Sede de un pueblo antiguo, de trágica dulzura;
urbe siempre cambiante, pero siempre inmutable,
de su suelo se eleva un aliento impalpable
del placer que concluye y el dolor que perdura.
Como arácnido encaje de acerada textura,
un puente da a la villa su sello incontrastable.
El río, al penetrarlo, se torna impenetrable;
mas le deja al poeta su música futura.
El tiempo cruza lento por los techos ardientes,
por el árbol eterno de raíz ambiciosa,
por las calles henchidas como seres vivientes.
Una estatua, antes grande, parece diminuta.
Dorada, en el ocaso, resplandece Calcuta
acogida a las gradas del templo de la diosa.