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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Romance de la niña vestida

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Cuando la luna nos muestra

redondez de cacahuete

y, antes de dormir, la brisa

se toma un vaso de leche,

cuando las sombras calladas

cuentan cuentos a los tréboles

y se incrementan los grados

de aquellos que tienen fiebre,

cuando la tarde es recuerdo

emborronado de Alzheimer,

cuando salen los vampiros

para ver lo que se muerde,

cuando los grillos entonan

la «Lacrimosa» del Requiem

y los sonámbulos comen

sardinas en escabeche,

o sea: cuando la noche

sale, porque el Sol se mete,

en un callejón de un barrio

muy típico de Albacete

Jacinto le mete mano

a su prima, Mari Tere.

 

¡Ay, que los lobos oscuros

van persiguiendo a las liebres!

¡Ay, que el mar está mojado

y lleno de salmonetes!

 

La niña, si se descuida,

va a perder lo que se suele

perder siempre en estos casos

y que es algo muy corriente

en los versos de la Ge-

neración del Veintisiete.

 

Él, ansioso por gozar

lo gozable, la acomete.

Rasga su blusa de seda

de un manotazo valiente

porque no tiene paciencia

para buscar los corchetes,

y le pega un gran bocado

sin preguntar si le duele.

 

Los pechos a la muchacha

le tiemblan, de puro alegre;

él los degusta, extasiado,

cual si fueran un sorbete.

Su lengua fría acaricia

los pezones de la Tere

que, enervados, se le ponen

firmes, igual que un teniente

recibiendo una medalla,

duros como una «baguette»

de atún comprada en el bar

de alguna estación de trenes,

y, sobre todo, muy dulces,

tan dulces como pasteles.

Jacinto cierra los ojos

y a su memoria le vienen

napolitanas, cruasanes,

ensaimadas con merengue,

tocinos de cielo, crema

catalana, arroz con leche,

empanadas de boniato,

tortas de pasas y nueces,

profiteroles de nata

y otras mil exquisiteces.

(Como no pase a otro tema

agarrará la diabetes.)

 

El viento en los olivares

va tocando el clarinete

sin que este verso se sepa

por qué está aquí, ni a qué viene.

Los gitanos, con sus ropas

muy bien dadas de azulete,

se meten en el poema

sólo para dar ambiente

y hay un olor de jazmines

que no está mal, porque siempre

es mejor que huela a flores

que a vertedero o retrete.

 

Él empieza a despojarla

de sus faltas (lleva nueve,

una encima de la otra,

y todas tienen mil pliegues).

Con las caricias del primo

la muchacha desfallece

y Jacinto, enloquecido

de pasión, sigue en sus trece

y le va quitando toda

la ropa que la guarnece.

Él quiere hacerlo deprisa,

—vamos: en un periquete—

pero la cosa no es fácil

y ya casi le amanece.

Cuando se acaban las faldas

once enaguas entorpecen

la consumación de amor.

Jacinto, con ansia ardiente

rompe y rasga y hace trizas

todo aquel montón de lence-

ría que le está impidiendo

pasarlo de rechupete.

 

Pero decidió el destino

que no le iba a hincar el diente,

porque bajo las enaguas

desgarradas aparecen

una sucesión de bragas

de aspecto sólido y fuerte.

Y Jacinto está cansado

y, además, no es ningún Hércules.

Se desanima bastante

y decide, de repente,

que es mejor pagar un poco

que seguir haciendo el mente-

cato, por lo que dirige

sus pasos rápidamente

hacia un barrio que él conoce

en donde hay varios burdeles

que ofrecen un «dos por uno»

todos los martes y viernes.

 

En los almendros en flor

las mariposas se duermen.

Los grillos y las cigarras

están jugando al julepe.

 

Mari Tere, despechada,

llora lagrimones verdes

y coge un catarro por

desnudarse a la intemperie.

 


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