Hace ya bastantes años
Fernando de Borbón vino
a este mundo porque no
podía venir a otro sitio.
Le pusieron muchos nombres:
Fernando, María, Francisco
de Paula, Genaro, Juan
Nepomuceno, Domingo,
Cayetano, Fausto, Luis,
Gregorio, Diego, Calixto
y doce o catorce más,
un hábito muy antiguo,
porque en eso de perder
tiempo y hacer el ridículo
somos aquí los mejores
expertos y más peritos.
Este niño fue el noveno
entre los catorce hijos
de Carlos IV, un señor
que nunca estuvo aburrido
a juzgar por su progenie.
Pero ocho de aquellos niños
se murieron de pequeños
por algún defecto físico
y el noveno de la lista
vino a ser reconocido
como Príncipe de Asturias
en un acto pesadísimo
que no se acababa nunca,
debido a que el arzobispo
de Madrid se había comprado
unos días antes un libro
—Cien sermones para todas
las ocasiones— y quiso
quedar bien ante la corte
y hacer un papel lucido.
El país estaba a punto
de dar un gran estallido.
El rey Carlos se entregaba
en cuerpo y alma a sus vicios
—la caza, las cortesanas
y los miércoles el bingo—
y las riendas del gobierno
las llevaba un favorito
como si el gobierno fuera
unos caballos de tiro.
Era el tal Manuel Godoy
un «trepa», un «jeta», un bandido
y que para apalancarse
en el poder, tuvo un lío
con la reina María Luisa
a quien dicen que le hizo
unas caricias francesas
que daban escalofríos
y que a nuestra augusta reina
le gustaban con delirio.
A Fernando le educó
el padre Felipe Scio,
que era un religioso de
la orden de San Pepito
de Calasanz, que tenía
ideas propias y al pupilo
le instó para que fundará
el partido fernandino,
echara a Godoy y a Carlos
y gobernara solito,
pues tener que obedecer
a otros siempre es muy cansino.
Fernando instigó a las gentes
en contra de Manolito
y Carlos se vio obligado
a abdicar en el cretino
de su retoño, un error
que nos saldría carísimo.
Napoleón —un señor que
no tocaba ningún pito
en este asunto— cruzó
todo el país dando un brinco
(diciendo que iba a Lisboa
para asistir a un bautizo)
y se lo apropió por el
artículo treinta y cinco.
Nuestra familia real
se vio metida en un lío.
Bonaparte pretendía
enviarlos al exilio
y les invitó a Bayona,
les regaló un gran castillo
y les puso una pensión
de treinta millones limpios
de impuestos, sueldo que entonces
no lo cobraba un obispo.
Así, mientras que en España
andaban todos a tiros
para impedir que el francés
se bebiera nuestro vino,
gozara del sol y se
bañara en Torremolinos,
Fernando —ya transformado
en el monarca legítimo—
se daba la vida padre
sin privarse de un capricho.
En cuanto acabó la guerra
el rey se puso en camino
y llegó a Madrid, con ánimo
de emplear su poderío
para darles para el pelo
a todos sus enemigos
interiores, hacer con
los liberales un pisto,
gobernar el reino a su
modo, haciendo caso omiso
de cualquier constitución
y reglamento político,
pues ¿de qué sirve ser rey
si has de obedecer lo mismo
que los demás a las leyes
que hay escritas? Lo bonito
es hacer lo que te salga
de tu órgano más íntimo.
Los españoles, que son
tontos —todo hay que decirlo—
y a los que no les importa
que sus reyes sean indignos,
estuvieron muy de acuerdo
con aquel absolutismo,
se dejaron arrastrar
por sus más bajos instintos
y salieron a las calles
para proclamar a grito
pelado que «el Narizotas»
les parecía un rey chulísimo.
«¡Vivan las cadenas! ¡Vivan!»,
fue lo que entonces se dijo.
Si eras sensato, al oír esto
te daban escalofríos.
Es gran verdad —y hace tiempo
que lo han dicho muchos críticos—
que tenemos los gobiernos
que merecemos, por primos.
No nos podemos quejar
de que mande un individuo
así, si somos nosotros
quienes lo hemos elegido.
¿Cómo nos fue en su reinado?
Muy mal. Hubo mil sobrinos
de aristócratas inútiles
con el cargo de ministros
y que estuvieron metiendo
las patas hasta el ombligo,
causando muchos problemas
en temas importantísimos.
