Contamos aquí, señores,
ya que estamos en familia,
el acto tres del Tenorio:
una escena preciosísima
en la que hacen poco énfasis
los críticos y las críticas.
El interior de un convento
es el sitio en que se fija
la acción. Hay madre abadesa,
hay tornera y hay monjitas.
También está doña Inés
y la alcahueta de Brígida,
que ya ha sido sobornada
con helados de vainilla
por don Juan y que ha contado
a doña Inés maravillas
del galán, hasta tal punto
que le ha dejado sorbida
la razón —aunque es bien poca
la que tiene— a la novicia.
Detengámonos ahora
a dejar bien describida
la manera en que don Juan
arrebató a la monjita,
antes de escapar con ella
y de llevarla a su quinta,
antes de llevarla a un cuarto,
antes, pues, de desvestirla
y de hacer lo que es sensato
en situación parecida.
Don Juan estaba en la cárcel
pero se escapó enseguida.
Para secuestrar a Inés
se dio el hombre mucha prisa
porque la raptó a las nueve
y a las diez tenía otra cita
con doña Ana de Pantoja:
otra dama a quien tenía
a punto de caramelo,
como es cosa bien sabida.
En fin, llegó hasta las tapias
del convento. Eran altísimas
pero no le importó nada,
porque Tenorio tenía
una escalera de cuerda
que había comprado en Sevilla
y le daba mucho juego
en amores y rencillas.
La usaba con gran frecuencia
y nunca se le rompía.
Ni corto ni perezoso
trepó don Juan hacia arriba
(porque es que hacerlo hacia abajo
es cosa dificilísima)
y llegó hasta unas ventanas
con preciosas celosías
que rompió con un martillo,
dejándolas hechas trizas
y permitiendo la entrada
de una manera sencilla.
En la celda, mientras tanto.
la incauta de Inés leía
—despacio, porque era torpe—
una amorosa misiva
que ocultada en un breviario
don Juan mandado le había.
¡Qué de conceptos melosos!
¿Qué promesas de caricias!
La carta estaba repleta
de amores y de lascivias
y doña Inés, al leerla,
poco a poco se ponía
tan exaltada y ardiente,
tan… (No es para descrita
la transformación sutil
de índole física y química
que al leer aquella carta
se le produjo a la chica,
que el libro lo leen menores
y no es bien que en él se digan
indecencias fisiológicas
ni ninguna guarrería.)
El Tenorio llega al cuarto,
Inés le ve y se desmiya
(quiero decir «se desmaya»,
pero es que con ‘a’ no rima).
Don Juan la toma en sus brazos
(y también en los de Brígida,
que doña Inés es fondona
y para auparla, precisan
unir sus fuerzas los dos).
Ya izada, se precipitan
por pasillos y escaleras
en busca de la salida.
Pasa un rato, pasan dos,
la escena sigue solita.
Llega la madre Abadesa
(que viene de la cocina,
de una colación nocturna
consistente en manzanilla,
aceitunas sevillanas,
jamón, chorizo y morcillas
de arroz) y ve un aposento
que tiene la puerta abrida.
«¿Dónde estará doña Inés
ahora?», soliloquiza.
Le interrumpe la llegada
del padre de la novicia:
Gonzalo de Ulloa, que es
miembro de la directiva
del convento y manda mucho,
como enseguida se explica.
La abadesa está en un brete.
«Decid: ¿dónde está mi hija?»,
pregunta. La monja está
en callejón sin salida.
«Es una buena pregunta»
le responde. «Yo diría
que habrá de estar en su cuarto.»
«Pero no está.» «Estará… en misa.»
«¿A las nueve de la noche?»
protesta el otro. «¡Es mentira!»
De repente, en un rincón
—debajo de una mesilla
que tiene un marco con foto
de San Pablo y Santa Rita
cuando fueron de excursión—
ve aquella carta maldita
que sedujo a doña Inés;
la coge con sus manitas,
se la aproxima a los ojos
y la lee con sus pupilas.
«¡Maldita sea su estampa!»,
ruge el padre, y le propina
a la abadesa una torta
que se escucha desde Lima
(Virreinato del Perú),
que está recién construida,
porque el año en que sucede
esta historia tan bonita
es mil quinientos cincuenta
y cuatro. La monja grita
y allí se termina el acto,
mientras don Juan a su quinta
lleva a Inés, con el propósito
que de seguro imaginan.