Como aseguró un buen día
ese pelmazo de Séneca
en sus Cartas a Lucilio
o en su tragedia Medea
(no recuerdo exactamente),
se probaría que la tierra
era redonda cual queso
y se le daría la vuelta,
opinión que, años más tarde,
también sustentó Abulfeda.
Tal pretendió Magallanes,
un marino lisboeta,
que quiso hallar un camino
al edén de las especias
por la ruta de Occidente
para ganarse unas perras.
Magallanes pidió un préstamo
para financiar su empresa
pero no le hicieron caso
en ninguna financiera.
Se fue a ver a Carlos Quinto,
por si éste estaba de buenas,
que, a más de luso, era iluso.
Mas al hacer la propuesta
tuvo suerte, porque el otro
accedió, usó su tarjeta
Visa y le compró una flota
bajo la hispana bandera.
Al poquito de zarpar
empezaron los problemas,
que los recios españoles
aborrecían la obediencia
debida al gran Almirante
—a quien despreciaban por
haber venido de fuera
a quitarles el trabajo—
y decían con fiereza
que no es lo mismo ser luso
que haber nacido en Palencia.
Bajan costeando el Brasil,
se empeñan en dar la vuelta
por abajo al continente
por si encuentran una puerta
(y todo por no cruzar
el metro y medio de selva
que entre los dos mares hay
en puntos de Centroamérica).
Llegan al río Amazonas
en tres semanas y media
(esa famosa corriente
que toma el nombre de aquella
tribu de hembras marimachos
que se cortaban las tetas
para disparar mejor
de esa manera las flechas.
Para más información
consulten la Wikipedia).
Van cada vez más abajo
y ningún estrecho encuentran.
Paran en la Patagonia
un mes, a ver cómo nieva.
La tripulación, nerviosa,
está nerviosa e inquieta
y a la mínima, por nada,
se envían a hacer puñetas,
pues quisieran estar muertos
o veraneando en Marbella.
El Almirante sofoca
treinta o cuarenta revueltas,
y castiga a muchos, pues
no está para cuchufletas
y no puede tolerar
ni escupitajos ni ofensas,
como la de sus marinos,
que le llaman cosas feas.
Llegan por fin al estrecho
del Cabo de las Tormentas
y el agua que les cae hace
una piscina en cubierta
donde nadan los marinos
para aprovecharse de ella.
Al cruzar pierden tres barcos
pierden vituallas y velas,
tres carteras, un reloj
y un paquete de galletas.
Ya están en el Mar del Sur
donde hace un frío que pela.
La mar no se acaba nunca,
porque está bastante llena
de ese líquido mojado
que tiene sales disueltas
y que llaman «agua» los
expertos en la materia.
Arriban a varias islas
sucias, aunque pintorescas;
libran diversos combates
con los tipos que las pueblan.
Quiere la suerte que en uno
el Almirante intervenga
y éste su intervencionismo
tiene conclusión funesta.
Porque como le sacuden
un trastazo en la cabeza,
se desmaya y luego muere
casi sin darse ni cuenta.
Los indígenas nativos
de las Islas Filipeñas
se lo comen a bocados.
Amén. In pace requiescat.
«¡Ya era hora», piensan todos,
que el escalafón corriera!»
Le encargan a Juan Elcano
que dirija lo que queda
de aquella flota «rompida»
por sufrimientos y penas.
Ya solo queda volverse
a tiempo para las fiestas
de la Paloma, a beber
vinos, güisquis y cervezas.
Aunque vuelven para casa
las perspectivas son feas.
Ya agarran el escorbuto
(por no comer cebolletas)
y se les caen a pedazos
todos los dientes y muelas.
Ya no quedan alimentos
y el aftershaveescasea.
¿Cómo te describiría,
¡oh, lector de gran paciencia!,
cuánto se sufre ayunando
y más si no es en Cuaresma?
Sueñan con aperitivos:
calamares y croquetas
migas, chorizo, lacón,
y aceitunitas rellenas;
con garbanzos y judías,
con un plato de lentejas,
con alcachofas, cebollas,
pimientos y berenjenas,
con cualquier cosa ingerible
que haga aumentar sus plaquetas.
Se comen parte del barco:
los mástiles y las velas,
el mascarón de la proa
cuarenta metros de cuerdas,
una bandurria, dos gatos,
al grumete, una libreta
en la que al jugar al póquer
iban poniendo las deudas,
comen ratas, cucarachas,
una escoba, seis novelas,
un retrato de Bolívar
y hasta un mapa de Noruega;
en fin, que nunca se vio
tripulación tan famélica.
Ya le dan la vuelta a África;
ya está el Mare Nostrum cerca;
ya llega la expedición,
de la que nadie se acuerda;
ya aparcan el barco en
Sanlúcar de Barrameda.
Están todos tan delgados
que las costillas les cuentan
y vienen los marineros
en condición tan decrépita
que no les conocen ni
sus madres ni sus abuelas.
Han llegado dieciocho
de los doscientos sesenta
y cinco que se enrolaron,
que, si me sale la cuenta,
es como un siete por ciento
(¡y eso que yo soy de Letras!).
El rey Carlos Uno y Cinco
se despierta de la siesta
cuando llegan los marinos;
queda con la boca abierta
de sorpresa al comprender
que han rodeado el planeta
un puñado de españoles
que regresan en chancletas
y despidiendo un olor
muy peculiar de sus prendas
aunque no es precisamente
el olor de las especias.
No importa. A Elcano le otorgan
un escudo de nobleza
(donde aparece un castillo
con quinientas siete puertas
que tiene encima una luna,
siete soles, veinte estrellas,
quince asteroides y casi
casi una galaxia entera)
y a los marinos les dan
a todos en recompensa
seiscientos maravedíes
y un chalet en Torrevieja.