Metieron también la mano
y robaron a porrillo,
pero no les pasó nada
porque estaban protegidos
y en España ser ladrón,
si eres noble, no es delito.
A pesar de que el monarca
se había comprometido
en que los afrancesados
no correrían peligro,
no mantuvo su palabra
en absoluto, ¡el muy cínico!
Y tras matar a unos cuantos
por medios expeditivos
haciendo que trabajaran
a destajo los patíbulos,
desterró a los que quedaban
sin pensárselo ni cinco
minutos, porque era un rey
más mandón que Carlos Quinto.
Cerró periódicos porque
le parecía un desperdicio
de papel que no tenía
propósito ni objetivo
en un país dominado
por el analfabetismo.
Cerró escuelas y colegios,
cerró hospitales y hospicios
(y quizá, por compensar,
abrió bastantes presidios).
Clausuró universidades
desde Cartagena a Vigo,
argumentando que en ellas
sólo se enseñaban vicios.
Mandó disolver las Cortes,
atacó todo lo artístico
hizo añicos la cultura,
protegió a los señoríos,
permitió la Inquisición
y vendió un montón de títulos
nobiliarios, regalando
algunos a sus amigos.
Y no contento con esto
y otros hechos parecidos,
como era de natural
cruel y amaba el castigo,
entre billar y billar
se dedicó al exterminio
continuo de liberales
a los que hizo mil cachitos.
Prohibió todo, censuró
a mansalva lo que quiso
y tan sólo protegió
una cosa: lo taurino,
que abrió escuelas de toreo
para enseñar el terrífico
arte de matar a unos
preciosos animalitos
indefensos que no han hecho
nada y nunca se han metido
con nadie. Por este dato
contrastado y fidedigno
nos hacemos una idea
clara de cómo era el tipo.
Cuando algunos se cansaron
de soportar a ese bicho
que sólo viendo sufrir
obtenía regocijo,
hubo una sublevación
que le obligó a Fernandito
a ser constitucional
durante un rato. ¿Lo hizo?
El taimado derramó
lágrimas de cocodrilo,
de sus pasados desmanes
dijo estar arrepentido
y prometió comportarse
para evitar un conflicto.
Sin embargo, como era
un sinvergüenza de abrigo,
en cuanto pudo, el canalla
se olvidó del patriotismo
y suplicó a los franceses
que nos invadieran ipso
facto, lo que hicieron pronto
mandando a los Cien Mil Hijos
de San Luis, que era un ejército
que vino con el designio
de que hubiera monarquía
absoluta por los siglos
de los siglos en España
y un régimen asesino.
¿Qué bueno puede decirse
de un monarca tan querido
y llamado «el Deseado»,
tan justiciero y pacífico,
tan bondadoso y amable
y experto en hacer ganchillo
(como cuentan los biógrafos
que sobre él han escrito)?
Que amaba la tradición
(excepto cuando le vino
mejor saltársela a
la torera). Referimos
que como el postrer regalo
que antes de morir nos hizo,
organizó un gran follón
denominado «carlismo»
que nos supuso tres guerras
entre los isabelinos
y las tropas de su hermano,
un tal Carlos María Isidro.
La cosa fue como sigue:
en aquel tiempo teníamos
la Ley Sálica, apoyada
por el tradicionalismo,
que impedía que las hembras
reinaran. Pero el listillo
del rey Fernando, aunque era
muy tradicional él mismo,
porque reinara su hija
Isabel, hizo un poquito
de trampa aquí y promulgó
una ley dando permiso
de reinar a las mujeres,
lo que organizó un buen cisco.
Cuando a su muerte, su hija
se subió el trono, su tío
fue y puso el grito en el cielo
y, defendiendo el realismo,
metió a España en una guerra
de carácter fratricídico
que salió más cara que una
tonelada de marisco.
Aquí se acaba el resumen
y el verso antipanegírico
de este gobernante pigre
que reinó a golpe de edicto,
de este borbón codicioso,
cruel, cobarde, vengativo,
despiadado y tan nefasto
como un cólico nefrítico
que sumió a España en las sombras
del retraso y del prejuicio,
la intolerancia, la su-
perstición y el fanatismo,
que la dejó mismamente
al borde del precipicio
y, antes de morir, le dio
un pequeño empujoncito.