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El Faraón en la ruina
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Adivina quién viene esta noche
Stanley Kramer, 1967
Aquí cuento una película
famosa de Stanley Kramer:
la que se llama Adivina
quien viene esta noche. Salen
la Hepburn, Sydney «Poatier»
y también Spencer «Tracey»
o «Treisy» o como se diga.
¡Vaya un título intrigante!
La tesis que el film pretende
transmitir al respetable
es que, aunque pretendan serlo,
ya no quedan liberales;
porque cuando llega un día
la hija a casa de sus padres
a presentarles a un novio
del color del azabache,
quedan ambos boquiabiertos,
se les congela la sangre,
sienten dolor en el píloro
y frío en los genitales,
y se arrepienten de haber
educado en ideales
no racistas a su hija.
Pero ¿qué han de hacer? Ya es tarde
para arrepentirse de ello
por más que les desagrade.
Aún les queda una esperanza:
si el negro fuera un pillastre,
un inculto, una hez social,
pues podrían descartarle
en ese castingde yernos.
Pero el recurso no vale,
porque resulta que el negro
ha sido en siete hospitales
un médico muy famoso
y de los más importantes,
y gana todos los meses
muchos miles de «doláres».
Además, tiene cien títulos:
licenciaturas y másteres
que le acreditan de hombre
muy capaz y muy yernable.
Spencer Tracy se encuentra
atascado en un impasse:
por un lado el negro es O.K.,
es educado y amable,
es guapo, sus dientes son
un anuncio de «Colgate»;
además, Tracy presume
de respaldar todo avance
social y de ser muy «progre»
todos los lunes y martes.
Pero, por el otro lado,
sus instintos despreciables
le hacen preferir la horchata
a un tazón de chocolate
y no quiere tener nietos
parecidos a su padre,
porque una cosa es ser «progre»
y otra cosa es que se encame
tu hija con un negro de ésos
tan famosos por sus partes.
Va pasando la película
sin que el argumento avance.
Llegan los padres de él,
cenan, se les hace tarde,
urge decidir si dan
venia para que se casen...
Si esto fuera de verdad
Tracy le largaba un cate
al negrito y le ponía
de patitas en la calle.
Pero como es una «peli»
hecha en Hollywood (Los Ángeles)
el final feliz es un
requisito indispensable.
Así es que, al final del film,
Tracy se pone tratable
y les da su bendición.
Se dirán: ¿por qué lo hace?
¿Por qué cambia de opinión?
El guionista no lo sabe.
Lo hace y ya está. El film acaba
a punto del mestizaje:
la rubita está contenta,
el negrito se relame.
Serán felices y co-
merán perdices y hojaldres.
Moraleja: el alma humana
es un abismo insondable
y en entender sus misterios
Freud fue sólo un principiante.
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La ridícula historia universal
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¡Te has caído, María Estuardo!
Dramón romántico en dos actos, el segundo muy cortito
ANTECEDENTES (IMPORTANTÍSIMOS, PORQUE SIN ELLOS NO TE ENTERAS DE LA INTRÍNGULIS DE LA HISTORIA).—María Estuardo, reina de Escocia, tuvo sus más y sus menos con sus barones, que eran muy levantiscos (por no llamarles una cosa más fea) y se vio obligada a salir de su reino por patas (porque huyó a caballo). Pidió asilo en Inglaterra, donde reinaba su prima, Isabel I, que enseguida la mandó encarcelar y la tuvo en prisión durante años. La Estuardo se decidió a conspirar contra la vida de Isabel (ya que podía heredar su trono) y a hacer ganchillo.
Acto primero
(Un claro en un bosque, donde parece que hace bastante frío. Además,, como la acción sucede en Inglaterra, llueve lógicamente. No mucho, pero llueve. Llegan la reina Isabel y el conde de Leicester, montados a caballo. En esta escena los caballos no hablan. Los ex jinetes (les llamamos así porque ya se han apeado de sus monturas) sí lo hacen y los vamos a escuchar ahora mismo.)
(¡Ah! En la acotación anterior se nos ha olvidado mencionar que Isabel es fea como ella sola. Es flacucha. Su rostro recuerda la mojama. Tiene chepa, quizá para compensar que no tiene pechos. Su pelo es estropajoso; sus ojos recuerdan el carbón, no por lo negro, sino por estar metidos en sus cuencas, como una mina; su nariz es ganchuda; sus torcidos dientes parecen estar enfadados unos con otros y darse la espalda; su mentón es más prominente que el Arzobispo de Canterbury. Las verrugas y el bigote no nos molestamos en describirlos porque el lector ya se los habrá imaginado.)
Isabel.—(Mirando en derredor.)¿Qué es esto, Leicester? ¿Qué bosque es este? ¿A qué lugar me habéis traído para nuestro cotidiano paseo a caballo?
Leicester.—Sé que os enfadaréis, majestad, pero era necesario. Estáis en los alrededores del castillo de Fotheringhay.
Isabel.—(Indignada.)¡Cómo! ¿Me habéis conducido con engaños al lugar donde está encerrada María Estuardo, la conspiradora papista, ese monstruo de lascivia que mató a su esposo y ahora quiere asesinarme a mí y hacerse con mi trono? ¡Deberíais avergonzaros, conde! Os aprovecháis porque sabéis que en el fondo y debajo de toda mi pompa y ornamento soy solo una débil mujer que os ama.
