Mucho se ha escrito sobre la carraca de Sir Edgar el mismo y las opiniones de los historiadores son opuestas. A la luz de los nuevos documentos aparecidos se impone una revisión sistemática de la cuestión, que intentaremos llegar a cabo en las siguientes páginas.
Es motivo de gran controversia entre los especialistas el momento concreto en que la carraca de la que tratamos llegó a manos de Sir Edgar Duncan Rubberstamp, apuntándose como posibles las fechas de 1876 y 1879. John Malcolm Teapot, en su documentado ensayo Several Distinguished British Aristocrats and Their Dusty Country Homes(Cozy Press, Londres, 1890, pp. 478-480), asegura haberla visto expuesta en una vitrina del salón durante la visita que le hizo en septiembre de 1876, con motivo del cumpleaños de su perro de aguas. Según él, era el regalo de un amigo muy querido, cuyo nombre no quiso revelar.
William T. Moustache, el prestigioso experto en la Inglaterra victoriana y sus cotilleos, refuta a Teapot, en su obra Great Snobs of the British Empire: Their Caprices and Fancies (Mills & Flours, Londres, 3ª ed., 1896, p. 147), dando una descripción detallada de cómo Sir Edgar compró el objeto en una mugrienta tienda de empeños del Soho una de esas tardes en las que salió a pasear por no tener nada que hacer (como todas las tardes, por otra parte). Moustache fija ese momento dos años después que Teapot, en 1878. Otros historiadores manejan otras fechas. Sin embargo, la versión de Moustache no se sostiene, si consideramos que Sir Edgar era poco amigo de gastos, por lo que nos parece más verosímil que el objeto le fuera regalado a que lo comprase él.
Como fuere, en lo que sí coincide la historiografía es en que en 1880 la carraca obraba ya en su poder. El hecho de que este gentleman poseyese este primitivo instrumento musical tiene un interés definitivo por su influjo directo en la literatura inglesa. Rudyard Kipling, el bardo del Imperio, se basó en esta carraca y en su dueño para escribir su inmortal relato The Wise and the Whistle, donde describe en su personalísimo estilo hasta dónde puede conducir a un hombre el excesivo apego a un objeto. Kipling conoció a Rubberstamp en el «Reform Club», del que ambos eran miembros, y cenaron juntos. Thomas Softsteel, su biógrafo más erudito, refiere aquella cena: «Comieron lenguado a la Grand Marnier y Kipling se hizo cargo de la cuenta, aunque a disgusto» (The Social Life of Kipling: A Comprehensive Relation of Boring Friends and Undesirable Acquaintances, vol. VIII, Penguin and Walruss Books, Londres, 1937, p. 25).
Al parecer, Sir Edgar le refirió al escritor su especial cariño hacia la carraca y las circunstancias en las que llegó a su poder. Le confesó que la tocaba todas las tardes durante no menos de quince minutos, llegando hasta los veinte e incluso los veinticinco en los días festivos. El escritor tomó, al parecer, abundantes notas que luego empleó en la redacción de su cuento. Estas notas, de puño y letra del Premio Nobel, se han conservado porque la esposa de Kipling, a su muerte, no consiguió venderlas ni a tiros, como había hecho con el resto de sus papeles.
De esta costumbre de tocar la carraca al atardecer sí queda constancia escrita, de la misma mano de Sir Edgar. En una carta a su íntimo amigo, el ingeniero de canales, puentes y caminos vecinales Eric Northpole fechada el 7 de marzo de 1882 escribe: «Te confieso que toco la carraca, querido E[ric], y lo hago a pecho descubierto y sin avergonzarme de ello. No ignoro que mis vecinos y la servidumbre toda de Hotsoup Manor me censuran por ello. Incluso mi adorada esposa, Lady Margaret, frunce su boquita y objeta a esta práctica mía. Pero yo soy un espíritu libre, no debo nada a nadie y en absoluto me afectan sus críticas. No pienso renunciar al placer que obtengo de esos minutos musicales durante el ocaso. Son una parte fundamental de mi vida» (The Rubberstamp Papers 1880-1890, Choosy Publishers Ltd., Manchester, 1920, pp. 76-77). Northpole le respondió muy interesado, rogándole que interpretara alguna pieza para él la siguiente vez que le visitara, lo que no se sabe si llegó a suceder. El editor del epistolario arriba mencionado indica en una nota al pie una de las imprecisiones que se encuentran en esa frase, concretamente el fragmento donde Sir Edgar escribe «no debo nada a nadie».
