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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Un gobierno sincero

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Hacía ya tres horas y setenta y cinco minutos que el avión de «British Airways», que llevaba a España en visita oficial al Ministro del Exterior inglés, Sir Archibald Teastall, daba vueltas sobre el cielo del aeropuerto madrileño.

—¿Qué clase de aeropuerto es éste? —preguntó el Sir a su secretario, Mr. Leonard Hardbone—. Me parece que el de la torre de control se ha tomado dos copas de más.

—Probablemente, Sir —le respondió el interpelado.

—Éstos de Barajas se merecen cuatro palos. Averigüe lo que sucede.

—Al instante, Sir.

El copiloto preguntó por enésima vez a la torre por qué no le daban pista, pero no obtuvo respuesta. (El piloto, de tanto dar vueltas, se había sentido mareado y se había retirado a descansar. El copiloto había resistido las vueltas debido a la práctica que poseía, ya que su padre ponía todos los años un puesto de caballitos en una feria del condado de Hampshire).

Tras insistir un rato, consiguieron hacer bajar el avión. Eran las cinco de la mañana.

El Ministro español estrechó cinco de los dedos de Sir Archibald y le dijo lo siguiente:

—Nuestro país se alegra enormemente de su visita, pero a mí, personalmente, me da cien patadas en la boca del estómago el tenerme que levantar a las cuatro de la mañana para recibir a nadie.

(Ha de aclararse que, por aquellos días, el gobierno español estaba en manos de un partido político que siempre decía la verdad, porque había prometido electoralmente una total transparencia y sinceridad en toda ocasión. La cosa es posible porque esto es un cuento, así es que los lectores tienen que hacer como que se lo creen y aceptar la premisa para poder entender lo que va a pasar.)

Sir Archibald estuvo a punto de subirse de nuevo al avión, pero haciendo acopio del valor característico de su pueblo y siendo, como era, un hijo de la Gran Bretaña, decidió soportar estoicamente la inexplicable situación en la que se hallaba. Y estrechó de nuevo la mano de su colega español.

—¿Y el Primer Dignatario de su nación, ¿cómo se encuentra? —preguntó el inglés.

—Perfectamente, gracias, Sir Archibald. Me rogó encarecidamente que le disculpara, pero alegó acto seguido que le aburría soberanamente recibir señores.

El inglés estaba praxitélicamente petrificado, por lo que tuvo que echar mano de casi toda su flema.

—La verdad —continuó el español— es que yo tampoco me divierto nada con estas visitas de cortesía. Pero, en fin, habrá que hablar de algo, así es que ¿por qué no me cuenta cómo consiguió echarle la zancadilla a su antecesor, eh?

Ya iba Teastall a responderle diciéndole que no sabía lo que era una zancadilla, disculpándose por lo flojo de su español, cuando su secretario propuso:

—¿Y si hablásemos de otra cosa?

—Perfectamente —accedió el ministro. Y siguió: — Así que usted es Sir, ¿eh?

Archibald Teastall tosió.

—Una cortesía de Su Graciosa Majestad —dijo.

Y, sin embargo, el britano ponía una cara por la que nadie hubiese creído que Teastall hubiese podido encontrar nunca en este mundo ninguna cosa graciosa.

—¿Y, cómo fue el que le dieran ese título, sir no es indiscreción?

El inglés mordía las estalactitas ante estas chungas. Respondió:

—¡Oh, la nobleza de mi familia lo merecía desde antiguo, ya que los Teastall tenían un puesto...!

—¡Claro está!

—... tenían un puesto importante entre la nobleza de la época de los Plantagenet. Mi padre, el honorable y noble Sir William Teastall...

—¿El de la fábrica de embutidos del condado de Sussex? —preguntó al parecer inocentemente el bien curriculumviteado Ministro.

—El mismo —Teastall, con una sonrisa forzada debajo de las narices, tragó saliva y prosiguió:

—Mi padre prestó numerosos servicios a la Corona y...

—¿Y se los devolvieron? —el Ministro, como se ve, no perdía ocasión.

—... y como murió pronto y la Corona no pudo agradecerle sus servicios...

