Dramón romántico en dos actos, el segundo muy cortito
ANTECEDENTES (IMPORTANTÍSIMOS, PORQUE SIN ELLOS NO TE ENTERAS DE LA INTRÍNGULIS DE LA HISTORIA).—María Estuardo, reina de Escocia, tuvo sus más y sus menos con sus barones, que eran muy levantiscos (por no llamarles una cosa más fea) y se vio obligada a salir de su reino por patas (porque huyó a caballo). Pidió asilo en Inglaterra, donde reinaba su prima, Isabel I, que enseguida la mandó encarcelar y la tuvo en prisión durante años. La Estuardo se decidió a conspirar contra la vida de Isabel (ya que podía heredar su trono) y a hacer ganchillo.
Acto primero
(Un claro en un bosque, donde parece que hace bastante frío. Además,, como la acción sucede en Inglaterra, llueve lógicamente. No mucho, pero llueve. Llegan la reina Isabel y el conde de Leicester, montados a caballo. En esta escena los caballos no hablan. Los ex jinetes (les llamamos así porque ya se han apeado de sus monturas) sí lo hacen y los vamos a escuchar ahora mismo.)
(¡Ah! En la acotación anterior se nos ha olvidado mencionar que Isabel es fea como ella sola. Es flacucha. Su rostro recuerda la mojama. Tiene chepa, quizá para compensar que no tiene pechos. Su pelo es estropajoso; sus ojos recuerdan el carbón, no por lo negro, sino por estar metidos en sus cuencas, como una mina; su nariz es ganchuda; sus torcidos dientes parecen estar enfadados unos con otros y darse la espalda; su mentón es más prominente que el Arzobispo de Canterbury. Las verrugas y el bigote no nos molestamos en describirlos porque el lector ya se los habrá imaginado.)
Isabel.—(Mirando en derredor.)¿Qué es esto, Leicester? ¿Qué bosque es este? ¿A qué lugar me habéis traído para nuestro cotidiano paseo a caballo?
Leicester.—Sé que os enfadaréis, majestad, pero era necesario. Estáis en los alrededores del castillo de Fotheringhay.
Isabel.—(Indignada.)¡Cómo! ¿Me habéis conducido con engaños al lugar donde está encerrada María Estuardo, la conspiradora papista, ese monstruo de lascivia que mató a su esposo y ahora quiere asesinarme a mí y hacerse con mi trono? ¡Deberíais avergonzaros, conde! Os aprovecháis porque sabéis que en el fondo y debajo de toda mi pompa y ornamento soy solo una débil mujer que os ama.
Leicester.—Majestad, confieso mi treta. Pero os aseguro que María es casi del todo inocente de esas acusaciones que le hacéis. Si alguna vez intentó mataros fue solo un poquito y lo hizo por estar mal aconsejada. Ahora la prisión la ha hecho comprender su error y solo desea llegar a vuestra presencia para poder pediros perdón y misericordia.
Isabel.—¿Habéis planeado una entrevista entre ambas?
Leicester.—Sí, que querido facilitar una entreambas, digo, una entrevista, para que os miréis a los ojos y vuestros recelos se disipen. María está avisada y pronto la traerá aquí su carcelero. Y tengo una súplica que haceros: perdonadla. Dad fin a esta injusticia de tener en prisión a una reina ungida. Liberadla, dejadla ir y demostrad que vuestro pecho es el más generoso que jamás vieron los siglos.
Isabel.—Mucho habláis en su favor. ¿No os habrá seducido a vos también, como ha hecho con tantos y tantos de sus partidarios, que gustosamente irían a la muerte por defender su innoble causa?
Leicester.—¿A mí? ¿Cómo podéis pensar eso? Yo solo a vos amo, os consta. Y jamás he estado aquí ni visitado a María en su prisión.
Isabel.—Bien. Por el amor que os tengo, accedo. La perdonaré y dejaré en libertad.
Leicester.—Será una gran acción. Pero María es de temperamento fuerte e impulsivo. Prometedme que no os ofenderéis, os diga lo que os diga.
Isabel.—Pero...
Leicester.—Hacedlo por mí.
Isabel.—Lo prometo. He dicho que la perdonaré y cumpliré mi regia palabra. ¡Todo por amor a vos!
Leicester.—(Besándole la mano.) ¡Oh, mi señora!
Isabel.—Nunca nos habíamos encontrado antes cara a cara. Pero ahora olvidaré sus ofensas y la trataré con afecto, como primas que somos. (Tras una pausa.) Decidme una cosa, Leicester...
Leicester.—¿Sí, majestad?
Isabel.—Vos la visteis en cierta ocasión, años ha, cuando os envié a Edimburgo con un mensaje para ella. ¿Es hermosa?
Leicester.—(Quitándole importancia.) ¡Oh, nunca me he fijado en eso! Ved: aquí llega.
