Pío Baroja y Nessi (1872-1956) se hizo un sitio a codazos en ese grupo de escritores feos como ellos solos conocido como la Generación del 98. Es, con toda probabilidad, el escritor español más pelmazo del siglo XX, si exceptuamos a «Azorín». Su amplia obra se caracteriza por el disconformismo social, la ideología anarquista de sus personajes y un uso un tanto raro de los adjetivos.
Antes de triunfar como literato, Pío Baroja desempeñó la profesiones de médico en Cestona y de panadero en Madrid. De ellas aprendió cosas indispensables para la creación artística.
Se dedicó a este último oficio sin saber si tendría aptitudes, como él mismo confesó, pues el manejo de la harina no es algo al alcance de todos. Abandonó el ejercicio de la medicina «cansado de la vida sórdida y llena de pequeñas rivalidades de un pueblo» y después de equivocarse varias veces al recetar, con el consiguiente enfado de viudas y huérfanos.
Desde 1896 a 1902 se dedicó a regentar la panadería de una tía de su madre, doña Juana Nessi, en Madrid. Nunca se ha dado especial importancia a este episodio, pero fue fundamental en la formación del artista, que creció a base de magdalenas.
Baroja se levantaba a las once de la noche e iniciaba su larga jornada en un sótano oscuro, triste y sucio. La falta de medidas de seguridad era alarmante; por ejemplo, en los ratos libres podía escribir novelas con total impunidad y sin que nadie se lo impidiera, como habría sido lo deseable. En los cortos ratos entre hornadas, para reponer fuerzas, comía salchichón.
Su objetivo en la panadería había sido conseguir la independencia económica y ganar el Premio Nacional de Roscos. Pero tras siete años de duro trabajo tuvo que reconocer que su probabilidad de ganar el premio estaba cada vez más lejana, si no aprendía a hacerles el agujero. Sintiéndose fracasado, se desentendió del negocio, que dejó en manos de un administrador, y decidió dedicarse a vivir de las rentas que tenía, por lo que no nos explicamos qué hacía trabajando en la panadería. Además también escribía artículos, con lo que no ganaba nada pero que era una actividad más de su agrado.
Baroja, descontento del movimiento capitalista, se hizo socio de número del Rayo Vallecano y apoyó activamente a los panaderos en huelga para conseguir que en los sacos de harina salieran muñequitos coleccionables.
Por esta profesión hubo de soportar también las burlas de sus contemporáneos, como en el caso del poeta Rubén Darío que, como alusión satírica a su anterior oficio, dijo en cierta ocasión que las novelas de Baroja tenían mucha miga. Baroja, enfadado, contestó que Darío, como era indio, tenía muy buena pluma y, un día que se encontraron ambos en la chocolatería de San Ginés, acabaron a bofetadas. Hoy luce allí una placa conmemorando el encuentro de estos grandes autores.