Leicester.—Majestad, confieso mi treta. Pero os aseguro que María es casi del todo inocente de esas acusaciones que le hacéis. Si alguna vez intentó mataros fue solo un poquito y lo hizo por estar mal aconsejada. Ahora la prisión la ha hecho comprender su error y solo desea llegar a vuestra presencia para poder pediros perdón y misericordia.
Isabel.—¿Habéis planeado una entrevista entre ambas?
Leicester.—Sí, que querido facilitar una entreambas, digo, una entrevista, para que os miréis a los ojos y vuestros recelos se disipen. María está avisada y pronto la traerá aquí su carcelero. Y tengo una súplica que haceros: perdonadla. Dad fin a esta injusticia de tener en prisión a una reina ungida. Liberadla, dejadla ir y demostrad que vuestro pecho es el más generoso que jamás vieron los siglos.
Isabel.—Mucho habláis en su favor. ¿No os habrá seducido a vos también, como ha hecho con tantos y tantos de sus partidarios, que gustosamente irían a la muerte por defender su innoble causa?
Leicester.—¿A mí? ¿Cómo podéis pensar eso? Yo solo a vos amo, os consta. Y jamás he estado aquí ni visitado a María en su prisión.
Isabel.—Bien. Por el amor que os tengo, accedo. La perdonaré y dejaré en libertad.
Leicester.—Será una gran acción. Pero María es de temperamento fuerte e impulsivo. Prometedme que no os ofenderéis, os diga lo que os diga.
Isabel.—Pero...
Leicester.—Hacedlo por mí.
Isabel.—Lo prometo. He dicho que la perdonaré y cumpliré mi regia palabra. ¡Todo por amor a vos!
Leicester.—(Besándole la mano.) ¡Oh, mi señora!
Isabel.—Nunca nos habíamos encontrado antes cara a cara. Pero ahora olvidaré sus ofensas y la trataré con afecto, como primas que somos. (Tras una pausa.) Decidme una cosa, Leicester...
Leicester.—¿Sí, majestad?
Isabel.—Vos la visteis en cierta ocasión, años ha, cuando os envié a Edimburgo con un mensaje para ella. ¿Es hermosa?
Leicester.—(Quitándole importancia.) ¡Oh, nunca me he fijado en eso! Ved: aquí llega.
(Por un lateral sale María Estuardo, seguida por un tipo gordo y basto, Burleigh. María no es que sea guapa, es que está para parar un tren. Esta buena, buena, buena. Todo lo que se diga es poco.)
Burleigh.—(A María.)María, arrodillaos; os halláis en presencia de la reina.
María.—(Aparte, refiriéndose a Isabel.)¡Es un coco!
Isabel.—(Aparte, refiriéndose a María.)¡Mecachis en el Canal de la Mancha! ¡Sí que es bella! (A Leicester.)¿Decíais que no os habíais fijado en ella? ¿Cómo es eso posible? (Mientras Isabel dice esto, María le guiña a escondidas un ojo a Leicester.)
Leicester.—(Sin saber qué responder y procurando que la reina no vea el guiño de María.) Yo... Esto...
Burleigh.— (Aparte, a Leicester.)¡Señor conde! ¡Qué alegría veros de nuevo por aquí!
Leicester.—(Aparte, a Burleigh.)¡Calla, imbécil!
María.—(Arrojándose a los pies de Isabel.)¡Querida hermana! ¿Puedo llamaros así? Dadme vuestra mano a besar.
Isabel.—(Tendiéndosela.)Tomad. Besad todo lo que os apetezca. (María lo hace.) María: por consejo de gentes a las que mucho aprecio y que me son muy allegadas, he decidido ser clemente con vos. Mi corazón se inclina a la piedad y voy a poner fin a vuestro cautiverio.
María.—Sois muy buena.
Isabel.—Olvidaré lo de Babbington.
María.—¿Babbington?
Isabel.—Sí, el asunto de Babbington.
María.—(Como haciendo memoria.)¿Babbington... Babbington...? No recuerdo a ningún Babbington.
Isabel.—Tenéis mala memoria, prima. Pues el tal Babbington intentó asesinarme en vuestro nombre. Me atacó con un puñal al tiempo que gritaba claramente: «¡María Estuardo me envió a mataros, zorra protestante!»
María.—¡Ah! Ya caigo. «Ese» Babbington.
Isabel.—Confesó en el potro que le sedujisteis para que apoyara vuestra causa, no lo neguéis.
María.—No, si no lo niego; simplemente es que no me acordaba de cómo fue la cosa en concreto.
Isabel.—Habéis seducido a demasiados hombres para procuraros la libertad. Pero solo yo puedo dárosla y estoy firmemente decidida a hacerlo.
María.—Y yo agradezco vuestra magnanimidad.
Isabel.—Pero habréis de prometer, claro está, que renunciaréis a vuestras pretensiones al trono de Inglaterra.
María.—(Digna.)Bueno, bueno... Eso habría que hablarlo con más calma.
Isabel.—¡¿Qué?!
María.—(Poniéndose farruca.) Que vuestro trono me corresponde ocuparlo a mí, por derecho natural. Vos sois solo una usurpadora.
Isabel.—Me hiere mucho eso que decís, María. Pero ya os he dicho que estoy dispuesta a perdonaros y a no ofenderme por vuestra palabras, porque sé que la pasión os ciega.
Leicester.—Muy bien hecho, majestad. Sois un ejemplo de regia clemencia.