(Por un lateral sale María Estuardo, seguida por un tipo gordo y basto, Burleigh. María no es que sea guapa, es que está para parar un tren. Esta buena, buena, buena. Todo lo que se diga es poco.)
Burleigh.—(A María.)María, arrodillaos; os halláis en presencia de la reina.
María.—(Aparte, refiriéndose a Isabel.)¡Es un coco!
Isabel.—(Aparte, refiriéndose a María.)¡Mecachis en el Canal de la Mancha! ¡Sí que es bella! (A Leicester.)¿Decíais que no os habíais fijado en ella? ¿Cómo es eso posible? (Mientras Isabel dice esto, María le guiña a escondidas un ojo a Leicester.)
Leicester.—(Sin saber qué responder y procurando que la reina no vea el guiño de María.) Yo... Esto...
Burleigh.— (Aparte, a Leicester.)¡Señor conde! ¡Qué alegría veros de nuevo por aquí!
Leicester.—(Aparte, a Burleigh.)¡Calla, imbécil!
María.—(Arrojándose a los pies de Isabel.)¡Querida hermana! ¿Puedo llamaros así? Dadme vuestra mano a besar.
Isabel.—(Tendiéndosela.)Tomad. Besad todo lo que os apetezca. (María lo hace.) María: por consejo de gentes a las que mucho aprecio y que me son muy allegadas, he decidido ser clemente con vos. Mi corazón se inclina a la piedad y voy a poner fin a vuestro cautiverio.
María.—Sois muy buena.
Isabel.—Olvidaré lo de Babbington.
María.—¿Babbington?
Isabel.—Sí, el asunto de Babbington.
María.—(Como haciendo memoria.)¿Babbington... Babbington...? No recuerdo a ningún Babbington.
Isabel.—Tenéis mala memoria, prima. Pues el tal Babbington intentó asesinarme en vuestro nombre. Me atacó con un puñal al tiempo que gritaba claramente: «¡María Estuardo me envió a mataros, zorra protestante!»
María.—¡Ah! Ya caigo. «Ese» Babbington.
Isabel.—Confesó en el potro que le sedujisteis para que apoyara vuestra causa, no lo neguéis.
María.—No, si no lo niego; simplemente es que no me acordaba de cómo fue la cosa en concreto.
Isabel.—Habéis seducido a demasiados hombres para procuraros la libertad. Pero solo yo puedo dárosla y estoy firmemente decidida a hacerlo.
María.—Y yo agradezco vuestra magnanimidad.
Isabel.—Pero habréis de prometer, claro está, que renunciaréis a vuestras pretensiones al trono de Inglaterra.
María.—(Digna.)Bueno, bueno... Eso habría que hablarlo con más calma.
Isabel.—¡¿Qué?!
María.—(Poniéndose farruca.) Que vuestro trono me corresponde ocuparlo a mí, por derecho natural. Vos sois solo una usurpadora.
Isabel.—Me hiere mucho eso que decís, María. Pero ya os he dicho que estoy dispuesta a perdonaros y a no ofenderme por vuestra palabras, porque sé que la pasión os ciega.
Leicester.—Muy bien hecho, majestad. Sois un ejemplo de regia clemencia.
María.—(Mostrándose aún más chula.) De hecho, Inglaterra tendría que volver a ser católica y vuestra falsa fe reformada debería extinguirse y desaparecer.
Isabel.—Os disculpo de nuevo, pues prometí al conde de Leicester ser compasiva con vos.
María.—(Fuera de control.) Además, sois una mala reina, fría, distante, alejada de su pueblo y sin ningún interés por el bienestar de vuestros supuestos súbditos.
Isabel.—Os perdono también esas palabras, porque sé que provienen del ofuscamiento.
María.—(Que ya no puede parar.) Y como ser humano sois cruel y abominable, pues me habéis tenido encerrada sin haberos yo ofendido en nada.
Isabel.—No me tomaré a mal vuestras palabras, pues imagino que el dolor de la prisión habla por vuestra boca.
María.—(Más envalentonada aún, al ver que la otra no reacciona.)Y sois tan fea que contemplar vuestro rostro hace daño a los ojos.
(Se produce un silencio terrible que no se puede describir con palabras, por lo que ni lo intentamos. Isabel se da media vuelta y se larga de allí. Leicester va tras ella.)
Leicester.—¡Isabel! ¡Majestad! ¡Deteneos!
Burleigh.—(Pronunciando las palabras fatídicas que dan título a este drama.)¡Te has caído, María Estuardo!
TELÓN
Acto segundo
(Un patíbulo lleno de mirones. Traen a Maríay le cortan limpiamente la cabeza, hecho lo cual todos se van a su casa sin decir ni una sola palabra.)
TELÓN
¿Ven como el segundo acto era muy cortito?