—Sí, eso es verdad —interrumpió el Ministro de nuevo—. He oído decir que Winston Churchill no las tomaba de ningún otro sitio.

Teastall enrojeció.

—¿Las qué? —indagó el inglés.

—¡Las longanizas!

—... por sus servicios a la Corona, cualesquiera que fuesen, me dieron el título de «Sir» a mí también.

—Luego, ¿el Sir no estaba incluido en la legítima?

Teastall comprendió que la tenían tomada con él. Maldijo mentalmente al Tratado de Utrech y al asunto de Gibraltar, al que suponía culpable de las ofensas que le inferían, e intentó cambiar la dirección del tema.

Pero como no se le ocurría qué decir para quedar bien, acabó afirmando la siguiente idiotez:

—A mí me encantan los poetas españoles. Son una de mis debilidades.

—Pues nos será grato complacerle —aseguró el ministro—. Organizaremos una velada poética en la que algún famoso vate nos recitará, con acompañamiento de arpas y oboes, el gran poema del Fénix La Dragontea, que trata de los detalles de la vida y de los milagros de un Sir.

—¡Ah, un elogio de un inglés hecho por un gran poeta español! ¡Magnífico! Y, ¿sobre quién trata? ¿Qué Sir es?

—Sir Francis Drake.

Teastall «dribló» maravillosamente. No se puede negar que el fútbol es un deporte inglés.

—Pero yo prefiero a los románticos: Hartzembusch, La Rosa, Espronceda...

—¡Ah, genial! —dijo el Ministro—. ¿Cómo era eso...? «Veinte presas hemos hecho a despecho...»

—«... del alemán» —cortó Teastall.

—Pero así no rima —protestó el santo.

—En verso blanco queda más moderno —terció el secretario que, como ya se sabe, era un hueso duro.

El siguiente cambio de conversación fue aún más contraproducente. Teastall, con una pata horrorosa, se manifestó entusiasta de las antigüedades y proclamó su deseo de adquirir algunas españolas.

—¡Qué españolas! Tenemos incluso inglesas, que pueden pasar a formar parte del patrimonio nacional de la Gran Bretaña.

—¿Ah, sí?

—Claro —dijo el Ministro—. Precisamente yo conozco a un anticuario que posee un cascanueces de alabastro que perteneció a Felipe II.

—Muy interesante. Pero no le veo la conexión británica al asunto.

—¡Pues que dicho cascanueces le fue regalado al monarca español por la mismísima reina de Inglaterra!

El Ministro inglés no podía creer que Isabel de Inglaterra le hubiera regalado nada al Rey de España. Ni a ningún otro.

—Pero, ¿se sabe con certeza la procedencia? Porque, a veces...

—¡Calle! ¡Si el mismísimo nombre de la reina está grabado allí! Yo lo he visto. Pone, en caracteres góticos «A Felipe II, con todo el cariño..., María Estuardo, Reina de Inglaterra y Escocia.» ¡La mismísima hija mayor de Enrique VIII, el de la película de Charles Laughton!

A Teastall se le pusieron de punta sus británicos pelos y Hardbone sintió una sensación rara en la médula.

Los cuatro días siguientes fueron horrorosos para Sir Archibald. Tuvo que oír afrentosas verdades referentes a Gibraltar, a los dos Oliverios (Cromwell y Twist), a Shakespeare, a la Reina Victoria, al Mago Merlín y al Almirante Nelson, además de muchas otras relativas a asuntos internacionales. No sólo esto, sino que el gobierno español se había enterado de muchos pormenores y pormayores ocultos y, entre ellos, algunos detalles relativos a la vida privada del Ministro. Una vez sabidos estos, el gobierno sincero no pudo disimular.

La gota de agua que colmó el barril fue el anuncio del macero del Palacio Presidencial, cuando Sir Archibald y su señora penetraron en él para la Recepción que se ofrecía en su honor.

El portero dio dos golpes recios con su maza, rompiendo un baldosín, al mismo tiempo que anunciaba:

—¡El Excelentísimo Ministro inglés de Asuntos Exteriores, Sir Archibald Teastall, y su querindonga!



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