María.—(Mostrándose aún más chula.) De hecho, Inglaterra tendría que volver a ser católica y vuestra falsa fe reformada debería extinguirse y desaparecer.
Isabel.—Os disculpo de nuevo, pues prometí al conde de Leicester ser compasiva con vos.
María.—(Fuera de control.) Además, sois una mala reina, fría, distante, alejada de su pueblo y sin ningún interés por el bienestar de vuestros supuestos súbditos.
Isabel.—Os perdono también esas palabras, porque sé que provienen del ofuscamiento.
María.—(Que ya no puede parar.) Y como ser humano sois cruel y abominable, pues me habéis tenido encerrada sin haberos yo ofendido en nada.
Isabel.—No me tomaré a mal vuestras palabras, pues imagino que el dolor de la prisión habla por vuestra boca.
María.—(Más envalentonada aún, al ver que la otra no reacciona.)Y sois tan fea que contemplar vuestro rostro hace daño a los ojos.
(Se produce un silencio terrible que no se puede describir con palabras, por lo que ni lo intentamos. Isabel se da media vuelta y se larga de allí. Leicester va tras ella.)
Leicester.—¡Isabel! ¡Majestad! ¡Deteneos!
Burleigh.—(Pronunciando las palabras fatídicas que dan título a este drama.)¡Te has caído, María Estuardo!
TELÓN
Acto segundo
(Un patíbulo lleno de mirones. Traen a Maríay le cortan limpiamente la cabeza, hecho lo cual todos se van a su casa sin decir ni una sola palabra.)
TELÓN
¿Ven como el segundo acto era muy cortito?
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Ficción al desnudo
Poco y erróneo se ha dicho sobre la inmensa galería de personajes que pueblan esa cosa imprecisa que es la literatura universal. Se impone un destripamiento objetivo de toda la galería de personajes literarios, aunque empezaremos por unos pocos, para no cansarnos
Raskolnikov, de Crimen y castigofue un cobardica, que se entregó por miedo a que le cogieran. Mató a hachazos a la anciana usurera (¡Hala! ¡Bruto!) y luego hizo todo lo posible para que le apresaran. Como la policía rusa era mala, tardaron quinientas páginas en hacerlo.
D’Artagnan era tan tímido que se sumó a los tres mosqueteros y les siguieron llamando «los tres mosqueteros».
A Cyrano de Bergerac le olía el aliento, pero nadie se enteró nunca.
Phileas Fogg acabó divorciado de su mujer, la bella princesa india, porque ella tampoco le calentaba a la debida temperatura el agua para el afeitado.
Dante bajó a los infiernos porque la Italia de su época olía tan mal que no se podía aguantar.
Lady Godiva se paseó desnuda para ahorrarles los impuestos a unos cuantos campesinos por no sé qué estúpida apuesta, se constipó y murió de una pulmonía.
Gog era un millonario excéntrico que daba dinero a muchos que se lo pedían, demostrando así que era un personaje de ficción.
Ifigenia estuvo en Táuride, efectivamente, pero nadie sabe qué fue a hacer allí, porque, para enterarse, hay que haberse leído la tragedia de Eurípides, cosa que nadie ha hecho.
El rey Arturo se aburría mucho. Decidió buscar el santo Grial, a falta de otra cosa mejor en qué entretenerse.
A la buena de Ana Karenina lo que le iba era el masoquismo y se desnudaba para cometer adulterio porque nevaba y hacía un frío que te producía sabañones en las narices. Si el clima hubiera sido bueno, no se habría desnudado nunca.
Sancho Panza era enormemente cretino. Porque don Quijote hacía de caballero andante porque estaba loco. Pero Panza no estaba loco y también se marchó con él, así es que díganme qué otra explicación le encuentran.
El coronel Aureliano Buendía hizo la revolución para que los conservadores no le pintasen la casa de azul.
Al doctor Fausto le fue tan bien en su pacto con el diablo, pese a todo lo que se diga, que Goethe tardó nada menos que sesenta años en conseguir encontrarle un final trágico a la historia y poder acabar de escribirla.
La estatua de Don Gonzalo de Ulloa, comendador de Calatrava, se empeñó en que don Juan le invitara a cenar, a sabiendas de que no iba a poder probar bocado y se tendría que tirar toda la cena a la basura. A eso se le llama desperdiciar los recursos del planeta.
A Godot le robaban frecuentemente el reloj y por eso llegaba siempre tarde a todas partes o no llegaba en absoluto.
Helena de Troya tenía una belleza legendaria. Pero en aquello época sin Internet, las comunicaciones eran un tanto pigres y nadie conseguía fama de poseer belleza legendaria de un día para otro. De donde se deduce que desde que Helena fuera bella hasta el momento en que Paris se enteró de que era bella y la raptó tuvieron que pasar unos cuantos años, por lo que en el momento del rapto ella estaba ya un tanto pasadita. Afortunadamente Paris era miope.
El Zorro se hacía llamar antes «El Coyote», pero tuvo que cambiar de nombre, porque no conseguía hacer el trazo de la «ce» con la punta de la espada.
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Jardiel visto con lupa
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Casas de ficción
IMAGINARIAS CASAS DE FICCIÓN QUE, ADEMÁS, SON DE MENTIRA
La casa de muñecas
Se trata de la finca donde reside la cursi de Nora Helmer, protagonista de la sobrevaloradísima obra teatral Casa de muñecas, del noruego Henrik Ibsen, padre del drama realista moderno y ganador del Concurso de Patillas Largas de Oslo durante cuatro años consecutivos (1887-1890).
