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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Fernando VII

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Hace ya bastantes años

Fernando de Borbón vino

a este mundo porque no

podía venir a otro sitio.

Le pusieron muchos nombres:

Fernando, María, Francisco

de Paula, Genaro, Juan

Nepomuceno, Domingo,

Cayetano, Fausto, Luis,

Gregorio, Diego, Calixto

y doce o catorce más,

un hábito muy antiguo,

porque en eso de perder

tiempo y hacer el ridículo

somos aquí los mejores

expertos y más peritos.

 

Este niño fue el noveno

entre los catorce hijos

de Carlos IV, un señor

que nunca estuvo aburrido

a juzgar por su progenie.

Pero ocho de aquellos niños

se murieron de pequeños

por algún defecto físico

y el noveno de la lista

vino a ser reconocido

como Príncipe de Asturias

en un acto pesadísimo

que no se acababa nunca,

debido a que el arzobispo

de Madrid se había comprado

unos días antes un libro

—Cien sermones para todas

las ocasiones— y quiso

quedar bien ante la corte

y hacer un papel lucido.

 

El país estaba a punto

de dar un gran estallido.

El rey Carlos se entregaba

en cuerpo y alma a sus vicios

—la caza, las cortesanas

y los miércoles el bingo—

y las riendas del gobierno

las llevaba un favorito

como si el gobierno fuera

unos caballos de tiro.

 

Era el tal Manuel Godoy

un «trepa», un «jeta», un bandido

y que para apalancarse

en el poder, tuvo un lío

con la reina María Luisa

a quien dicen que le hizo

unas caricias francesas

que daban escalofríos

y que a nuestra augusta reina

le gustaban con delirio.

 

A Fernando le educó

el padre Felipe Scio,

que era un religioso de

la orden de San Pepito

de Calasanz, que tenía

ideas propias y al pupilo

le instó para que fundará

el partido fernandino,

echara a Godoy y a Carlos

y gobernara solito,

pues tener que obedecer

a otros siempre es muy cansino.

Fernando instigó a las gentes

en contra de Manolito

y Carlos se vio obligado

a abdicar en el cretino

de su retoño, un error

que nos saldría carísimo.

 

Napoleón —un señor que

no tocaba ningún pito

en este asunto— cruzó

todo el país dando un brinco

(diciendo que iba a Lisboa

para asistir a un bautizo)

y se lo apropió por el

artículo treinta y cinco.

Nuestra familia real

se vio metida en un lío.

Bonaparte pretendía

enviarlos al exilio

y les invitó a Bayona,

les regaló un gran castillo

y les puso una pensión

de treinta millones limpios

de impuestos, sueldo que entonces

no lo cobraba un obispo.

 

Así, mientras que en España

andaban todos a tiros

para impedir que el francés

se bebiera nuestro vino,

gozara del sol y se

bañara en Torremolinos,

Fernando —ya transformado

en el monarca legítimo—

se daba la vida padre

sin privarse de un capricho.

 

En cuanto acabó la guerra

el rey se puso en camino

y llegó a Madrid, con ánimo

de emplear su poderío

para darles para el pelo

a todos sus enemigos

interiores, hacer con

los liberales un pisto,

gobernar el reino a su

modo, haciendo caso omiso

de cualquier constitución

y reglamento político,

pues ¿de qué sirve ser rey

si has de obedecer lo mismo

que los demás a las leyes

que hay escritas? Lo bonito

es hacer lo que te salga

de tu órgano más íntimo.

 

Los españoles, que son

tontos —todo hay que decirlo—

y a los que no les importa

que sus reyes sean indignos,

estuvieron muy de acuerdo

con aquel absolutismo,

se dejaron arrastrar

por sus más bajos instintos

y salieron a las calles

para proclamar a grito

pelado que «el Narizotas»

les parecía un rey chulísimo.

«¡Vivan las cadenas! ¡Vivan!»,

fue lo que entonces se dijo.

Si eras sensato, al oír esto

te daban escalofríos.

 

Es gran verdad —y hace tiempo

que lo han dicho muchos críticos—

que tenemos los gobiernos

que merecemos, por primos.

No nos podemos quejar

de que mande un individuo

así, si somos nosotros

quienes lo hemos elegido.

 

¿Cómo nos fue en su reinado?

Muy mal. Hubo mil sobrinos

de aristócratas inútiles

con el cargo de ministros

y que estuvieron metiendo

las patas hasta el ombligo,

causando muchos problemas

en temas importantísimos.

