El autor de la tragico-
media de LaCelestina,
Fernando de Rojas, era
más judío que el violinista
en el tejado, que Herodes,
que Caifás y que su tía,
que Ben Gurión, Golda Meir
y Sansón (el de Dalila).
Así es que fue muy prudente
y evitó poner su firma
en la comedia, pues en
la España renacentista
no molaba para nada
eso de ser israelita
y te miraban muy mal
si tu origen se sabía.
Por ello, la obra fue anónima
en su versión primitiva.
Pero como al cuco Rojas
no le gustaba ni pizca
que no se reconociera
su capacidad creativa,
escondido en el poema
con el que el texto principia
puso un larguísimo acróstico
hablando de su familia,
de cuál era en realidad
su nombre, de donde había
nacido y detalles de esos
que gustan a los cotillas.
La historia que Rojas cuenta
va de pijos con lascivia,
de burgueses con prejuicios,
sirvientes con avaricia,
alcahuetas con verrugas
y tapias con lagartijas.
Compuso dieciséis actos,
más como le parecían
pocos, escribió otros cinco
para completar la intriga,
con lo que quien ve la obra
queda hasta la coronilla,
se aburre mucho y no vuelve
a ir al teatro en su vida.
Esta historia de lujuria
tiene dos protagonistas.
Calisto es uno: es un joven
con un poco de barbita,
que piensa sólo en comerse
alguna rosca (o rosquilla),
porque tiene las hormonas
tan revueltas que le pinchan
y no le dejan dormir
ni empapuzado a pastillas.
También está Melibea,
que es dulce como el almíbar
y tiene sus grasas co-
rrectamente repartidas
y proporcionadas a lo
largo de su anatomía.
En una ocasión, Calisto
se la encuentra por chiripa
y al ver su rostro de ángel,
su tez pálida y virgínea
y otros varios atributos
que prometen mil delicias,
quiere comerse el pastel
empezando por la guinda:
decide beneficiársela
y dejarse de pamplinas.
Calisto hubiera podido
casarse, más tiene prisa
y no está para noviazgos
de esos que duran la tira,
porque ansía cuanto antes
estar metido en harina.
Decide buscar ayuda
y encuentra a la Celestina,
que es una profesional
del ramo que garantiza
la seducción de cualquier
doncella en muy pocos días
dándole filtros de amor,
bebedizos y torrijas,
y te devuelve el dinero
si no camela a la chica.
Celestina era una vieja
que se ganaba la vida
zurciendo virgos, llevando
de acá para allá misivas,
fabricando mermeladas
y haciendo mil brujerías,
que hizo un cursillo de meigas
en un viaje a Galicia.
Era una hembra muy astuta,
más nociva que una víbora,
puerca, gorrina y marrana
a más de sucia y cochina,
experta, como hemos dicho,
en trucos y en engañifas
(como que fue la inventora
del timo de la estampita).
No sólo esto: tenía otra
debilidad: era adicta
al oro, una enfermedad
denominada ‘codicia’
para la que no hay vacuna,
que es común en la Península
ibérica y de la que
muy poca gente se libra.
Por encargo de Calisto,
Celes —que es bastante pícara—
consigue que Melibea
consienta en darle una cita
al salido del mancebo,
al que hace de hada madrina.
La joven dice que sí
a la propuesta visita
de Calisto, porque es
más eso que las gallinas.
Decide probar al mozo
y después allá películas.
Calisto está tan contento
cuando escucha esta noticia,
que siente ardor en su pecho
y las tripas se le licuan;
se halla tan agradecido
que le regala a la tía
Celestina una cadena
que es de oro y valiosísima.
Después, se afeita y se pone
jubón y camisa limpia,
se perfuma con «Varón
Dandy» y se toma una píldora
de esas azules que dicen
que hacen hacer maravillas,
y se dirige veloz
a la casa de la niña
con la intención de hacer una
conjunción copulativa
con Melibea (que no es
nada de morfología).
Trepa la torre hasta la ven-
tana de la susodicha,
entra y le pega un meneo
que tiembla toda la villa.
Saciado al fin su deseo,
quiere bajar y, ¡oh, desdicha!,
se precipita al vacío
sin llevar paracaídas,
cayendo de arriba a abajo
(que caer de abajo a arriba
es una acción que resulta
bastante dificililla).
Tras el tremendo morrón,
se parte veinte costillas,
tres húmeros, cuatro fémures,
cinco rótulas, seis tibias,
diez peronés y otros huesos
precisos para la vida,
quedando más muerto que los
comuneros de Castilla.
Viendo el desastre que ha armado,
Melibea va y se tira
de un salto en pos de Calisto,
para hacerle compañía
y, por no ser menos que él,
también se parte la crisma.
Mientras, los criados que es-
taban a la expectativa
acusan a la tercera
de ser bastante roñica,
pues no quiere compartir
la recompensa, y le atizan
sin compasión una regia
y soberana paliza,
y como no les parece
suficiente, la acuchillan
con catorce puñaladas
sabiamente repartidas
por todas partes del cuerpo,
del pie hasta la coronilla,
con el resultado lógico
de que la vieja la diña
a manos de unos sirvientes
violentos y brujicidas.
El argumento es muy trágico,
no es para tomarlo a risa,
pues los amantes acaban
podridos en una cripta.
¿Qué moraleja sacamos?
Una que es la mar de explícita:
si contemplando a una moza
te entran algunas cosquillas
y te apetece rascarte
(la metáfora es sencilla
de entender), lo que conviene
no es usar de celestinas,
ni trepar por las paredes,
ni dedicarle misivas
amorosas rebosantes
de palabras encendidas,
sino utilizar bromuro
y darse duchas muy frías.