Nora es una pequeña burguesa a quien su amante esposo, Torvald, preserva caballerosamente de todo problema exterior, mediante el sencillo procedimiento de no dejarla salir de casa jamás. Ésta se halla decorada con papel pintado con florecitas (la casa, no Nora). Para que el lector se haga una idea, diremos que aquel hogar no tenía uno, sino tres cuartos de la plancha.
Nora quita el polvo a los muebles con fruición durante los tres actos y, ¡claro!, al final pasa lo que tenía que pasar: que se harta de aquel hogar tan burgués y de usar siempre el mismo perchero.
Cuando Torvald le propone tapizar de nuevo las butacas de la salita, a Nora se le abren los ojos y se da cuenta de que su vida matrimonial no ha sido sino una farsa, pésimamente interpretada, por lo que abandona el hogar conyugal dando un portazo simbólico que, pese a ser simbólico, hace una grieta de metro y medio en la cristalera del pasillo.
Desde su estreno en 1879 (al que nosotros no pudimos asistir porque ese día estábamos en la cama con gripe), la obra se convirtió en símbolo de la rebeldía de la mujer ante el dominio masculino, por lo cual fue motivo de escándalo; muchos comentaristas aseguraron que Ibsen era de la acera de enfrente, pues de otra manera no habría podido entender tan profundamente la psiquede la mujer.
La ‘casa de muñecas’ representa desde entonces el lugar del que hay que salir pitando si se quiere ser mínimamente feminista.
La cabaña del tío Tom
Ésta es una pequeña choza de paja donde habita el tío Tom, aunque en la novela sus sobrinos no aparecen por ninguna parte. Tom (diminutivo de ‘Thomas’, por si alguien no lo había adivinado) es un esclavo negro que da título al libro de la autora abolicionista estadounidense y bizca Harriet Beecher Stowe.
En la cabaña que habita Tom con su familia, sita —por una de esas casualidades de la vida— en el estado de Kentucky, se celebraban reuniones de carácter religioso a las que acuden otros esclavos para cantar himnos, ya que ninguno tiene dinero para ir al cine. Pero allí es donde tiene lugar una serie de injusticias tremebundas, entre la que destaca la venta de Tom a varios amos, con sus consiguientes y obligadas descripciones del continuado maltrato físico, que es lo que le da un poco de vidilla a la insulsa y plúmbea narración.
La novela, aparecida por sorpresa en 1852 sin que nadie se la esperara, no tiene especial calidad, lo que no es sino una manera elegante de decir que es malísima. Pese a ello, en su época se tiraron cientos de miles de ejemplares, aunque no se sabe muy bien dónde se tiraron, porque no han aparecido. No la leía nadie, sino que se compraba para regalar el Día de Acción de Gracias, lo que quedaba muy chic. Así es que casi nadie supo nunca cómo era la dichosa cabaña, porque no conocían la descripción.
La publicación de esta obra suscitó numerosos ataques por parte de los esclavistas y la aparición de un subgénero de novelas llamadas «anti-Tom», en las que se intentaba justificar el predominio racial de los blancos, alegando que los negros siempre hacían trampas cuando jugaban al parchís. Otro argumento que esos libros esgrimían cual florete consistía en asegurar que la cabaña era un lugar estupendo, que Tom vivía muy bien, a fin de cuentas, y que lo que pasaba es que era un quejica.
Baskerville, el hogar del sabueso
Como Sir Arthur Conan Doyle se pasó todo el año de 1901 sin que se le ocurriera nada que escribir (eso nos pasa mucho a los que nos dedicamos a este ingrato oficio), se cogió unas largas vacaciones para inspirarse y estuvo muchos días de gorrón, a mesa y mantel, en casa de un amigo suyo que vivía en una finca llamada Hayford Hall, en la localidad de Buckfastleigh, que suena a nombre de chunga pero que parece ser que existe en realidad.
Allí oyó por primera vez una leyenda del siglo xvii en la que un perro demoníaco le pegaba tal bocado a Sir Hugo Baskerville que lo dejaba seco. Doyle usó este argumento para su libro El sabueso de los Baskerville, en el que un asesino muy imaginativo pintaba a un perro de purpurina desde el morro al rabo para que asustase a los intrusos y los matase, si se hacía imprescindible.
En realidad, todo lo anteriormente dicho sobraba, pues de lo que se trata aquí es de describir la casa en la que vivía el dichoso can, bien que oculto para que el famoso y chupado detective y su bigotudo ayudante no sospecharan dónde se escondía la fiera corrupia que traía de cabeza a toda la comarca.
La casa era una típica finca de recreo inglesa, con su hiedra de rigor, y estaba emplazada en medio de un páramo (porque allí el terreno era más barato cuando se construyó). Además, la mansión tenía su propia niebla, que conservaba para seguir siendo misteriosa aun cuando luciese el sol en las fincas adyacentes. El sherlockholmiano escritor se inspiró en Brook Manor, otra musgosa casa de campo de aquellos andurriales, que tenía muchos cuartos de baño, aunque sin puertas que permitieran entrar en ellos, porque el arquitecto que la construyó era irlandés y quiso hacerles una jugarreta a los malditos ingleses que se la encargaron.
