(La Florencia renacentista. Por un mercado pasea Leonardo da Vinci con dos de sus discípulos: Francesco Melzi y Gian Giacomo Caprotti.)
Gian Giacomo.—¡Qué buena idea tuvisteis, maestro, de visitar el parque donde se encuentra la jirafa.
Francesco.—Una idea como todas las vuestras.
Leonardo.—En efecto. Lorenzo «el Magnífico» sabe cómo contentar a su pueblo y, sobre todo, cómo entretenerle.
Francesco.—¿Qué os ha parecido la jirafa, maestro?
Leonardo.—Un bello animal, querido Cesco, como lo son todos sobre la faz del planeta.
Gian Giacomo.—Nuestro señor, Lorenzo «el Magnífico», la ha hecho traer de tierras lejanas y la exhibe en sus jardines para que toda Florencia pueda recrearse los ojos contemplándola.
Francesco.—Lo hace por acrecentar su fama.
Leonardo.—No me importan los motivos, porque aumenta así la cultura de su pueblo. Muchos errores pueden perdonársele a Lorenzo por estos detalles. ¡Qué hermosa bestia! De vuelta en mi estudio, haré diversos bocetos de su anatomía. Tenía un cuello impresionante, ¿no te parece, Gian Gia?
Gian Giacomo.—Maestro, os ruego que no me llaméis así. Al decir ese nombre da la impresión de estuvieseis carraspeando o se os hubiera quedado pegado un caramelo en la garganta.
Leonardo.—Es un diminutivo cariñoso, Gian Giacomo.Yo lo empleaba por ahorrar sílabas, ya que si sigues conmigo te tendré que llamar muchas veces.
Gian Giacomo.—Sí, pero no me suena bien. Si os place y queréis abreviar, podéis llamarme Gi.
Leonardo.—¿Gi?
Gian Giacomo.—Sí: Gi.
Leonardo.—En tal caso parecerá que me río de ti.
Gian Giacomo.—Entonces llamadme Como.
Leonardo.—¿Cómo?
Gian Giacomo.—Eso: Como.
Leonardo.—Eso pregunto yo: ¿cómo?
Gian Giacomo.—Simplemente Como.
Leonardo.—No lo entiendo. ¿Cómo que Como?
Gian Giacomo.—¿Cómo que cómo que Como? ¡Pues Como!
Leonardo.—¿Cómo qué, repito?
Gian Giacomo.—No habéis caído, maestro. No me entendéis.
Leonardo.—Intento hacerlo, pero no veo cómo.
Gian Giacomo.—Quiero decir que me llaméis Como, de la misma manera que llamáis Cesco a Francesco.
Leonardo.—¡Ah! ¡Haberlo dicho, hombre! Me estabas haciendo un lío tremendo.
Francesco.—Pues sí, la jirafa es un animal impresionante.
Leonardo.—Todas las criaturas vivas son dignas de admiración: las águilas, de vuelo majestuoso; los tigres, con su elegancia natural; las musarañas, con su..., con su... No consigo acordarme de qué tienen las musarañas, pero estoy seguro de que son también esplendorosas en su especie. Por eso hemos de respetar a todas las bestias.
Gian Giacomo.—Sin embargo, maestro, en el libro sagrado del Génesis se nos dice que Dios hizo a los animales para recreo y regocijo del hombre. ¿No os opondréis a esto, imagino? ¿No seréis de la cáscara amarga?
Leonardo.—En absoluto. Pero la supremacía del hombre sobre las bestias no justifica su maltrato. Se puede juzgar a una civilización por la manera en la que trata a los animales.
Francesco.—¿Eso no lo dijo el Mahatma Gandhi?
Leonardo.—Eso lo digo yo, y basta.
Gian Giacomo.—Sois muy bondadoso, maestro. Pero habréis de reconocer que muchos se burlan de vos por vuestro amor por las fieras. Cuando se enteran de que sois vegetariano, os acusan de blandito y hasta de que no os gustan las mujeres.
