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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Gestas de Alejandro Magno

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Vamos a contar la historia
del macedonio Alejandro,
por más que hay muchas personas
que yerran al pronunciarlo
y, por no juntar ge y ene,
dicen «Alejandro Maño».
La historia de este señor
la ha relatado Plutarco,
cotilla greco-latino
famoso entre el populacho.

Si tenemos que explicar
el carácter de Alejandro,
si hay que decidir si fue
un héroe o un mamarracho,
la cosa no es tan sencilla
y hay criterios encontrados:
unos dicen que era bueno
y otros dicen que era malo;
solo se sabe seguro
que era un poco patizambo
y que, pese a ser glotón,
siempre estaba más bien flaco.
Hay quien nos lo pinta feo
y hay quien nos lo pinta guapo;
unos le llaman Adonis
y otros le llaman petardo.

Era rubio (de agua oxi-
genada) y algo cegato,
según nos cuentan los histo-
riadores en sus relatos.
En algo todos coinciden:
era amiguete de Baco
(eufemismo que revela
que era un tremendo borracho
los domingos y festivos
y bebía como un cosaco
el resto de la semana,
desde el lunes hasta el sábado).

Por tener más buena planta
que todo un jardín botánico
triunfó entre las chicas, que eran
muy agradables al tacto
(y entre los chicos también,
que eso en Grecia no era raro)
y se ha dicho muchas veces
que en absoluto hacía ascos
—si la ocasión se terciaba—
a hacer feliz a un esclavo,
no a diario, como cuentan,
aunque sí de cuando en cuando.

Aunque acostumbrado al lujo,
al goce y al despilfarro,
a calcetines de seda
y túnicas de brocado,
en sus momentos más íntimos,
pese a ser rey, iba al campo
a hacer sus necesidades,
que entonces no había lavabos.

Tuvo a Aristo de maestro,
así es que no es nada extraño
que quisiera irse muy lejos
a apartarse de su lado
y les tuviera manía
siempre a los supuestos «sabios»,
que el tipo era inaguantable,
un pedante y un pelmazo.

Como era deber de príncipe
estudiar y aprender algo,
leyó los versos de Homero
pero no los de Lord Byron,
que el inglés no era su fuerte
y le costaba trabajo.
Apreció poco las artes:
no le gustaba el teatro,
no bailaba ni el sirtaki
(que en Grecia es algo obligado).
Resumiendo: su nivel
cultural era muy bajo.

Alejandro aprendió pronto
a pelear a destajo;
a hacer, moviendo su espada,
mil molinetes y estragos;
a matar con eficacia
y no acusar el cansancio;
a tener todos los días
o un asedio o un asalto
y, tras matar a tres mil,
poder quedarse tan pancho;
a poder estar subido
tres meses en un caballo
sin apearse de él
ni para tomar un baño;
a recibir una herida,
ponerse un esparadrapo,
tomarse una «Buscapina»
y continuar luchando.

Estas fueron sus virtudes
descritas a grandes rasgos.
La guerra fue su pasión
a causa de que un oráculo
le dijo que sería grande
y él se lo creyó, el muy pánfilo.
Quiso entonces conquistar
el mundo de cabo a rabo
y es que, aunque era rey de Grecia,
no tenía ni un ochavo
en su moneda local:
no tenía ni un dracma, vamos.

Marchó al este con sus tropas
y allí, a base de trompazos,
conquistó un montón de reinos,
donde construyó palacios
con fuentes y con piscinas
—para poder hacer largos—,
y con jardines repletos
de cien especies de pájaros
exóticos que piaban
armando un ruido de escándalo,
que daban muchos dolores
de cabeza a sus soldados.

Fundo cien Alejandrías,
por no tener que ir pensando
otros nombres diferentes,
porque es que no daba abasto
a bautizar tantos sitios
de los que iba conquistando.

Sus generales supieron
medrar con todo el cotarro:
ganaron mucho dinero
combatiendo y saqueando.
Algunos se dieron la
vida padre y lo gastaron
en pocos días; algunos,
demostrando ser más cautos,
invirtieron sus ahorros
solo en bonos del Estado;
otros se compraron joyas,
ropajes y algún serrallo.
Todos lo pasaron bien,
al menos durante un rato.
Pero a Alejandro le dio
por continuar luchando
y así llegó hasta la India
(que es un lugar que está un rato
lejos), donde venció a Porus,
que era el rey de los indianos,
porque él tenía melena
y Porus ya estaba calvo.

Pero sus hombres llevaban
mal el papeo indostano:
las especias y el picante
les daban gases y flato,
y finalmente cogieron
una indigestión de mangos
y se pusieron malitos
con dolores de «estomago».
No se quisieron quedar
en la India a aprender sánscrito,
porque las declinaciones
eran algo complicado.
Luego les entró morriña
y acabaron muy nostálgicos:
echaban mucho de menos
a sus padres y a sus yayos.
Se querían volver a Grecia
sin parar ni en los semáforos.

Se propusieron votar
la cosa, pero Alejandro
(que pretendía ir más lejos)
no quiso hacer un sufragio
y sus huestes, hechas polvo,
fueron y se rebelaron,
diciéndole a su caudillo:
«¡Ya está bien de hacer el ganso
por estas tierras de Asia,
que están a tomar por saco!
Volvamos ya hacia la patria
de Platón y Anaximandro.»

Hubo entonces discusiones,
broncas y un nudo gordiano
que los soldados rebeldes
cortaron de un solo tajo,
con el proceder de darse
la vuelta y salir pitando
para Grecia. Su caudillo
les fue siguiendo y llamando
a voces, pero los otros
no le hicieron ningún caso.

Resumiendo, que es gerundio:
Alex pasó por el aro
y volvió junto con todos,
aunque bastante frustrado
por no poder ir más lejos,
hasta el Japón o hasta Laos
por lo menos. Y, además,
su regreso fue nefasto
porque allí agarró unas fiebres
que le pusieron muy malo.
Y en una ciudad cualquiera
quedó muerto y putrefacto.
Este fue el final del héroe.
¡Toma del frasco, Carrasco!

Fue un ejemplo para otros
reyes, sátrapas y sátrapos.
César le quiso imitar;
Napoleón, otro tanto;
luego Hitler, luego Stalin,
luego Mussolini y Franco,
pero todos perecieron
y sus imperios cascaron,
sus glorias fueron efímeras
y se vinieron abajo,
pues en el mundo no mandan
los jefes, sino los bancos.

 

 



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