Creemos recordar que hemos dicho que todo esto sucedió en Buckfastleigh, pero la localidad de Clyro, que es muy desconocida —no está claro dónde está Clyro (¡ag!, ¡qué chiste más malo!),— reclama para sí el dudoso honor de haber sido la inspiración de la historia y la fidedigna patria chica del perro pintado. Para demostrarlo, tiene incluso un museo municipal donde se conservan embalsamados algunos cachos de carne de nalga, muslo y pantorrilla, que el monstruo supuestamente arrancó a mordiscos a algunos de los lugareños que se perdían con frecuencia por el páramo. (Los forasteros nunca se perdían, porque llevaban mapas; pero a los de allí les perdía el exceso de confianza).
La finca que se describe en la novela es gótica, muy gótica; vaya: es más gótica que Quasimodo, el jorobado de Notre-Dame. Doyle la trasladó a su gusto y la colocó en Devonshire, adónde los trenes llegan con más frecuencia. Años más tarde, los estudiosos de la obra del insigne cuentista inglés descubrieron que el Devonshire Shopkeepers Guild (el Gremio de Tenderos de Devonshire) le había pagado una fuerte cantidad de libras de lo más esterlinas al autor para que ambientara su novela en aquella localidad, porque los comerciantes sabían que si ésta se popularizaba, no faltarían manadas de turistas cretinos que viajarían hasta allí para ver el lugar donde sucedió la acción[1].
La casita de chocolate
Entre las casas de ficción que aparecen en los cuatro o cinco únicos libros que hemos leído en toda nuestra vida, aquella a la que van a parar Hansel y Gretel es nuestra preferida, probablemente porque somos muy golosos.
Según narra el cuento folclórico alemán que los sinvergüenzas de los hermanos Grimm se apropiaron e hicieron pasar como suyo con toda desfachatez, un buen leñador abandona a sus hijos en el bosque para que se los coman los lobos y no tener que alimentarles él, con el consiguiente ahorro doméstico. Los lobos se muestran más compasivos que el buen leñador y deciden no morder a los niños y dejarlos en paz.
Entonces los infantes se tropiezan con la casa de una bruja diabética, que no puede comer dulces y que decide aprovechar la carne tierna que el azar le brinda. Antes de cocinarlos, decide cebarlos, porque los pobres están famélicos y no le van a dar ni para un tentempié. Pero los candorosos niños consiguen escapar, no sin antes encerrar a la bruja en el horno y quemarla inmisericordemente.
Hansel y Gretel roban todas las joyas y el oro que encuentran en la casa y, como son tontos de remate, regresan a la de su padre, quien les recibe con mucho cariño al ver los tesoros que traen. Acto seguido, les despoja de las riquezas y les da un cacho de pan duro, para que se repongan de sus aventuras[2].
Esta leyenda medieval nos enseña dos cosas: a) que en Europa, en épocas de escasez, el infanticidio estaba bien visto y formaba parte de la cotidianeidad más diaria y la frecuencia más habitual; y b) que las brujas harían mejor en comerse a los niños mientras tuvieran ocasión en lugar de esperar, porque nunca se sabe qué giros puede tomar el destino y cómo va a acabar la cosa.
La casa —que es a lo que íbamos— no era originariamente de chocolate. Era de pan. Pero la gente es muy dada a exagerar y se empezó a contar una versión distinta del cuento en la que se decía que estaba hecha de jengibre. Finalmente, la exageración triunfó en toda regla y se afirmó que los techos eran de chocolate, las paredes de mazapán, el suelo de caña de azúcar, las ventanas de caramelo, las puertas de turrón, la valla de confites variados, la grifería de regaliz, la bañera de guirlache, etc. Gretel y Hansel (las damas primero: hay que ser caballeroso) se la comen a bocados, ¡claro!, pero hay que disculparles. ¿Podrían jurar ustedes sobre la Biblia o sobre cualquier novela que les gustase mucho que, en su situación, no habrían hecho otro tanto?
[1]No se rían ustedes de ello. La estupidez de visitar lugares donde tuvo lugar algo que no tuvo lugar, porque era ficción, no es privativa de los ingleses. En Segovia tenemos el Huerto de Melibea, de La Celestina, y los visitantes que acuden allí indican a sus acompañantes: «¡Mira! Subido a esta tapia fue como Calisto vio a su amada por primera vez. ¡Qué romántico!».
[2]Viendo el comportamiento de absolutamente todos los personajes del cuento, ahora nos alegramos de no haber ido nunca a Alemania.
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El Ramayana
Relataré en este verso
la historia del Ramayana,
una epopeya muy gorda
escrita en hojas de palma,
tan famosa allá en su tierra
como en Europa la Ilíada,
que se debe conocer
para presumir de vasta
cultura, por más que el libro
tiene tal montón de páginas
que, al verlas, flaquean las fuerzas
y se te quitan las ganas.
Pues el asunto comienza
con que el buen rey Dasharatha
—hijo de otro rey famoso
que no sé cómo se llama,
nieto de quien no recuerdo
y bisnieto de un monarca
muy conocido en su época,
cuyo nombre se me escapa—
se marcha al monte a cazar
montado en una caballa
(ustedes perdonarán
esta incoherente palabra,
pero ‘caballo’ no rima
y me chafa la asonancia.)
Como fuere; pues cree ver
un ciervo en la lontananza
y le dispara flechazos
hasta que estira la pata.
Pero resulta que el ciervo
aquel no es ciervo ni nada,
—pues Dasharatha es miope
y no ve bien lo que caza—:
es un muchacho que vive
en una astrosa cabaña
con sus padres, que son viejos
y están hechos una lástima.
