Antecedentes.— El marqués de Coubertin fue un señor que quiso pasar a la posteridad por poner de moda alguna cosa y al que no se le ocurrió nada mejor que retomar los Juegos Olímpicos de la Hélade. A mí me parece muy bien que se juegue a todo lo que se quiera, pero preferiría que se jugara en otro lado —en otro país, se entiende— si, para hacerlo, hay que construir cosas muy caras. Por ello aprovecho la libertad que te da el papel en blanco para plasmar en él mi impopular opinión.
Si yo tuviese millones
para gastar a mansalva
—tras dar seis vueltas al mundo
montado en una piragua—,
contrataría a una agencia
que montara una campaña
cuyo objetivo sería
rechazar las Olimpiadas,
convencer a mis conciuda-
danos de que es gran chorrada
gastarse el dinero en pre-
tender dejar remozada
a una ciudad tan carente
de mil cosas necesarias
como pasa con Madrid,
capital de las Españas.
Yo no me opongo al deporte.
Quien quiera ponerse cachas
con los anabolizantes,
correr metros, saltar vallas,
lanzar martillos, jugar
al ping-pong, meter canastas,
bailar tangos con un aro
o lo que sea que hagan,
yo lo apruebo, siempre y cuando
lo hagan gratis y en su casa.
Empero, si ha de gastarse
todo lo que hay en las arcas
municipales y mucho
más, quedando entrampada
la ciudad hasta el dos mil
cien, sólo por las ansias
de esos políticos nuestros
de ganarse así la fama
que no consiguen haciendo
buena gestión ciudadana,
entonces voy yo y me opongo
rotundamente y con ganas,
y detallo mis razones,
dejando las cosas claras.
Dicen que se beneficia
la ciudad con esa panda
de deportistas. Es una
mentira como una casa.
Sólo medran los hoteles
y quienes tienen contratas
de caterings y transportes;
los demás no ganan nada.
Se gastan muchos millones
alegremente y sin tasa
construyendo infraestructuras
que serán abandonadas
al poco que finalicen
los juegos: cosa es probada,
que ha pasado en otros sitios,
desde Munich hasta Atlanta.
La persona que lo niegue
miente como una bellaca.
Bueno: al menos un estadio,
un puerto para regatas
u otras cosas de ese estilo
quizá pueda utilizarlas
alguno en otra ocasión.
Pero la gran millonada
que se gastan en informes,
en expertos, propaganda,
en viajes subvencionados
y otras cien mil zarandajas
es un despilfarro enorme
y es algo que clama al alma
cuando oímos a diario
que hay gente que vive en cajas
de cartón en plena calle,
que otros comen dietas blandas
sacadas de las basuras,
que hay gran escasez de camas
en los hospitales públicos,
que pese a que son muy largas
allí las listas de espera
más médicos no contratan,
que se reducen ayudas
a las personas ancianas
que viven solas, que cortan
—como si no hicieran falta—
las becas de comedor
y que los próceres pasan
del bienestar ciudadano
olímpicamente. (¡Vaya!
También así son olímpicas
las gentuzas que nos mandan.)