula.
Si a estas cosas le añadimos
que era chillona y muy sucia
a nadie le extrañará
que se iluminara el Buddha,
que era algo mucho mejor
que estar con su esposa a oscuras.