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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Molinos de viento

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          La acción de esta zarzuela de Pablo Luna y Luis Pascual Frutos se sitúa en la Holanda de los tulipanes y de las campesinas rollizas por comer mucho «Tulipán», concretamente en el pequeño pueblo marinero de Volendam, que no sabemos si es un un lugar que existe en la realidad o un nombre ficticio que el autor se buscó mediante el socorrido procedimiento de cerrar los ojos y poner un dedo al azar sobre una página cualquiera de la guía telefónica de Amsterdam.

          Pues a ese sardinero lugar llega un yate inglés —que se ha roto por algún sitio y tiene que hacer reparaciones por valor de un pico para no irse a pique—, capitaneado por el príncipe Alberto, que tiene tal fama de guapo que todas las aldeanas se han enamorado de él incluso antes de verle. Esto es una temeridad, porque al príncipe no se le conoce novia alguna y lleva cuatro años sin salir de su yate y sin más compañía que los marineros de su tripulación, a pesar de lo cual dice vivir muy contento.

          Como fuere, en espera de que el príncipe en persona se digne desembarcar, las muchachas del lugar se dedican a timarse con los marineros, que son atentos y finos; los mozos están celosos con muchísima razón y la aldea se encuentra toda desquiciada. La tensión del ambiente se puede cortar incluso con un cuchillo de los de untar la mantequilla, que son los que menos filo tienen.

          El cabo Stock canta una canción en la que informa que, para despedirse, su superior organizará una fiesta con cerveza, aceitunas y patatas fritas, por lo que todo el mundo acaba diciendo a gritos lo siguiente:

 

Tranlaranlarara tranlararará,

tranlaranlarara tranlararará.

¡Que viva el capitán!

¡Hurra por nuestro bravo capitán!

 

          Margarita es una rubia y angelical aldeana (¿qué protagonista de zarzuela no es rubia y angelical?) que está coladita por el príncipe y ha jurado ante San... ante San... (¡ah, se me olvidaba que en Holanda no tienen santos!), bueno, ha jurado ante un tío suyo al que le tiene mucho cariño que hará también suyo al príncipe de una manera u otra, no porque sea o no guapo (que eso sería un motivo muy superficial), sino porque es el heredero de una corona real y a un futuro rey no se le pesca todos los días, aunque se sea la protagonista de una zarzuela de pescadores.

          Romo, el cervecero de allí, está similarmente colado por Margarita, porque ella tiene todas esas cosas que suelen tener las mujeres y a las que los hombres son tan aficionados. Pero ella no le hace ningún caso: escucha sus declaraciones de amor como si oyera caer diez litros por metro cuadrado y ceba a su cabra con los ramos de flores que Romo le manda cuatro veces al día. En cuanto a los pendientes, anillos y pulseras que el otro le regala regularmente, los revende en el mercadillo de los jueves, sacándose unos florines extra que le vienen muy bien. Es un ejemplo claro de la actitud conocida como corazondepiedrismo mercantil.

          Esta es la situación cuando Alberto pone por fin el pie en tierra (los dos) para despedirse de todos y tomarse las últimas cañas. Conocedor de las calabazas diarias que Romo cosecha, decide ayudarle, bien por solidaridad masculina o para presumir de sus dotes de conquistador y alejar definitivamente de sí toda sospecha de ambigüedad sexual entre el gremio de barítonos.

          Aconseja a Romo que le cante una serenata a la joven, porque a las mujeres les gustan mucho esas muestras de romanticismo por parte de sus pretendientes, ya que pueden pasárselas por las narices a esas amigas suyas a las que nadie nunca les ha rondado ni les rondará.

          Romo lo intenta. Se coloca bajo la ventana de la muchacha y canta:

 

          Siento en mí no sé qué cosa.

          Siento lo que tú no sientes.

          Siento que no salgas pronto

          y siento que te moleste.

 

          Pero como Romo tiene un oído enfrente del otro (pese a ser el tenor de la pieza), ella no sale al balcón ni a rastras y él no consigue más que un ridículo sonado (y muy mal sonado, además).

          Entonces el príncipe decide probar a eso de ser actor de doblaje y hace una cyranada, cantando él la serenata mientras Romo se está allí plantado como un pasmarote. Margarita, en su cuarto, escucha la canción y tiene dos vuelcos: uno, el que le da el corazón, y otro, el de la palangana de lavarse, que se le cae al suelo, dejando toda la alfombra perdida de agua sucia.

