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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Romance de los capitanes blanditos

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Don Luis de Góngora y Argote nos ofrece un romance fronterizo sobre un episodio en el que intervienen dos capitanes que nos parecen algo raritos y nos dan mucho que pensar. Como la crítica literaria hasta ahora no se ha pronunciado al respecto (vamos, que no ha dicho ni «mu» sobre el tema, aunque el romance ya tiene tres siglos largos), nosotros lo analizaremos con la desfachatez y la imprudencia que nos caracterizan y ustedes juzgarán si alguno (o los dos) de los capitanes susodichos era sospechoso o no.

Dice el romance (que no tiene ni título, porque el Góngora era más vago que otra cosa):

Entre los sueltos caballos
de los vencidos cenetes,
que por el campo buscaban
entre lo rojo lo verde,

aquel español de Orán
un suelto caballo prende,
por sus relinchos lozano
y por sus cernejas fuerte,

Nos hacemos una idea. Los cristianos les han arreado a modo a los sarracenos y han puesto la campiña toda perdida de sangre. Aun así los caballos buscan la hierba.

(Nótese la vagancia ya apuntada del poeta, que no recuerda la palabra ‘hierba’ y, por no hacer un esfuerzo de memoria pone ‘lo verde’ y se queda tan pancho.)

El «español de Orán» sería argelino, lógicamente. Aquí Góngora patina, pues obviamente quiere referirse a un cristiano.

También pensamos que con lo de «prende un caballo» querría decir que lo coge, no que le prende fuego. Pero eso son digresiones que no añaden nada a la tesis que pretendemos demostrar.

Seguimos.

para que le lleve a él,
y a un moro captivo lleve:
un moro que ha captivado,
capitán de cien jinetes.

Aquí es cuando empezamos a no entender qué pretende el cristiano. La cosa es harto sospechosa, porque cuando vences la batalla o bien matas a los vencidos o los haces prisioneros en bloque, atándolos con cuerdas y llevándolos todos juntos. El hecho de que el capitán español insista en llevar preso personalmente al moro, cuando sus soldados podían haberlo hecho perfectamente, es ya harto sospechoso.

Además, ¿no se nos ha dicho que hay «sueltos caballos»? ¿Por qué coge sólo uno para tener que montarse con el moro, muy juntitos los dos sobre la montura, en vez de coger dos e ir ambos tan cómodamente? Esto nos mosquea un poco.

El moro no protesta. Se conoce que acepta con deportividad que ha sido vencido y se resigna a lo que le pueda pasar.

En el ligero caballo
suben ambos, y él parece,
de cuatro espuelas herido,
que cuatro alas le mueven.

El moro, como vemos, no objeta a subirse a caballo con el otro, pese a tener que apretujarse. Lo que se nos dice ahora es que no estaba con muy buenos ánimos, sino triste y deprimido (aunque, a decir verdad, el verso es ambiguo y no queda claro si el triste es un capitán, el otro o el caballo, que todo podría ser).

Triste camina el alarbe,
y lo más bajo que puede
ardientes suspiros lanza
y amargas lágrimas vierte.

Cuando el guerrero musulmán se echa a llorar como un bendito entendemos que este romance fronterizo no va precisamente de guerras, de valor y de hechos heroicos, sino de otra cosa.

Admirado el español
de ver cada vez que vuelve
que tan tiernamente llore
quien tan duramente hiere,
con razones le pregunta
comedidas y corteses
de sus suspiros la causa,
si la causa lo consiente.
Estos versos nos indican las posiciones de los protagonistas de la historia: el moro iba detrás, de «paquete», sobre el caballo, porque el otro se vuelve a preguntarle dulcemente y con cariño («con razones comedidas y corteses») por qué se ha puesto a llorar como una Magdalena.

El captivo, como tal,
sin excusas le obedece,
y a su piadosa demanda
satisface desta suerte:

«Valiente eres, capitán,
y cortés como valiente;
por tu espada y por tu trato
me has captivado dos veces.

Tras decirle al español algunas finezas, el moro confiesa que el cristiano le ha cautivado y este es el momento en que nos convencemos de que este verso está mal clasificado en el Romancero y que no es un poema bélico sino amoroso.

»Preguntado me has la causa
de mis suspiros ardientes,
y débote la respuesta
por quien soy y por quien eres.

Es sorprendente el grado de intimidad al que han llegado los dos, que sólo hace cinco minutos que se conocen y ya el moro está dispuesto a desnudar su alma ante el otro y abrirle su corazón.

»En los Gelves nací, el año
que os perdisteis en los Gelves,
de una berberisca noble
y de un turco matasiete.

El musulmán es locuaz y se dispone a relatarle su vida y milagros al español. Además, como el caballo va despacio y van a tardar mucho en llegar a dondequiera que sea que se dirigen, se lo toma con tranquilidad y lo coge desde la Prehistoria.

»En Tremecén me crié
con mi madre y mis parientes
después que murió mi padre,
corsario de tres bajeles.

Este inciso biográfico no tiene otro objetivo que permitir que el moro presuma de que su padre tenía barcos; vamos, que no era un muerto de hambre.