Leonardo.—Sí, lo sé. La gente se asusta de las cosas que le parecen distintas. Pero matar para comer es una conducta salvaje que sólo se justificaba en la antigüedad, cuando el hombre era un completo salvaje. Pero ahora estamos ya a fines del siglo xv, en una época de total modernidad. El hombre está muy civilizado y no tiene sentido esa carnicería que hace con terneros, cerdos y otros animales.
Gian Giacomo.—¿Entonces es pecado matar a un ternero para comérselo?
Leonardo.—Para mí lo es.
Gian Giacomo.—¿Y devorar un pollo?
Leonardo.—También.
Gian Giacomo.—Entonces es un pecado mucho mayor el de comerse un plato de berberechos, porque los animales que matas son muchos más.
Leonardo.—Querido Como, tú lo que quieres es que me pille el toro, pero no me dejaré enredar en tu casuística tramposa. Debemos ser respetuosos con todas las formas de vida, pues son parte del Todo, de la sagrada Naturaleza a la que pertenecemos y de la que hemos salido.
Gian Giacomo.—¡Eso es la herejía panteísta! Tendréis que tener cuidado, maestro, de que nadie os escuche.
Francesco.—Hablad de otra cosa, por favor, que me estoy poniendo nervioso. (Refiriéndose a un puesto en el mercado.) ¡Oh, ved qué hermosos pimientos! (Llegan ante la tienda de Farruquio, un vendedor de palomas que tiene muchas de ellas en diversas jaulas.)
Leonardo.—Mirad a estas pobres bestias encerradas, sufriendo la crueldad de los humanos.
Gian Giacomo.—Se hace con ellas un estofado riquísimo, maestro.
Leonardo.—No será con éstas, te lo aseguro.
Gian Giacomo.—¿Qué pensáis hacer?
(Leonardo se dirige a los transeúntes que hay por allí y les habla en voz alta.)
Leonardo.—¡Oh, Florentinos, oídme unos instantes, prestadme atención! (Las gentes del mercado se detienen y se disponen a escucharle.)
Hombre 1.º.—¡Es Leonardo!
Hombre 2.º.—¡El gran artista!
Mujer 1.ª.—Es el protegido del «Magnífico».
Mujer 2.ª.—Dicen que es muy sabio. Oigamos lo que tiene que decir.
Leonardo.—(Dirigiéndose a la multitud.)Mirad a estos inocentes animales. Contempladlos en su cautiverio. ¿No percibís la tristeza de sus cantos por la falta de aire en que volar? Nacieron libres, aprendieron a surcar los cielos, que es su hogar y habitat natural. Y ahora: vedlos: están temerosos, apretujados, casi no respiran. Se les ha privado de su derecho natural a surcar el cielo. Y yo que yo os digo es...
Hombre 1.º.—(Con entusiasmo.)¡Muy bien dicho!
Gian Giacomo.—(Al Hombre 1.º.)Espérate, que aún no ha dicho nada.
Leonardo.—... y lo que yo os digo es: ¿para qué? ¿Para que sus vidas sean vendidas por unas pocas monedas? ¿Para que hallen la muerte en unas sucias cocinas? (Los que le escuchan comienza a conmoverse.) ¿Para que un cocinero gordo, sebosoy sin compasión les dé muerte retorciéndoles el pescuezo? ¿Para ser servidos en una fuente rodeados de aceitosas patatas fritas? ¿Os parece es bien? ¿Os parece eso digno?
Voces.—¡No, no!
Leonardo.—Ved sus expresiones de terror, considerad su fragilidad, pensad que son criaturas sensibles y en absoluto inmunes al dolor. ¡Yo os conmino, florentinos!: no matéis a estos lindos animales.
Mujer 1.ª.—¡Pero las palomas ensucian nuestras calles!
Leonardo.—Da gracias, entonces, de que los elefantes no vuelen. (Risas entre la multitud.) Mostrad vuestra compasión y vuestra grandeza de alma. Perdonadles la vida a los animales.
Hombre 1.º.—¡Así lo haremos, Leonardo! Nos haremos verdurianos, como tú lo eres.
Leonardo.—(Corrigiéndole.) Vegetarianos.
Hombre1.º.—Eso quería decir.