Los ancianos le maldicen:
«¡Malvado! ¡Feo! ¡Canalla!
¡Te maldecimos con que
sufras herpes y almorranas
y pierdas también a un hijo
en trágicas circunstancias!»
El rey se asusta al principio,
pero luego dice: «¡Anda!
Yo no tengo ningún hijo.
La maldición no me espanta.»
Y se vuelve a su palacio
antes que le den las tantas.
¿Y la maldición, dirán
ustedes? ¿Se cumple? ¿Pasa
lo que se ha apuntado? Pues,
de momento, se retrasa.
En rey, en cuestión, se muere
tras unos años, encarna
de nuevo y la maldición
en otra vida le aguarda,
porque Dasharatha —el pobre—
diversas veces se casa
y la que es segunda esposa
—una arpía muy malvada—
para que herede su hijo
obliga al rey a que le haga
la pirula al primogénito,
le desherede a mansalva
y, no contenta con esto,
envíe al destierro a Rama,
(que el primer hijo del rey
es así como se llama),
junto con su esposa, Sita,
y su hermanastro, Lakshmana.
Rama, obediente a su padre,
no duda en irse a hacer gárgaras;
coge a su esposa y a su
hermano, que no hace nada
de provecho, y se destierra
una larga temporada,
mientras que en el reino el pueblo
llora tal montón de lágrimas
que rebosan los pantanos
y baja el precio del agua
mineral. Y, mientras tanto,
los exiliados se instalan
en una selva muy cuca,
toda llena de lianas,
de arbustos y, ¿por qué no
decirlo aquí?, de alimañas.
Allí pasan varios años
los tres, jugando a la taba,
hasta que un día de agosto
se lía todo, verbigratia:
llega a la selva un diablo
con diez cabezas contadas
—de todas a cuál más fea—
al que le dicen Ravana.
Se encuentra con la princesa
y le gusta la chavala
(por sus curvas muy bien puestas)
y quiere beneficiársela.
Ni corto ni perezoso,
coge Ravana y se planta
ante ella. Al ver sus bigotes,
la muchacha se desmaya.
Ese era el plan del demonio
quien, velozmente, la rapta
y la lleva por los aires
hasta su reino de Lanka
(llamada también Ceilán
por una burla geográfica),
agarrándola del moño
para que no se le caiga.
Vuelven esposo y cuñado
y pronto la echan en falta
al ver, para su disgusto,
que se han quemado las gachas
que estaban puestas al fuego,
lo cual resulta una lástima.
Se preguntan sobre el pa-
radero de la muchacha:
«¿Qué le puede haber pasado?»
«¿Habrá ido a hacer la colada?»
«¿Dónde estará mi princesa?»
«¿Quién cocinará mañana?»
Tras un rato de suspense
y conjeturas, un águila
llega allí y cuenta que ha visto
al demonio secuestrarla,
dejándola K.O. de un golpe
y llevándola en volandas
rumbo a esa isla que antes
ha quedado mencionada,
por lo que decir su nombre
no hace ya ninguna falta.
Resumimos, que, si no,
este verso no se acaba:
al ver que la han secuestrado,
al marido le da rabia.
Parten los dos al rescate,
cruzan la India en seis etapas,
llegan al mar que hay abajo,
se dan un baño en la playa
y solo entonces se fijan
en que carecen de barca
para cruzar a la isla,
que no dominan la braza
y menos, la mariposa.
No importa. No pasa nada,
pues si algo caracteriza
a estas leyendas indianas
es que en tales situaciones
siempre pasan cosas mágicas.
Un ejército de monos
decide ayudar a Rama.
Echan piedras en el mar
que flotan sobre las aguas
y así, pegando saltitos,
llegan todos hasta Lanka.
No quieran saber ustedes
el follón que allí se arma.
El príncipe reta al malo
a una igualada batalla
(porque si Rama está fuerte
porque consume espinacas,
Ravana, por no ser menos,
va al gimnasio y está cachas).
Durante un mes, los rivales
se sacuden a mansalva
y, como suele pasar
que el criminal nunca gana,
al final de la contienda
saca Rama de su aljaba
una flecha poderosa
—que hacía tiempo que guardaba
para un momento especial—
y la dispara a la napia
del demonio que, alcanzado,
se pega una costalada,
y agoniza un cuarto de hora
antes de estirar la pata.
Aquí se acaba la historia
de Sita, esposa y cuñada,
quien, por estar de buen ver,
metió a su esposo en jarana
y le hizo cruzarse toda
la India de una sentada.
Les he evitado que tengan
que leer cosa tan larga,
por lo que espero, señores,
que, al menos, me den las gracias.
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Mi segunda autobiografía
OTRO LIBRO JOCOSO (e-book y papel)
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Vida escueta y sucinta de Colón
UNA COMEDIA CÓMICA, EN VERSO
CON UN MONTÓN DE AVENTURAS REALES E INVENTADAS.
¡PARA REÍR SIN PARAR!
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Cómo escribir epitafios sin conocer al muerto
Mi invento del epitafio polivalente me va a acarrear fama imperecedera, porque ser escritor de epitafios es una profesión con muy poca competencia. A todo el mundo le gusta un bonito verso sobre las lápidas bajo las que descansan de ellos sus seres queridos.
El sistema que yo empleo y que les aconsejo, queridos lectores, consiste en el empleo de un verso standard, con variaciones substituibles, según la idiosincrasia del finado. Véase:
¡Oh, Muerte,
que con tu guadaña fuerte
al hombre dejas inerte!
