El mundo es muy injusto.
Cuando yo era un chaval, no sólo las chicas no hacían top less en las playas, sino que no podías pegar a tus profesores.
Yo les aseguro que muchos de los que yo tuve se lo merecían.
Así es que yo pertenezco a una generación privada de los placeres más elementales y protesto en nombre de muchos de mi quinta.
Recordaré, pues, a algunos de aquellos verdugos de mi niñez para ilustrar esta profesión y describir a algunos de sus más arquetípicos representantes. Cualquier parecido con la realidad es completamente intencionado y que espero que si alguno de ellos lo lee no se ofenda; pero si lo lee y se ofende, pues que se chinche, ¡qué caray!)
Don Carlos, creador del pánico
Matemáticas. Los lunes a las nueve de la mañana (¡Ya es sadismo por parte del que hacía el horario!) Gafas de culo de vaso. Lacónico: ni una palabra. ¡Ni una!
Entraba, se ponía a hacer en la pizarra una demostración de algo, no sabíamos el qué, y cuando acababa nos miraba como diciendo: «Es obvio, ¿no?» Si alguien tenía valor y le decía que no lo habíamos entendido, entonces fruncía el ceño y, sin decir ni «mu» mandaba borrar. (¡Qué lujos! Ahora los profesores nos borramos las pizarras nosotros mismos. Si se lo pidiéramos a nuestros alumnos, los padres nos demandarían por crueldad.) Luego la volvía a llenar de números.
Evidentemente, demostraba lo mismo de otra forma. Pero ¿qué demostraba? Como no lo sabíamos, todo aquello no nos hacía diferencia. ¡Menos mal que recé mucho a San Agapito, mártir, y así aprobé. Nunca supe qué era una integral, ni para qué servía ni nada. Acabado el Bachillerato, quemé la tabla de logaritmos (esto era como una tradición muy respetada: lo hicimos muchos) y nunca me he arrepentido de ello. Debo decir que he ejercido en mi vida varias profesiones y hecho bastantes cosas. Pero nunca nadie se portó tan mal conmigo como para pedirme que usara un logaritmo para nada.
Don Carlos siempre me miró con desprecio y seguro que pensaba: «No hará nada de provecho en la vida: no sabe matemáticas».
El padre Valentín, la vagancia
personificada
Su clase de latín no le causaba quebraderos de cabeza. Entraba, nos daba unas frases de la Guerra de las Galias, de César, y nos pasábamos toda la clase traduciendo.
¿Y cómo?, si no explicaba nada. Pues muy mal. Al acabar la clase, se llevaba las hojas y ¡ya está! No las corregía, ni ponía nota ni nada de nada. ¿Qué latín sabía ese señor? El de misa (y puede que se confundiera también allí y consagrara mal). Pero con él, los curas se ahorraban el sueldo de un profesor de verdad.
Don... no me acuerdo, el del pluriempleo
Además de nuestro profesor de gimnasia, era el alcalde del pueblo (lo que en aquella época —inicio de los años setenta— significaba que era, además, el Jefe Local del Movimiento, uséase: Falange). Llegaba con su traje y corbata (porque entonces usar chándal era de rojos), su camisa azul (que indicaba que pertenecía al glorioso Movimiento) y nos ponía a todos a correr dando vueltas al patio. No había otro ejercicio: ni potro ni «na». Él, de pie en el medio, daba vueltas sobre su eje, mirándonos con cara de tener pocos amigos (y esos, los del Movimiento).
Doña... pues tampoco me acuerdo, la esposa del otro
Profesora de filosofía. Mujer de don Carlos, el de matemáticas. Eran tal para cual. En una ocasión, contándonos a Kant, dijo literalmente: «El que no esté de acuerdo con Kant es que es idiota». Yo, enseguida, levanté la mano (son cosas que nunca he podido evitar).
Porque no dijo «El que no entienda a Kant es idiota», porque, si hubiera dicho eso lo habríamos aceptado sin ningún problema de ego. No. Dijo: «El que no esté de acuerdo».
Yo no estaba de acuerdo.
Se puso histeriquísima. Me expulsó durante tres meses (cuento esto para que se vea que el mundo sí cambia). Tuve que hablar con Dios, poner en juego todo mi encanto personal y pedirle perdón repetidas veces antes de que me dejara entrar de nuevo en clase, esto al cabo de un mes. En vez del sobresaliente que me merecía en puridad, tuve un cinco a fin de curso (y no me quejo).
Bueno; creo que voy a dejar de escribir, porque me estoy poniendo de muy mal humor con estos recuerdos de mocedad.
Pero no lo dejaré sin mencionar que en C.O.U., un profesor cuyo nombre no recuerdo tampoco (¡qué mala memoria la mía!) habiendo yo aprobado sobradamente todas las demás asignaturas, me suspendió la Religión.
(Como ésta ha resultado una visión quizá excesivamente personal del tema y hay siempre que escuchar a las dos partes, incluyo a continuación mi punto de vista y mis consideraciones enseñanciles como profesor, al otro lado de la barrera.)
Hay pocas cosas peores
que una clase al mediodía,
a esas horas en que aún
no ha bajado la comida
y en que te invade un sopor
agradable, que te invita
a tumbarte en su sofá
y a poner los pies encima
de la mesa más cercana
y ver cualquier porquería
en la «tele»: un culebrón,
un telefilm, las noticias…
y dejar que le eche el cierre
el párpado a las pupilas,
olvidándote del mundo
durante una o dos horitas.
En vez de eso cojo el coche,
llego a la clase maldita
y me enfrento a los alumnos.
Yo los miro. Ellos me miran.
Les explico alguna cosa
que no les hace ni pizca
de gracia, pues, como yo,
se duermen por las esquinas.
Las clases, señores míos,
son para darlas de prisa,
con ganas, por la mañana
temprano, con la fresquita,
y no a las tres de la tarde
porque a esa hora les pilla
ya cansados, aburridos
de atender y sin maldita
la gana de hacer gran cosa.
Es la peor hora del día
en la que sólo apetece
dar una cabezadita.
Y yo, adormilado, doy
mucha información equívoca:
Machado es del 27
y también José Zorrilla,
que fue el autor afamado
de tres dramas: La gran vía,
Gigantes y cabezudos
y El burlador de Sevilla.
Digo que un soneto es una
variedad de metonimia
y que la Corín Tellado
obtuvo el Nobel de Física.
Que Valle-Inclán era tuerto
y que don José María
Pemán compuso la Ilíada
y otras comedias satíricas.
En fin, que meto la pata
del talón a la rodilla.
¡Menos mal que los alumnos
tranquilamente dormitan
y no escuchan lo que digo
ni les importa una higa!