Simpatiquísima y una artista como una catedral fue Olga Ramos, «la reina del cuplé» a quien tuve la suerte de conocer en el contexto de las fiestas de la Virgen de la Paloma, en Madrid, en un tiempo en que yo trabajaba organizando los espectáculos populares. La tuve en mis escenarios durante varios años, entre 1996 y 2000, si no recuerdo mal.
Tenía ella entonces más de los ochenta años y le costaba mucho subir las escalerillas hasta el escenario. Parecía que su pequeño y frágil cuerpo no iba a resistir el desgaste de la actuación. Todos los de la organización temíamos por su salud durante el tiempo que tardaba en ponerse delante del público. Pero cuando estaba bajo los focos, cogía fuerza, cantaba, evolucionaba todo lo necesario y transmitía la impresión de que nos podría enterrar a todos.
Solía actuar acompañada de su hija y heredera musical, Olga María Ramos, que es una mujer alta, fuerte y cuadrada, rebosante de salud y que, sin embargo, al lado de la energía de su madre, parecía apática.
Doña Olga era ama y señora del escenario y hacía exactamente lo que le venía a la cabeza en cada momento. Segura de la calidad de su «producto», interrumpía sus cuplés en cualquier momento y contaba una anécdota, daba una explicación musical o simplemente efectuaba elegantes evoluciones con sus mantones de Manila. O variaba el repertorio de sus canciones sobre la marcha, para desesperación del maestro concertista que sufridamente la acompañaba al piano.
Entre canción y canción divertía al auditorio con chistes picantes, con historias suyas personales y con una valiente defensa de su comparativa antigüedad. Era todo un espectáculo, de alegría y de buena música, pues aparte de su virtuosismo vocal, Olga tocaba diestramente el violín.
Y, lo más destacado: cuando acababa la actuación la sonrisa no se borraba de sus labios. Se sabía los nombres de todo nuestro equipo y lo recordaba de año en año. No he visto a ningún cantante tratar con tanta gentileza a los técnicos de luces o sonido.
En los interregnos, me cogía del brazo y me contaba anécdotas. No lo hacía solo conmigo, obviamente, sino con todo aquel que se le acercaba, pues tenía historias para dar y tomar. Excuso decir el cariño con el que hablaba con los muchos admiradores que se le acercaban. Su hija intentaba esconderla y de alguna manera protegerla, para que no la cansaran, pero ella sabía zafarse de su cuidadora y acercarse a las vallas del perímetro para darle un abrazo a aquellos que habían venido a verla.
Pero lo que más me conmovió de lo que llegué a saber de aquella artista de un género ya desgraciadamente periclitado fue su amor por su esposo: «el Cipri», un señor cuyo nombre no había escuchado yo nunca antes pero que no podré olvidar por más que lo intente, tantas fueron las veces que Olga le mencionaba, viniera o no a cuento, en medio de la conversación.
Luego investigué. Al parecer, Enrique Ramírez de Gamboa Fernández «el Cipri» (yo imaginaba que habría debido de llamarse Cipriano, pero no) fue un músico destacado, compositor de cuplés, boleros, tangos, pasodobles, valses, rumbas y hasta piezas de rock.
«El Cipri» había muerto diez o doce años antes, pero Olga le recordaba y le sacaba a relucir continuamente, con nostalgia en la voz. Hablaba de él siempre en términos elogiosísimos y llenos de ternura. Sonaba como una recién casada cuyo marido hubiera tenido que ausentarse la noche de bodas. Aquellos recuerdos de la octogenaria contenían una tensión sexual, por así decirlo, con su marido ya fallecido, que ya la quisieran para sí muchas películas sobre las sombras grises o no grises de este o del otro.
Los ojos de aquella personificación musical de la alegría solo se humedecían cuando hablaba del «Cipri». Así fue Olga Ramos: artista y esposa amante hasta el último momento.