En la historia de los hombres
hay gestas y también fiascos.
Uno pasó en Roma: la
rebelión de los esclavos,
liderada por un tipo
más raro que un oso calvo,
conocido por un nombre
la mar de feo: Espartaco.
Según dicen los Anales
(a los que no hay que hace caso
porque, a la postre, las guerras
las cuentan los que han ganado)
allá en el setenta y tres
antes de Cristo, por marzo,
existía en Capua una escuela
que tenía hasta el sexto grado,
aunque era de gladiadores,
que eran unos no muy majos
que se ganaban la vida
a base de zurriagazos,
por lo que ni decir tiene
que todos eran muy machos,
pues peleando en la arena
no podías ser un blando
y como lo parecieras
te declaraban «no apto».
El dueño de ese recinto
era un patricio murciano
al que, aunque sus familiares
solían llamarle Batiato,
sus cautivos le llamaban
cosas que no hacen al caso
y con toda la razón,
pues el hombre era un tirano
tremendo y no les dejaba
fumar ni escuchar la radio
y no les daba permiso
ni para ir al lavabo.
Era una vida muy perra
por unos pocos garbanzos,
que a los pobres gladiadores
les daban muy malos tratos
y les hacían pelear
en festivos y a destajo.
Luchaban unos con otros
y se pringaban de barro
al tener que revolcarse
—lo que les daba mucho asco—,
porque aunque el tópico afirme
que eran todos unos guarros,
amigos de la cochambre
y enemigos de los baños,
esto no es verdad: es sólo
lo que decían los romanos.
En realidad, esos hombres
eran algo refinados;
los había que se habían
sacado el Bachillerato,
eran sensibles y puede
que alguno hasta demasiado.
Luchaban bien, eso sí;
y algunos mataban tanto
que de manejar la espada
tenían callos en las manos.
Si les hacían una herida,
se ponían esparadrapo
y, sin parar ni a rascarse,
continuaban peleando
y a cualquiera contrincante
dejaban hecho un guiñapo,
sanguinolento y molido
en menos que canta un gallo.
Eran la flor y la nata
del gremio de los bellacos
y aunque iban semidesnudos
nunca cogían catarros.
(Todo lo que está aquí escrito
no lo ha contado Plutarco,
quien, pese a toda su fama,
no fue sino un gran pelmazo:
lo cuento yo, que es mejor,
porque estoy más informado.)
Pues acaeció que un buen día
dijo Espartaco: «¡Canastos!
Estamos haciendo el primo
luchando por el Batiato
que es, al final del combate,
quien se embolsa los denarios.»
Se hizo de pronto anarquista
y gritó: «¡Ni Dios ni amo!
¡A partir de hoy no daremos
ni lanzada ni guantazo
sin recibir una parte
proporcional, por contrato!»
Batiato dijo que nones
y no les hizo ni caso,
por lo que el líder rebelde
frunció el ceño, soltó un taco
y decidió armar la gorda
con todos sus amigachos.
Dicho y hecho. Como en Capua
había poquitos soldados
(y éstos pasaban su tiempo
en beber como cosacos,
en seducir a capuanas
y en campeonatos de marro)
no fue difícil la huida.
«¡Esto no es un simulacro!»,
gritó el líder, y en seguida
la emprendieron a sopapos
con los que les custodiaban
y pronto se libertaron.
Léntulo Batiato, que era
cobarde —a más de payaso—,
se asustó y salió corriendo
a velocidad de Talgo;
cuando por fin se detuvo,
se encontraba en Maracaibo.
Los gladiadores, unánimes,
como caudillo nombraron
a Espartaco, que sabía
tocar bien el contrabajo,
hacer cestas y también
discutir sobre arte abstracto,
lo que podía ser muy útil
para enfrentarse al Senado.
Salieron todos de Capua
como alma que lleva el diablo
y formaron un ejército
grande y terrible —integrado
por cuatro mil gladiadores
y seiscientos marimachos—
que pronto se desmandó
y comenzó a hacer estragos,
arrasando muchas villas
de patricios millonarios,
llevándose de recuerdo
los mosaicos, cacho a cacho.
Como tenían que comer
y el rancho había que pagarlo,
allí por donde pasaban
iban asaltando bancos,
robando gasolineras
y hurtando fruta en los campos.
Asesinaron muy poco,
por un motivo muy claro:
durante su cautiverio
habían ya matado tanto
que esto de matar les daba
aburrimiento y cansancio.
En fin: se fueronal sur
pensando en coger un barco,
bogar sin mojarse y
salir de Italia pitando;
pero al llegar a la costa
notaron con desencanto
que el mar les daba mareos,
razón por la que cambiaron
de opinión y decidieron
cruzarse el país de un salto
y escaparse por el norte,
por más que fuese trepando
los Alpes, si es que hacía falta
y, si les pillaba al paso
y no había que dar rodeos,
tomar Roma por asalto
como quien toma un vermut.
Vamos: que estaban chalados.
Esta rebelión dejó
al Senado estupefacto.
Consultaron los augurios
y vieron malos presagios
en los que Roma caía
en manos del populacho,
que obligaba a los patricios
a currar y a dar el callo.
Tan horrible perspectiva
los dejó petrificados.
Decidieron mandar, para
pararles los pies, a Craso,
que era un general famoso
aunque un poco patizambo,
muy experto en estrategia
y más bruto que un arado
y que, según se decía,
zurraba que era un espanto.
Después de este nombramiento
un pelín apresurado,
todo cambió: ya se sabe
que la risa va por barrios
y a la Fortuna le dio
por estar con los romanos.
En una planicie plana
se enfrentaron los dos bandos
y hubo más muertos que en
la batalla de Lepanto,
pues los gladiadores iban
cada uno a su bola y, ¡claro!,
los legionarios de Roma
era más organizados
y así a los espartaqueños
les dieron por los dos flancos,
hicieron una masacre
y se quedaron tan panchos.
¿Qué fue de Espartaco? Dice
la historia que le atizaron
trompazos en la cabeza
y que no llevaba casco,
por lo que quedó hecho tiras,
más roto que un estropajo,
hecho pura fosfatina,
y que murió abintestato.
Esto le pasó por tonto,
por haberse rebelado
queriendo ser libre, pues
se pasa mejor el rato
siendo esclavo y gladiador
que currando en un andamio
o preparando las o-
posiciones al Catastro.