Yo, a los diecisiete años, era un esnob cultural y un grandísimo estúpido.
Ahora ya no lo soy.
Pero tampoco tengo diecisiete años.
¡Quién tuviera otra vez diecisiete años y fuera un grandísimo estúpido! ¡Snif!
Al grano: Yo leía entonces todo lo que me gustaba, muchas cosas que no me gustaban y muchas más que no sabía ni siquiera si me gustaban o no, porque de ellas no entendía ni jota.
Me decían: «Lee Conversación en la catedral, de Vargas Llosa». Yo leía la Conversación... y me quedaba igual. Pero profería todo tipo de monosílabos admirativos, tales como «¡Ah!», «¡Oh!» y también «¡Uh!» (No iba yo a ser menos que otros.)
Veía incesantemente películas de Ingmar Bergman en los cines de arte y ensayo y en la Filmoteca Nacional, cuando en realidad las películas que a mí me gustaban eran las de los hermanos Marx.
Escuchaba las canciones revolucionarias de Quilapayún, sin apreciar que Los Calchakis revolucionaban menos, pero tocaban mejor la flauta.
Y así todo.
Pero, ¡ay!, han pasado los años y he cambiado con respecto a todas estas cosas. Ya no leo por obligación. Aunque todo el mundo me diga que debo hacerlo. He salido del papanatismo y me he instalado en una posición más pecaminosa, pero más cómoda: la soberbia. Me explicaré:
Inicio un libro y, si no le encuentro el sentido, en vez de decir como antes «No lo entiendo porque soy tonto», me digo: «Está muy mal escrito; por eso no se entiende.» Si me aburre, no pienso «Será que yo carezco de la capacidad para apreciar esto o lo otro», sino «Es un tostón.»
Sigo a Julián Marías en su noción de «calidad de página». Un libro, abierto al azar por cualquier página, debe interesar por su estilo, su tema, por algo. Cada página debe incluir algo bueno.
Yo suelo conceder treinta páginas de gracia. Si a las treinta páginas el libro no consigue engancharme, lo tiro inmisericorde a la papelera o se lo regalo a algún enemigo, aunque sea el libro más comprado, aunque se venda como churros, aunque venga de la pluma de un Nobel y se anuncie como la obra del siglo. Me evito leer muchos libros detestables, créanme. El tiempo que ahorro no leyendo porquerías lo invierto en escribir porquerías (que es más divertido) o en buscar obras nuevas o en releer los libros que sí me siguen aportando cosas, pese al paso de los años.
Otro consejo: si un autor os gusta, leed absolutamente todo de ese autor. Los antólogos son gente despistada, inculta y copiona por definición. Las obras más nombradas de un escritor no son nunca las mejores. A lo sumo, iguales a otras. Buscando las menos conocidas se encuentran joyas ocultas, perlas olvidadas, maravillas ignotas.
Otro más: no leáis por obligación. No hay que ser «nuevos ricos» de la lectura. ¿Qué es eso de decir «Tengo que ponerme al día con mis lecturas», como si leer fuera equivalente a pagar el recibo del gas? ¿Lees por la opinión de los demás? ¿No lo haces por placer? Entonces no te molestes. Si tienes que esperar a las vacaciones para coger un libro, si no lees el resto del año es que no te gusta leer. (No digas que no tienes tiempo materialmente, porque para ver algún programa de la «tele» siempre encuentras un rato.) Así que sé coherente y no te lleves los libros a la playa, como si fueran los deberes del colegio. En la playa, báñate.
Más consejos: respeto a los clásicos. El concepto de que las ciencias avanzan se aplica erróneamente a las artes. Aunque una radio o una batidora sean probablemente mejores cuanto más modernas, esto no se aplica a la literatura. Sin embargo, mucha gente devora libros recientemente escritos y no se molesta en leer uno que tenga treinta u ochenta años de antigüedad. ¡Craso error, pero muy difundido, debido quizá a que ser tonto es gratis!
Y una última reflexión con respecto a los clásicos: son tipos estupendos, sabios del pasado que esperan en las estanterías nuestra amistad. Nos darán todo lo que tienen y no pedirán nada a cambio. Por el contrario, los escritores que todavía viven no os dirigirán la palabra aunque os los encontréis por la calle. Y si les llamáis a su casa, ni se pondrán al teléfono.