»Junto a mi casa vivía,
porque más cerca muriese,
una dama del linaje
de los nobles melioneses:

Parece que ya se anima a entrar en materia y que, por fin, nos enteraremos de la causa de sus saladas lágrimas. La culpa la tenía una vecinita de ésas tan monas que les complican la vida a muchos hombres.

»extremo de las hermosas,
cuando no de las crueles,
hija al fin destas arenas
engendradoras de sierpes.

Por la descripción tan negativa que hace de la chica, entendemos que el moro estaría enamorado, pero sin tenerle ninguna simpatía al objeto de su deseo.

»Era tal su hermosura,
que se hallaran claveles
más ciertos en sus dos labios
que en los dos floridos meses.

»Cada vez que la miraba
salía el sol por su frente,
de tantos rayos vestidos
cuantos cabellos contiene.

Éstos no son sino adornos líricos, porque en el barroco, si no metías en tu poema unas cuantas metáforas descriptivas sobre la belleza de la mujer, nadie te tomaba en serio.

»Juntos así nos criamos,
y Amor en nuestras niñeces
hirió nuestros corazones
con arpones diferentes.

Presos de vergüenza ajena por culpa de Góngora, preferimos no hacer ningún comentario sobre la tremenda cursilada del arpón que incluyen estos cuatro últimos versos.

»Labró el oro en mis entrañas
dulces lazos, tiernas redes,
mientras el plomo en las suyas
libertades y desdenes.

(¿Ven? Esto ya está un poco mejor y se lo aceptamos al poeta.)

»Mas, ya la razón sujeta,
con palabras me requiere
que su crueldad le perdone
y de su beldad me acuerde;

Y entonces la muchacha demuestra una vez más que a las mujeres —sean musulmanas o de Burgos— no hay quien las entienda. La desdeñosa cambia de opinión de un día para otro y se decide a concederle al capitán moro lo que suele concederse en esto casos.

El pobre hombre se lamenta entonces de su mala suerte patente:

Y apenas vide trocada
la dureza desta sierpe,
cuando tú me captivaste;
mira si es bien que lamente.

»Ésta, español, es la causa
que a llanto pudo moverme;
mira si es razón que llore
tantos males juntamente.»

Justo cuando el moro se las prometía tan felices, tiene lugar la batalla que sucede antes de que comience el verso y es apresado por el otro.

Pero Góngora inventó el happy ending mucho antes de que lo conocieran en Hollywood. Resuelve el conflicto apelando a la generosidad del español-argelino, que se ha conmovido sobremanera con el culebrón que le colocado el otro.

Conmovido el capitán
de las lágrimas que vierte,
parando el veloz caballo,
que paren sus males quiere.

Así el poeta finaliza satisfactoriamente el verso y de paso hace patria, matando dos pájaros de un tiro.
Esto es lo que le dice al capitán llorica:

«Gallardo moro, le dice,
si adoras como refieres,
y si como dices amas,
dichosamente padeces.

Aprovecha de paso para lanzarle un piropo a sus pectorales:

»¿Quién pudiera imaginar,
viendo tus golpes crueles,
que cupiera alma tan tierna
en pecho tan duro y fuerte?

Viendo que no tiene nada que hacer, el apresador se resigna y deja pasar la ocasión:

»Si eres del Amor cautivo,
desde aquí puedes volverte;
que me pedirán por robo
lo que entendí que era suerte.

Aquí queda claro que el español consideraba que había tenido mucha suerte y había hecho ilusiones.

»Y no quiero por rescate
que tu dama me presente
ni las alfombras más finas
ni las granas más alegres.

(Este verso sobra, en realidad, porque en ningún momento de la historia se menciona la posibilidad de que la chica le regale nada ni al capitán español ni a nadie.)

»Anda con Dios, sufre y ama,
y vivirás si lo hicieres,
con tal que cuando la veas
pido que de mí te acuerdes.»

Pedirle al moro que cuando vea a su chica se acuerde de él es pedirle demasiado, a nuestro entender. Pensamos que cuando el sarraceno vuelva junto a la bella tendrá otras cosas en qué ocuparse. Pero, aun así, el español le exige que este «no-me-olvides», le pide que atesore en su memoria un encuentro frustrado que no pudo llegar a más por la fuerza de las circunstancias.

Apeóse del caballo,
y el moro tras él desciende,
y por el suelo postrado,
la boca a sus pies ofrece.

El capitán vencido le besa los pies al ser liberado y el vencedor, a falta de otra cosa mejor, se tiene que contentar con ese sucedáneo.

«Vivas mil años, le dice,
noble capitán, valiente,
que ganas mas con librarme
que ganaste con prenderme.

(Ésta es la manera clásica de decir que otra cosa no, pero que como amigos, el moro está dispuesto a lo que sea.)

»Alá se quede contigo
y te dé victoria siempre
para que extiendas tu fama
con hechos tan excelentes.»

El poema finaliza con el suspiro de alivio del moro, que se ve libre de una situación harto embarazosa. Además, invita al cristiano a que siga haciendo lo mismo en otros momentos parecidos y en trances semejantes, recordándole que Alá se lo agradecerá y se lo tendrá en cuenta.

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