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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Espartaco

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En la historia de los hombres

hay gestas y también fiascos.

Uno pasó en Roma: la

rebelión de los esclavos,

liderada por un tipo

más raro que un oso calvo,

conocido por un nombre

la mar de feo: Espartaco.

 

Según dicen los Anales

(a los que no hay que hace caso

porque, a la postre, las guerras

las cuentan los que han ganado)

allá en el setenta y tres

antes de Cristo, por marzo,

existía en Capua una escuela

que tenía hasta el sexto grado,

aunque era de gladiadores,

que eran unos no muy majos

que se ganaban la vida

a base de zurriagazos,

por lo que ni decir tiene

que todos eran muy machos,

pues peleando en la arena

no podías ser un blando

y como lo parecieras

te declaraban «no apto».

El dueño de ese recinto

era un patricio murciano

al que, aunque sus familiares

solían llamarle Batiato,

sus cautivos le llamaban

cosas que no hacen al caso

y con toda la razón,

pues el hombre era un tirano

tremendo y no les dejaba

fumar ni escuchar la radio

y no les daba permiso

ni para ir al lavabo.

 

Era una vida muy perra

por unos pocos garbanzos,

que a los pobres gladiadores

les daban muy malos tratos

y les hacían pelear

en festivos y a destajo.

Luchaban unos con otros

y se pringaban de barro

al tener que revolcarse

—lo que les daba mucho asco—,

porque aunque el tópico afirme

que eran todos unos guarros,

amigos de la cochambre

y enemigos de los baños,

esto no es verdad: es sólo

lo que decían los romanos.

En realidad, esos hombres

eran algo refinados;

los había que se habían

sacado el Bachillerato,

eran sensibles y puede

que alguno hasta demasiado.

 

Luchaban bien, eso sí;

y algunos mataban tanto

que de manejar la espada

tenían callos en las manos.

Si les hacían una herida,

se ponían esparadrapo

y, sin parar ni a rascarse,

continuaban peleando

y a cualquiera contrincante

dejaban hecho un guiñapo,

sanguinolento y molido

en menos que canta un gallo.

Eran la flor y la nata

del gremio de los bellacos

y aunque iban semidesnudos

nunca cogían catarros.

 

 

(Todo lo que está aquí escrito

no lo ha contado Plutarco,

quien, pese a toda su fama,

no fue sino un gran pelmazo:

lo cuento yo, que es mejor,

porque estoy más informado.)

 

Pues acaeció que un buen día

dijo Espartaco: «¡Canastos!

Estamos haciendo el primo

luchando por el Batiato

que es, al final del combate,

quien se embolsa los denarios.»

Se hizo de pronto anarquista

y gritó: «¡Ni Dios ni amo!

¡A partir de hoy no daremos

ni lanzada ni guantazo

sin recibir una parte

proporcional, por contrato!»

Batiato dijo que nones

y no les hizo ni caso,

por lo que el líder rebelde

frunció el ceño, soltó un taco

y decidió armar la gorda

con todos sus amigachos.

 

 

Dicho y hecho. Como en Capua

había poquitos soldados

(y éstos pasaban su tiempo

en beber como cosacos,

en seducir a capuanas

y en campeonatos de marro)

no fue difícil la huida.

«¡Esto no es un simulacro!»,

gritó el líder, y en seguida

la emprendieron a sopapos

con los que les custodiaban

y pronto se libertaron.

Léntulo Batiato, que era

cobarde —a más de payaso—,

se asustó y salió corriendo

a velocidad de Talgo;

cuando por fin se detuvo,

se encontraba en Maracaibo.

 

Los gladiadores, unánimes,

como caudillo nombraron

a Espartaco, que sabía

tocar bien el contrabajo,

hacer cestas y también

discutir sobre arte abstracto,

lo que podía ser muy útil

para enfrentarse al Senado.

 

Salieron todos de Capua

como alma que lleva el diablo

y formaron un ejército

grande y terrible —integrado

por cuatro mil gladiadores

y seiscientos marimachos—

que pronto se desmandó

y comenzó a hacer estragos,

arrasando muchas villas

de patricios millonarios,

llevándose de recuerdo

los mosaicos, cacho a cacho.

Como tenían que comer

y el rancho había que pagarlo,

allí por donde pasaban

iban asaltando bancos,

robando gasolineras

y hurtando fruta en los campos.

Asesinaron muy poco,

por un motivo muy claro:

durante su cautiverio

habían ya matado tanto

que esto de matar les daba

aburrimiento y cansancio.

 

En fin: se fueronal sur

pensando en coger un barco,

bogar sin mojarse y

salir de Italia pitando;

pero al llegar a la costa

notaron con desencanto

que el mar les daba mareos,

razón por la que cambiaron

de opinión y decidieron

cruzarse el país de un salto

y escaparse por el norte,

por más que fuese trepando

los Alpes, si es que hacía falta

y, si les pillaba al paso

y no había que dar rodeos,

tomar Roma por asalto

como quien toma un vermut.

Vamos: que estaban chalados.

 

Esta rebelión dejó

al Senado estupefacto.

Consultaron los augurios

y vieron malos presagios

en los que Roma caía

en manos del populacho,

que obligaba a los patricios

a currar y a dar el callo.

Tan horrible perspectiva

los dejó petrificados.

Decidieron mandar, para

pararles los pies, a Craso,

que era un general famoso

aunque un poco patizambo,

muy experto en estrategia

y más bruto que un arado

y que, según se decía,

zurraba que era un espanto.

Después de este nombramiento

un pelín apresurado,

todo cambió: ya se sabe

que la risa va por barrios

y a la Fortuna le dio

por estar con los romanos.

 

En una planicie plana

se enfrentaron los dos bandos

y hubo más muertos que en

la batalla de Lepanto,

pues los gladiadores iban

cada uno a su bola y, ¡claro!,

los legionarios de Roma

era más organizados

y así a los espartaqueños

les dieron por los dos flancos,

hicieron una masacre

y se quedaron tan panchos.

 

¿Qué fue de Espartaco? Dice

la historia que le atizaron

trompazos en la cabeza

y que no llevaba casco,

por lo que quedó hecho tiras,

más roto que un estropajo,

hecho pura fosfatina,

y que murió abintestato.

Esto le pasó por tonto,

por haberse rebelado

queriendo ser libre, pues

se pasa mejor el rato

siendo esclavo y gladiador

que currando en un andamio

o preparando las o-

posiciones al Catastro.


 


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