Sobre las frecuentes veladas que Sir Edgar organizaba en Hotsoup Manor para enseñar a sus amigos su preciado objeto —en las que ofrecía recitales de piezas muy variadas para dar una idea de la versatilidad de su sonido— contamos con el testimonio definitivo de su esposa, Lady Margaret Rubberstamp, néeSwollenfoot, que años más tarde se haría famosa escribiendo cuentos infantiles como The Battle of the Axe Against the Fingers. Who Won? o The Witch and theWell Digested Children.«Escuchando a mi esposo concentrado en el uso continuo de su carraca aprendí lo que era el horror», declaró en una entrevista concedida a Ladies and Ordinary Women’s Weekly (22-7-1934).
También se tiene noticia de que el instrumento produjo verdadera admiración entre el círculo de amigos que asistía a aquellas veladas musicales. Intentaron comprarle el preciado objeto (bien con intenciones interpretativas o simplemente para que dejara de tocarlo), pero Sir Edgar rehusó. He aquí las palabras literales de Lord Bubblegum: «Le doy diez guineas por la carraca. Creo que es una oferta más que generosa, viniendo de alguien tan agarrado como yo» (citado en John M. Hardsteak: The Best Quotable and Unquotable Quotations to Quote in All Occasions, Peter, Paul & Mary Publishers Ltd., Birmingham, 1941, p. 79.)
Por los testimonios de los sirvientes recogidos en una autobiografía anónima (Our Stupid Masters. A Butler’s View, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1940) que no nunca llegó a publicarse en el Reino Unido, sabemos con certeza que Rubberstamp jamás se desprendió de su tesoro, sino que lo conservó en su poder hasta sus últimos momentos e incluso llegó a tenerlo debajo de la almohada durante los días que precedieron a su óbito por si le entraban de pronto ganas de tocarlo.
A la muerte de Sir Edgar y por disposición testamentaria la carraca pasó a su hijo mayor, Archibald, quien no podría desprenderse del objeto, so pena de perder su mayorazgo. El objetivo de esta norma era que la carraca se conservase en poder de la familia. Archibald impugnó el testamento y ganó el pleito. En cuanto pudo hacerlo, regaló la carraca al British Museum, que aceptó el legado con el consabido respeto de los ingleses por todo lo que signifique tradición y gestas de sus hijos preclaros. El instrumento se encuentra allí en la actualidad, cautivando la atención de los visitantes, y ha sido tema para numerosos reportajes gráficos y varios artículos en revistas especializadas (Modern Dumbs Review, The Journal of Redundant Studies y otras). Hasta se está elaborando una tesis doctoral en la Universidad de Sweetpie-upon-Tweed donde se compara a la carraca de Sir Edgar —salvando las naturales distancias— con la zambomba de Sir Francis Drake, con la lira de Apolo, con la flauta de Pan y otros instrumentos famosos de la historia y la leyenda (porque lo de que Drake trocase la zambomba no deja de ser una leyenda que sus enemigos hicieron circular para dejarle en evidencia).
Sin embargo, en el número de febrero del año pasado de la revista Pingpong Quarterly (aparecido en diciembre, como suele pasar con las publicaciones eruditas) encontramos un artículo firmado y rubricado por el afamado historiador Arthur Thornscratch en donde se asegura que el asunto de la carraca es del todo punto falso y que ni siquiera Sir Edgar existió nunca.
Pero por mucho que su opinión se respete en los círculos académicos, no creemos posible que pueda haber alguien tan imbécil como para haber perdido el tiempo en inventarse una historia como la que les hemos contado, ¿no les parece a ustedes?