Hombre2.º.—Sí, lo haremos. Sólo comeremos berzas y cosas de esas de aquí en adelante.
Leonardo.—Con lo que vuestro bolsillo saldrá ganando, pues las berzas salen mucho mejor de precio que el carnero o la perdiz. Y ahora, queridos conciudadanos, ved lo que hago. (Se dirige a las jaulas y las abre, dejando en libertad a los pájaros, que salen volando. La multitud se admira.)
Todos.—¡Oooooh!
Farruquio.—¡Mis palomas!
Francesco.—(A Farruquio.) Nada te preocupe, buen hombre. El gran Leonardo te pagará tus palomas con generosidad. Siempre lo hace.
Farruquio.—Eso me tranquiliza.
Hombre 1.º.—¡Eres grande, Leonardo!
Leonardo.—Gracias, amigos.
Hombre 2.º.—¡Tu bondad es tan profunda como tu sabiduría!
Leonardo.—Favor que tú me haces. (Las gentes se van dispersando.)
Voces.—¡Viva Leonardo! ¡Viva! (Se van todos.)
Leonardo.—(A Farruquio.) Y ahora, querido amigo, tratemos nuestros asuntos.
Farruquio.—Reconozco que has hecho una buena acción. Yo tampoco soy feliz cazando aves para luego venderlas. Pero la cosa está muy mal y de algo hay que vivir. Ahora, sin embargo, tras haberos escuchado, me avergüenzo de mi oficio.
Leonardo.—Y, sin embargo, lo desempeñas.
Farruquio.—¿Qué podía yo hacer?
Leonardo.—Haberlo pensado antes.
Farruquio.—Era joven y no teñía más habilidad que ésta de cazar pájaros. Y eso hice para mi sustento.
Leonardo.—Haberlo pensado antes, te repito. Podías haber aprendido otro oficio.
Farruquio.—Es cierto. En fin, volviendo a las palomas que soltasteis: me place que estén en libertad sin que nadie salga perdiendo.
Leonardo.—Tus palabras son sensatas. Ahora ha llegado la hora de pagarte. (Echa mano a la faltriquera.)
Farruquio.—Muy bien.
Leonardo.—¡Mecachis!
Farruquio.—¿Qué pasa?
Leonardo.—No sé dónde... Disculpa, amigo: me he dejado la bolsa en el otro traje.
Farruquio.—(Muy enfadado.) ¡¿Cómo?!
Gian Giacomo.—(Respondiendo por inercia.) ¿Qué?
Francesco.—(A Gian Giacomo.) No te dice a ti.
Farruquio.—(Indignadísimo. A Leonardo.) ¿Que no tienes dinero, me estás diciendo?
Leonardo.—Pues... no. Me lo he dejado en casa, como te he dicho. ¡Qué torpeza la mía! ¡Qué tonto soy! (Riendo, para disimular.) ¡Ji, ji!
Gian Giacomo.— (Respondiendo como antes.) ¿Qué?
Francesco.—(A Gian Giacomo.)¡Que no te dicen a ti, te repito!
Farruquio.—Ahora mismo vuelvo. (Se mete en su tienda.)
Leonardo.—¿Adónde ha ido?
Francesco.—Quizá a sacar la libreta, para apuntar la deuda.
Gian Giacomo.—¿Tú estás tonto? ¿Has oído hablar alguna vez de algún mercader italiano que haya fiado jamás nada a un cliente?
Leonardo.—(A sus discípulos.)¿Vosotros no llevaréis nada encima, por un casual?
Gian Giacomo.—¿Nosotros?
Francesco.—¡Qué va! Eso de tener dinero es sólo cosa de ricos. (Aparece Farruquio con un palo.)
Farruquio.—(A Leonardo.) Veamos. La cosa es muy sencilla: uno de los dos va a cobrar y va a ser ahora mismo. O vos o yo: elegid.
Leonardo.—¡Ya os he dicho que no llevo dinero encima! ¿Qué queréis que haga? Decidme.
Farruquio.— (Comenzando a darle a Leonardouna paliza que se escucha al otro lado de los Apeninos.) Haberlo pensado antes.
TELÓN