          Por si esto no fuera suficiente y para contribuir al enredo, Alberto se ofrece a escribirle a Romo una carta para Margarita (ya que el cervecero es iletrado). A Romo le parece muy bien, porque aunque los mozos han jurado no hablar en absoluto con las muchachas mientras los marineros sigan allí, no se había dicho nada de no escribirles. El único fallo es que él es analfabeto, como ya hemos dicho, y Margarita lo sabe perfectamente, por lo cual mandarle una carta son ganas de meterse en problemas. Pero ni el personaje (ni el libretista, por lo visto) paran mientes en tales minucias.

          Margarita —escondida tras un trozo de matorral que no pega nada en medio de la adoquinada plaza del pueblo y que se ha añadido al decorado con el único propósito de que ella se pueda ocultar detrás en un momento dado— ve cómo Alberto le da una carta a Romo. Poco después Romo se la entrega y, ¡claro!, se produce el equívoco necesario para que el argumento avance y no se estanque. Ella lee la misiva lírico-amorosa (que el príncipe —que es tonto— se ha olvidado de firmar con el nombre de Romo) y sabiendo que Romo y la tinta aún no se conocen ni han sido nunca presentados, imagina que la carta tiene que ser del príncipe, por lo que se hace ilusiones cortesanas y palaciegas.

          En ese momento, los aldeanos asoman por allí la gaita y se enteran de que el príncipe corteja a Margarita, con lo que cogen un cabreo importante, pues ya sabemos que no les gusta que vengan hombres de fuera a llevarse las materias primas del país.

          El caso es que les entran a todos unas ganas tremendas de pegarle a alguien y arremeten contra Margarita, que está cerca y les pilla a mano. Es entonces cuando aparece de nuevo Alberto y la salva, porque una zarzuela en la que el héroe no salva a la chica de un ataque de unos malvados es una birria de zarzuela.

          Cuando el príncipe —que al parecer es un alma cándida y no sabe mentir— intenta aclarar el asunto y revela que la carta con declaración de amor no es cosa suya, sino de Romo, y que él solo hacía de escriba sentado, los aldeanos redirigen su ira hacia el cervecero y le pegan una paliza tal que la censura tuvo prohibida esta escena durante muchos años.

          Desilusionada al ver que se queda sin reino, Margarita se desmaya y como Pascual Frutos no sabe qué hacer con esta historia, decide que caiga el telón, para que los ánimos se tranquilicen.

          En los dos últimos cuadros la acción corre vertiginosa y se nota que el libretista, llegado a este punto, estaba ya harto de escribir la zarzuela y quería acabarla lo antes posible.

          El príncipe da su palabra a Romo de que no se interpondrá entre él y la joven, no será el jamón que separe los dos trozos del pan del bocadillo del amor (¡qué hermoso símil!). Margarita le declara su pasión al príncipe y este decide tomar las de Jakobstad. (Villadiego. En holandés en el original.)

           Mientras todo el pueblo duerme la cogorza reglamentaria del fin de semana, Alberto abandona el lugar. Margarita ve partir el barco y se queda partida (como es lógico, al ver que ha perdido la partida). Su primer impulso es seguirlo a nado, pues todo le parece mejor que continuar viviendo el resto de su vida en aquel pueblo infecto. Pero Romo se lo impide. Le dice que el capitán es un tal y un cual, un indeseable, un canalla si se ha aprovechado de ella y un gilipuertas si no lo ha hecho. Y, encima, un maleducado, pues se ha marchado despidiéndose a la francesa. Margarita llora, aumentando perceptiblemente el nivel del agua del mar, lo cual en los Países Bajos es peligroso porque pone a los campos en riesgo de anegarse.

          La zarzuela está a punto de acabar; pero hay un problema: todavía no se ha explicado a los espectadores qué pito tocan en todo aquel asunto los dichosos molinos que dan título a la obra y que serán todo lo típicos que ustedes quieran, pero que aún no han aparecido por ningún lado.

          Para cubrir el expediente, el autor se saca de la manga una metáfora traída por los pelos y metida con calzador, como suele decirse, y hace que su personaje cervecero diga algo así como que los hombres somos como molinos de viento que movieran sus aspas. Las aspas giran del lado que las impulsa el aire y lo mismo hace el amor. El de Romo fue a Margarita; el de Margarita, a Alberto, y el de Alberto... ¡quién sabe! Romo remata la jugada añadiendo que al príncipe un viento lo trajo y otro se lo llevó o algo por el estilo. Estas cursiladas gustan siempre mucho y el público aplaude este final puesto en pie y poniéndose los abrigos.


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