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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Carlos Arniches

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Uno que no ganó tanto dinero en su tiempo como Jacinto Benavente pero que se le acercó mucho fue Arniches, que era alicantino, pero que ejerció de madrileño castizo durante toda su vida hasta límites insospechados.

En efecto, logró que su teatro modificara la vida de una manera efectiva. Se sacó del caletre palabras y expresiones «chulapas», que se popularizaron en sus obras, y la gente en las calles comenzó a usarlas como si fuesen palabras de verdad. Digamos que el chulo madrileño es un invento suyo en un 75 por ciento.

Su teatro está dividido en dos grandes bloques, como cuando la Guerra Fría. Uno es el de sus sainetes cortos y sus libretos de zarzuela, en el que no había nadie que le metiera mano, pero en el que tenía muchos imitadores. El segundo es más personal e intransferible: es el de sus «tragicomedias grotescas», que tienen mucho de esperpento y son un subgénero propio y hasta patentable.

Arniches estrena muchas obras entre 1890 y 1900, pero hay que advertir que no es esta la causa de que a aquellos años se les llame «la década del Desastre». Son piezas cortas, destinadas a los «teatros por horas», que olían muy mal (los teatros, no las piezas), pero que, en cambio, eran baratos y permitían a todo el mundo disfrutar de los espectáculos, no como ahora que, como las entradas cuestas un ojo de la cara, hacen que la gente se quede en casa viendo realitiesen la televisión, que son gratis.

De la pluma de Arniches salía el «género chico» como de una máquina bien engrasada. Colaboró con todo el que se le puso por delante (Celso Lucio, Antonio Paso, Joaquín Abati, Carlos Fernández y alrededor de unos treinta señores más). En este estilo regionalista y sainetesco, si los Quintero tenían el monopolio de Andalucía, Arniches gobernó con puño de acero su feudo madrileño y barriobajero.

Su arma principal fue el lenguaje, con el que el autor hacía exactamente lo que le daba la gana. Explotó la sinonimia más descarada, hablando del «arbusto genealógico» y de cosas por el estilo. Hizo bromas con los nombres y apellidos (Dolores Fuertes, etc.) y se regodeó en la ignorancia del pueblo.

Sin embargo, su corazoncito estaba con los pobres y los humildes, que en su teatro resultan entrañables incluso bebiendo del botijo. Estos sainetes pretenden siempre conmover y a nosotros no nos avergüenza decir que nos hemos reído con ellos pero que también hemos gimoteado en ocasiones. Esto no lo queríamos confesar, por pudor y para que luego no pongan en ningún libro: «El crítico Gallud Jardiel afirmó que, viendo cómo escribía Arniches, le entraban ganas de llorar», porque la frase podría interpretarse en otro sentido.

Mencionemos algunos de estos sainetes, para que se vea que los conocemos de verdad y no nos estamos inventando nada: El santo de la Isidra (1898), El amigo Melquiades (1914) o Los milagros del jornal (1924).

Más calidad y más entreactos tienen sus «tragicomedias grotescas», que son precisamente eso, por lo que no hay necesidad de definirlas más. La idea es que nos riamos de un personaje protagonista cuyas penalidades deberían conmovernos y movernos a compasión si nosotros no fuésemos unos seres insensibles y abyectos. ¿Cómo se las apaña Arniches para lograr tal efecto? Pues poniendo en ridículo constante al personaje que sufre los envites del destino, para que, entre risa y risa, no tengamos tiempo de tenerle compasión.

Es mi hombre (1921) es la obra paradigmática. Un hombre apocado y cobarde, sin trabajo, con más hambre que el perro de un ciego y una hija a la que sacar adelante, acepta un empleo de matón en una sala de fiestas, porque no le queda otra. Paradójicamente, el personaje mequetréfico consigue meterle el miedo en el cuerpo a los delincuentes más desalmados, porque como no tiene nada que perder, echa siempre malo de la pistola a las primeras de cambio. La obra ilustra el dicho de que el hambre hace héroes a la fuerza. El Arniches compasivo con los desgraciados se muestra aquí en todo su esplendor.

Y si el protagonista de Es mi hombre nos produce congoja y lástima, la de La señorita de Trevélez(1916) nos anega en un mar de lágrimas de tanta pena como nos produce. En una capital de provincia de la que no queremos acordarnos, unos señoritos gamberros, malajes y sin nada que hacer deciden reírse a costa de una solterona y le buscan un novio de mentira, para que la seduzca y así pasárselo bien. La crítica social se impone, censurando duramente ese concepto que muchos tienen del humor y que consiste en mofarse de los demás con la peor idea. Es esta la indigna base de los chistes de leperos, de gangosos y de mariquitas. Arniches ataca con fuerza a esas malas personas que denigran a sus semejantes sin pensar en el sufrimiento que provocan.

Una obra olvidada, pero que tiene tela, es Los caciques (1920), donde se critica este fenómeno sociopolítico que conformaba a principios de siglo la realidad de la vida rural española. La comedia es un muestrario de corrupciones y mezquindades políticas. El alcalde tapa con un paño el reloj de pared de su despacho para que cuando le visiten los concejales del partido rival no se aprovechen y vean gratis la hora que es. La obra se ensaña con el conservadurismo, la hipocresía y —para usar una frase que estaba muy de moda entonces— «el marasmo social de España».

El alicantino, en su teatro de denuncia, toca otros muchos temas, como la decadencia de la aristocracia y lo injusto de sus privilegios en La casa de Quirós (1915). Además, aboga por la bondad como objetivo principal de cualquier ser humano digno de ese nombre en El señor Adrián, el primo (1927), una obra regeneracionista donde las haya en la que Arniches defiende a capa y espada el trabajo, la honradez y la tolerancia, consiguiendo el difícil resultado de adoctrinar positivamente al público sin que este se enfade y casi sin que se dé cuenta de que le están sermoneando.

Carlos Arniches era muy feo, pero este dato no añade mucho realmente a este breve análisis de su teatro.


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