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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Toda la verdad sobre los afrodisíacos

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            Harto ya de opinar sobre un montón de cosas, he decidido darle a mis escritos un giro radical, un giro tal que le va a dar un mareo. Porque las opiniones no tienen mucho valor, vienen a tres pesetas la docena, cada hijo de vecino tiene la suya y así no vamos a ningún lado. Por ello, a partir de ahora, en vez de decir lo que pienso me dedicaré a instruir al personal con conceptos y nociones científicas, a divulgar el saber, a tratar de temas culturales y a copiar mis escritos de la enciclopedia para no tener que tomarme ningún trabajo.
             
Hoy comenzaré esta nueva etapa con un ensayo erudito sobre los afrodisíacos, que muchos confunden con los afroasiáticos, que no son lo mismo precisamente, aunque ambos conceptos puedan solaparse en ocasiones.
             
La palabra ‘afrodisíaco’, para empezar, puede acentuarse de dos maneras: ‘afrodisíaco’ y ‘afrodisiaco’, lo cual ya es motivo de estudio, por su singularidad. De seguirse regularmente esta regla (como en el caso de ‘policíaco’ y ‘policiaco’) podríamos decir podríamos decir también ‘pólaco’ y ‘polaco’. La Academia no sabe a qué carta quedarse con esto de la pronunciación y nos confunden a los pobres españolitos de a pie con un relativismo pronuncieico de aúpa (o ‘aupa’).
           
‘Afrodisíaco’ era lo que Afrodita le hacía a Telémaco, si hemos de creer en la antigüedad griega, que sí hemos de creer en ella porque los europeos no tenemos otra. Pero en realidad, Afrodita se llamaba Afroda. Afrodita era como la llamaban cuando era pequeña. Así es que la palabra en cuestión debería haber sido ‘afrodíaco’. A partir de ahí, ya no sabemos nada del tema hasta Shakespeare que, en su tragedia Henry IV dijo algo al respecto.
             
En Roma se consideraba afrodisíaca al caldo de gallina. Pero no hemos de hacerles mucho caso, porque en Roma se consideraban muchas tonterías. Por ejemplo: ellos fueron los primeros en insistir en que se enseñase latín en las escuelas. En Egipto era peor: decían que el consumo de lechugas incitaba al sexo y de hecho las lechugas estuvieron prohibidas durante todo el reinado del faraón Ameniphas III, de la IV dinastía según se entra a mano derecha. Ameniphas, para combatir el desenfreno de su pueblo, consideró prohibir las mujeres en su reino, cosa que a él personalmente le habría gustado mucho, pero tropezó con la oposición de varios de sus ministros.
             
Los antiguos, con una falta de imaginación que da grima, asociaban formas y conceptos. Aseguraban que los productos ingeribles que recordaban al falo eran excitantes para las mujeres y que los agujereados lo eran para los hombres. Ellas se excitaban mediante el consumo de espárragos, rábanos y zanahorias, mientras ellos sólo lo conseguían con las ostras y con una variedad primitiva de dónuts cuya receta lamentablemente se ha perdido.
             
La ciencia ha estudiado el fenómeno y ha llegado a la conclusión de que absolutamente todos los alimentos son afrodisíacos en el sentido de que, si no comes nada durante muchos días, llegas a un estado corpóreo en el que ningún ser consigue despertar tu mecanismo libido-amoroso. Esta noción ha sido perseguida por todas las religiones, porque, de ser verdad, significaría que ningún santo asceta de esos que sufrieron en el desierto las tentaciones de rigor fueron santos en absoluto. Porque si a un asceta se le aparecía el demonio en forma de mujer sensual y pocorropada, no era la santidad del fulano sino su falta de proteínas la que conseguía el desprecio a lo femenil que tantas aureolas sánticas ha proporcionado. Según esta teoría, si al asceta se le hubiera persuadido para que consumiera alguna opípara comida, con pollo y langostinos, por ejemplo, su virtud se habría visto en un aprieto ante la aparición de la fémina encuerada.
             
Para acabar este ensayo definitivo sobre el tema... (tras escribir la frase me acabo de dar cuenta de la imposibilidad de que un ensayo sea definitivo, pero da igual)... me veré en la obligación de introducir con calzador alguna cita erudita, para que se vea que yo he leído lo mío. Lo haré sin más tardar.
           
En el año de gracia de 1649 (ya saben: cuando llovió tanto), el botánico Nicholas Culpeper y otros herbolistas amigos suyos decidieron que la alcachofa era una verdura que estaba bajo el dominio de Venus. En su manga obra... (no, no ‘manga obra’, quiero decir ‘magna obra’, es que había puesto las letras fuera de su sitio; empiezo de nuevo.) En su manga obra... (¡Otra vez! Hoy estoy fatal.) En su magna obra (¡por fín!) The Complete Herbal and English Physician Enlargedescribe sabiamente: «Therefore, it is no marvel if the artichokes provoke lust», que puede traducirse como «Si te comes una alcachofa, no te asombres si te sobreviene un calentón.»

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