¡Oh, Parca,
que al mendigo y al monarca
les haces cruzar la charca!
Ignacio
hacia el celestial palacio
se nos marchó muy despacio.Por eso,
en un doloroso acceso,
hago este verso ex-profeso.
Ésta es la matriz. Ahora, para distintos clientes, sólo hay que sustituir los versos en negrilla, por el adecuado al nombre del muerto. Se pueden hacer alusiones al carácter del finado. Por ejemplo:
Felisa
estaba muerta de risa
siempre que no estaba en misa.
David
era de Valladolid
y socio del Real Madrid.
O bien se pueden describir las circunstancias de la muerte, que es lo más recomendable:
Benito
debido a un cortocircuito
se quedó quemado y frito.
Arturo
para salir de un apuro
se pasó con el bromuro.
Alberto
se quiso hacer un injerto
con un doctor inexperto.
Gerardo,
que era valiente y gallardo,
murió presa de un leopardo.
Vicente
falleció instantáneamente
en un trágico accidente.
Alejo
no tuvo un fin muy complejo:
murió porque estaba viejo.
Felipe
finiquitó de una gripe
sin que nadie se lo explique.
Francisco
murió de comer marisco
con el hígado hecho cisco.
Etcétera.
(Ahora, si quieren y tienen humor, pueden escribir aquí debajo su nombre y lo que les gustaría que pusiera su lápida.)
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El secreto de la escritura
Voy aquí a desvelar desinteresadamente a mis lectores el secreto de la creación literaria, para que se vea que soy buena persona.
Escribir un libro es muy fácil. La técnica que hay que emplear consiste simplemente en poner una palabra detrás de otra y seguir así durante bastante tiempo. Es tan sólo cuestión de paciencia.
Vas contando las palabras que te salen hasta llegar al número de ellas que te hayas propuesto juntar. Entonces te paras y el libro ya está completo. ¿No es sencillo?
Bueno, todo esto de antes, como es evidentemente, era una broma. Escribir un libro es muy difícil. Y, si fuera fácil de verdad, los autores nunca nos atreveríamos a decirlo, porque entonces la cosa perdería todo su mérito y nos respetaría muy poquita gente (mucha menos de la poca que nos respeta aunque, no lo digamos).
Pero puede hacerse: no es algo imposible. Muchos grullos y cabezas de chorlito lo han conseguido y sus libros están ahí, en los escaparates, como prueba de ello. Son engendros muchas veces, lo reconozco, pero los euros que se pagan por ellos valen lo mismo que los que se pagan por otros bienes u objetos de mayor calidad.
Dejaré de marear la perdiz y pasaré a dar instrucciones precisas.
Para escribir un libro sólo necesitas lo siguiente:
· un libro en blanco, para utilizarlo como un diario personal e ir anotando lo que se te ocurra (caso de que se te ocurra algo);
· cuaderno, libreta o agenda para tomar notas y apuntar lo que les va a pasar a tus personajes y ser tú el que decida su destino, que no te pase como a Pirandello, que los personajes se le rebelaban y se iban por ahí de paseo porque no tenían claro lo que se esperaba de ellos;
· un montón de hojas sueltas para anotar, escribir, hacer esquemas y dibujitos, mientras estás pensando qué poner en el libro;
· una grabadora para recoger pensamientos huidizos, si eres de ésos que creen que cuando viajan en autobús o caminan van a tener explosiones de inspiración genial que merece la pena plasmar de inmediato para que no se pierdan;
· herramientas autónomas según el gusto de cada uno: lápiz para morder mientras se piensa, sacapuntas (porque, sin él, el lápiz no sirve de nada al cabo de un rato), goma de borrar (varias, si no te salen bien las frases a la primera), bolígrafo (si te las quieres dar de moderno), pluma (si te las quieres dar de antiguo), rotuladores de colores (si eres un cretino, puesto que nadie en su sano juicio escribe un libro con rotuladores de colores), etc.;
· una máquina de escribir mecánica (si quieres presumir de despreciar los ordenadores y las nuevas tecnologías que alienan al ser humano) o bien una máquina de escribir eléctrica (si quieres presumir de despreciar las nuevas tecnologías que alienan al ser humano, pero no las desprecias mucho);
· un ordenador fijo o portátil (según seas de naturaleza tranquila o inquieta y te muevas más o menos);
· soporte informático para el ordenador (pues simplemente con la carcasa no escribirás gran cosa);
· un verificador o corrector ortográfico (de ésos que te ponen automáticamente el acento en palabras como ‘azúcar’, pero que te lo dejan sin poner en las que no lo tienen claro, con lo cual no corrigen frases como «Tu le viste a el»);
· un programa de redacción asistida (sí, estas cosas existen y son una fuente inagotable de creación de humor, si no se las maneja con cuidado);
· programas de edición de textos (la utilidad de esa herramienta se entiende sin que la expliquemos);
· programas de diseño de gráficos y dibujos (si es que escribes libros de ésos que están tan de moda y que tienen muy poquito texto y muchos dibujos para rellenar);
· manuales de gramática (imprescindibles para ti, si has nacido después de 1960 y fuiste al colegio a partir de los años setenta);
· manuales de ortografía (todavía más imprescindibles, hayas nacido cuando hayas nacido, pues nadie ha escrito nunca bien el castellano, ni siquiera el inmortal manco de Lepanto, que escribía su apellido como «Cerbantes»);
· diccionarios de la lengua;
