—...y con esto quiero concluir por fin mi conferencia. Sólo me queda despreciar el hecho de que me hayan invitado a hablar delante de una audiencia tan abúlica y desinteresada como ustedes, y en este Círculo que, por cierto, está hecho una cochambre y lleno de mugre. Ha sido un verdadero sufrimiento estar aquí esta tarde y espero que esta ocasión no vuelva a repetirse más.
Cuando terminaron los abucheos de rigor, el moderador del acto tomó la palabra y se dirigió al amorfo público:
—Ya les anuncié al principio que la conferencia del Sr.***, a quien no conoce absolutamente nadie en los círculos intelectuales, iba a ser un tostón de aúpa. Sin embargo, se han superado mis expectativas. Hemos oído muchas cosas inanes y superficiales, en una lengua bastante incorrecta y sin ningún rigor científico. Quiero añadir que el Sr.*** ha pergeñado sobre este insulso tema un libro plúmbeo, que no se ha vendido nada y que, además, es carísimo. Si alguien lo quiere comprar, cosa que yo no recomiendo, se las va a ver negras, porque no se encuentra en ninguna librería que se respete. Ahora, a mi pesar, abro el coloquio para que ustedes hagan sus estúpidos comentarios, aunque no creo que haya ninguno que merezca la pena escuchar.
Efectivamente: hubo un largo silencio. El moderador continuó:
—Bien, como veo que ustedes son cobardes y no se atreven a hablar los primeros, para romper el hielo comenzaré yo con una cuestión que no me interesa nada en absoluto pero que formularé de todas formas—. Y, dirigiéndose al orador, inquirió—: ¿Qué vigencia cree usted que tiene la teoría de la falsabilidad de Popper en nuestros días, si es que sabe de qué le estoy hablando?
El orador respondió, despectivo:
—Ésa es una pregunta bastante necia, como podía esperarse de usted, y me fastidia mucho que me la haga. Además, ya he contestado a ese punto en mi charla, solo que usted o no prestaba atención, como maleducado que es, o es incapaz de comprender dos palabras seguidas, o las dos cosas a la vez. Así es que, como no es cosa de echar margaritas a los puercos, no me molestaré en repetir lo que ya he dicho.
Se levantaron varias manos. El moderador dijo:
—Ya hemos perdido bastante tiempo para una sola tarde. Así es que admitiré sólo una pregunta más. A ver, usted —dijo. Y señaló hacia el público.
—¿Yo? —replicó una mujer.
—Sí. La tía fea del fondo. Hable, si sabe.
—Antes de nada quiero reprocharle al orador su conferencia. Pocas veces he asistido a un acto tan pigre. Lo que yo quiero preguntar...
El orador interrumpió la pregunta.
—Me da igual lo que usted quiera preguntar, señora, o lo que sea, porque, con esos bigotes que tiene, ¡cualquiera sabe! Seguro que lo que va a decir es una majadería descomunal. Así es que no pienso a dignarme en contestar.
El moderador concluyó:
—Pues bien. Con esto doy por terminada esta porquería de sesión. ¡Ya era hora! Así es que, venga, ¡ya están ustedes ahuecando!
Y todos los presentes se levantaron y se fueron a hacer gárgaras.