Metieron también la mano

y robaron a porrillo,

pero no les pasó nada

porque estaban protegidos

y en España ser ladrón,

si eres noble, no es delito.

 

A pesar de que el monarca

se había comprometido

en que los afrancesados

no correrían peligro,

no mantuvo su palabra

en absoluto, ¡el muy cínico!

Y tras matar a unos cuantos

por medios expeditivos

haciendo que trabajaran

a destajo los patíbulos,

desterró a los que quedaban

sin pensárselo ni cinco

minutos, porque era un rey

más mandón que Carlos Quinto.

 

Cerró periódicos porque

le parecía un desperdicio

de papel que no tenía

propósito ni objetivo

en un país dominado

por el analfabetismo.

Cerró escuelas y colegios,

cerró hospitales y hospicios

(y quizá, por compensar,

abrió bastantes presidios).

Clausuró universidades

desde Cartagena a Vigo,

argumentando que en ellas

sólo se enseñaban vicios.

Mandó disolver las Cortes,

atacó todo lo artístico

hizo añicos la cultura,

protegió a los señoríos,

permitió la Inquisición

y vendió un montón de títulos

nobiliarios, regalando

algunos a sus amigos.

Y no contento con esto

y otros hechos parecidos,

como era de natural

cruel y amaba el castigo,

entre billar y billar

se dedicó al exterminio

continuo de liberales

a los que hizo mil cachitos.

 

Prohibió todo, censuró

a mansalva lo que quiso

y tan sólo protegió

una cosa: lo taurino,

que abrió escuelas de toreo

para enseñar el terrífico

arte de matar a unos

preciosos animalitos

indefensos que no han hecho

nada y nunca se han metido

con nadie. Por este dato

contrastado y fidedigno

nos hacemos una idea

clara de cómo era el tipo.

 

Cuando algunos se cansaron

de soportar a ese bicho

que sólo viendo sufrir

obtenía regocijo,

hubo una sublevación

que le obligó a Fernandito

a ser constitucional

durante un rato. ¿Lo hizo?

El taimado derramó

lágrimas de cocodrilo,

de sus pasados desmanes

dijo estar arrepentido

y prometió comportarse

para evitar un conflicto.

Sin embargo, como era

un sinvergüenza de abrigo,

en cuanto pudo, el canalla

se olvidó del patriotismo

y suplicó a los franceses

que nos invadieran ipso

facto, lo que hicieron pronto

mandando a los Cien Mil Hijos

de San Luis, que era un ejército

que vino con el designio

de que hubiera monarquía

absoluta por los siglos

de los siglos en España

y un régimen asesino.

 

¿Qué bueno puede decirse

de un monarca tan querido

y llamado «el Deseado»,

tan justiciero y pacífico,

tan bondadoso y amable

y experto en hacer ganchillo

(como cuentan los biógrafos

que sobre él han escrito)?

Que amaba la tradición

(excepto cuando le vino

mejor saltársela a

la torera). Referimos

que como el postrer regalo

que antes de morir nos hizo,

organizó un gran follón

denominado «carlismo»

que nos supuso tres guerras

entre los isabelinos

y las tropas de su hermano,

un tal Carlos María Isidro.

 

La cosa fue como sigue:

en aquel tiempo teníamos

la Ley Sálica, apoyada

por el tradicionalismo,

que impedía que las hembras

reinaran. Pero el listillo

del rey Fernando, aunque era

muy tradicional él mismo,

porque reinara su hija

Isabel, hizo un poquito

de trampa aquí y promulgó

una ley dando permiso

de reinar a las mujeres,

lo que organizó un buen cisco.

Cuando a su muerte, su hija

se subió el trono, su tío

fue y puso el grito en el cielo

y, defendiendo el realismo,

metió a España en una guerra

de carácter fratricídico

que salió más cara que una

tonelada de marisco.

Aquí se acaba el resumen

y el verso antipanegírico

de este gobernante pigre

que reinó a golpe de edicto,

de este borbón codicioso,

cruel, cobarde, vengativo,

despiadado y tan nefasto

como un cólico nefrítico

que sumió a España en las sombras

del retraso y del prejuicio,

la intolerancia, la su-

perstición y el fanatismo,

que la dejó mismamente

al borde del precipicio

y, antes de morir, le dio

un pequeño empujoncito.

 

 


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