· diccionarios de sinónimos (para no escribir cosas como «Tengo un primo que tiene veinte años y que tienemuchas pecas, que tiene una novia que tiene un cuerpazo que la miras y tienes que contenerte para no meterle mano. Esto de estar reprimido es lo que tiene»);
· diccionarios de puntuación (para saber poner las comas);
· diccionarios avanzados de puntuación (para saber poner los puntos y coma);
· diccionario de verbos conjugados (para evitar construcciones como «A mí eso no me quepe en la cabeza, nunca me ha cupido ni nunca me caberá»);
· diccionarios del uso del español (para no decir ‘confrontación’ cuando queremos decir ‘enfrentamiento’);
· diccionarios del buen gusto en el uso de la lengua (para no emplear expresiones asquerosas como «apunta maneras» y cosas por el estilo);
· diccionarios de extranjerismos (para no usar palabras extranjeras que directamente no existen en ninguna lengua, como ‘puenting’);
· diccionarios de expresiones coloquiales (para no escribir luego barbaridades y crímenes de lesa lengua como «Fulanito es buena gente» cuando quieres decir «Fulanito es buena persona», ya que ‘gente’ es un sustantivo colectivo que no se puede usar para un sólo señor);
· enciclopedias (porque nuestra cultura general deja mucho que desear y no es cosa de ir por ahí diciendo que Cristóforo Colombo era gallego o catalán);
· una impresora (recomendable: lo que queda impreso no se pierde, a diferencia de muchos archivos que de pronto y por error se van al cielo de los datos);
· un escáner con programa de reconocimiento de textos (para poder plagiar fragmentos de libros de otros autores sin tener que mecanografiarlos);
· clips (para sujetar las páginas impresas);
· notas adhesivas;
· pegamento;
· grapas;
· material corriente de oficina;
· una estampita de Santo Tomás de Aquino, santo patrón de los intelectuales;
· cualquier otra cosa que se te ocurra.
En cuanto te hayas hecho con todo eso, ya puedes empezar tu escritura.
Claro, que puede que no tengas nada que decir, en cuyo caso estás en un apuro.
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El practicante de yoga y otros cuentos místicos
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Dentro del cocodrilo
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Los bigotes de la Pardo Bazán
Nauseabunda semblanza de una egregia
Sí, por ella precisamente se popularizó el dicho de «Pardo y con bigotes». Doña Emilia, condesa de Pardo Bazán, nació en el siglo xix, un día que llovía.
Después de estudiar allí, se casó con aquel y se fue a vivir allá.
Pronto su incipiente bigote se convirtió en un obstáculo en su vida marital. Su esposo se subscribió a la Gaceta del agricultor aburrido y se pasaba las tardes enfrascado en su lectura y sin atender a su prójima.
Esta, contrariada, en palabras de Llopis: «...se hacía chocolate y se imaginaba que era escritora». Cfr. Jorge Llopis:Las mil peores poesías de la lengua castellana, Espuela de Plata, Sevilla, 2004, pág. 47 (y si la cita no está exactamente en esta página, estará en otra parecida; ustedes busquen bien).
De vuelta a su Galicia natal, mandó comprar un montón de sillas de enea y cambió las cortinas de su casa solariega.
Demostró su desconocimiento de los gustos de los lectores publicando su Estudio crítico de las obras de padre Feijoo.
En 1874 ya estaba como una vaca.
En 1879 escribió su primera novela, que envió a la Revista de España, que no le había hecho nada ni se había metido nunca con ella, como para justificar tamaño ataque. La obra, titulada Autobiografía de un estudiante de medicina, contaba en primera persona la vida de un estudiante que quería ser médico. En ella abundaban las descripciones de la vida de los alumnos en la Facultad de Medicina, las clases de medicina que recibían los estudiantes y las vicisitudes de los futuros médicos mientras realizaban sus estudios sobre la materia médica, amén de otros detalles sobre la vida estudiantil en aquella facultad.
Su estilo podría definirse bien como realismo imaginativo, bien como imaginación realista o bien como ni una cosa ni la otra.
El tratamiento de los personajes no era su fuerte. Describía a un criado «graciosísimo y muy salado, que siempre estaba contando chascarrillos y haciendo bromas» y a lo largo de novecientas páginas no le vemos hacer ni decir nada que tenga un lejano parecido con la gracia.
Los rosarios rezados en la catedral sí están muy bien descritos.
A la Pardo le hubiera gustado estar bajo el influjo de Émile Zola, que era lo que se estilaba entonces; pero el carácter disoluto del francés atentaba contra el recio puritanismo de la doña y, por ello, no estuvo bajo su influjo.
Su mejor novela, sin duda alguna: Insolación y morriña, de 1889.
Se pagaba sus ediciones. Ventaja de ser condesa y rica.
En 1891 tapizó los sillones de su salón.
Al año siguiente volvió a cambiar las cortinas.
Publicó otros libros: Cuentos de Marineda, Cuentos sacro-profanos, Cuentos de Navidad, Cuentos de Reyes, Cuentos trágicos... Desde 1902 vivió del cuento.
Absolutamente todas sus obras están ambientadas en su pueblo, en su terruño querido. Lo que le ha valido, no sabemos cómo, el título de «novelista universal».
Emilia Pardo Bazán cambió por completo el rumbo de la novela española del siglo xix, de eso no cabe la menor duda. Lo que no se suele decir es que la dejó bastante peor encaminada de lo que estaba.
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