Hemos visto una película
que es de todo menos corta,
donde Custer y sus chicos
fallecieron con las botas
puestas, tras una somanta
que les dieron unas hordas
de sioux, cheyennes, pies negros
y otras diez tribus autóctonas
que no estaba muy contentas
de tener sobre sus lomas
un montón de rostros pálidos
paseando por Dakota
como Peter por su casa
cuando su casa era otra.
Contaremos de un tirón
esta epopéyica trola,
pues es algo bien sabido
que a los pueblos sin historia
—como es el caso de Ohio,
Oregon o Minnesota—
no les queda más remedio
que inventarse alguna gloria
falsa de qué presumir;
y, en este caso, se toma
como a un héroe nacional
a un majadero, a un redoma-
do imbécil que no hizo gesta
alguna, mas tuvo potra
y logró fama y renombre
y aparece hasta en la sopa
cuando hay que decir que América
es una nación más gloriosa
y que el resto del planeta
no le llega ni a las «suolas».
(Aquí hay que decir «las suelas»
para que no quede coja
la rima. El lector sabrá
disculpar esta penosa
licencia que me permito
y que empleo como fórmula
para completar el verso
de una forma un poco airosa.)
Custer era un oficial
del West Point, esa famosa
institución militar
que te enseña a matar moscas,
a hacerte uniformes chulos,
a bailar con las señoras
y a ser todo un caballero
más cursi que una alcachofa
que hubiéramos adornado
con varios lacitos rosa,
pero cuyos estudiantes
egresan de allí sin zorra
idea sobre mandar
a batallones o a tropas,
por lo que cometen fallos
con facilidad pasmosa,
enviando hacia la muerte
con sus órdenes idiotas
a muchos pobres pringados
que un buen día, en mala hora,
se enrolaron con Tío Sam,
pensando que era gran honra
ser un soldado en el Séptimo
de Caballería, cosa
que, aparte de mal pagada,
era una labor muy tonta
consistente en proteger
a la gentuza asquerosa
que viajaba hacia el Oeste
—actividad provechosa—
a quitarles oro y tierras
a los pobres «pocahontas»
sin tener que trabajar,
como se hacía en la costa
Este, donde te pagaban
pocos centavos por hora.
El cadete Custer fue
amigo de la cogorza
y hermano de la baraja;
le daba sopas con honda
al más burro de su clase
en no comprender ni jota
de lo que allí le enseñaban.
Pero la muy veleidosa
diosa Fortuna le dio
fama en manera anecdótica,
pues un burócrata inútil
(de esta figura retórica
‘pleonasmo’ es el nombre técnico)
metió la pata hasta el tórax
y en un parte militar
puso mal todas las comas,
resultando así que a Custer
le ascendieron por la posta
de teniente a general.
¡Vaya suerte caprichosa!
Resumiendo: Custer, que era
el fantasma de la ópera,
quiso presumir de macho
mandando a tontas y a locas
su regimiento y, por chamba
y saltando de oca en oca,
venció en una o dos batallas
en la guerra civilosa
de Secesión. Logró fama.
Y cuando las poderosas
tribus de pluma deci-
dieron mandar a la porra
a los blancos que les in-
vadían e ir a por todas,
jugándose su futuro
a una carta (era la sota
de bastos), para esa guerra,
el Ejército, en su corta
inteligencia, pensó
dar a Custer la responsa-
bilidad de defender
a América. (Esa es la lógica
que utilizan los ejércitos,
demostrándonos que sobran.)
Sucedió en Little Big Horn,
una región pedregosa
donde ni los escorpiones
querían vivir (y no es broma).
Eran las Colinas Negras
(porque las lavaban pocas
veces al año y, al cabo,
quedaban llenas de roña).
Los indios de la comarca
folgaron con sus esposas,
se despidieron de hijos
y de hermanas solteronas,
hicieron sus testamentos,
se pintaron frente y bocas
con pigmentos (ecológicos),
se vistieron con las ropas
de los domingos, cogieron
sus tomahawks, sus bazokas
y hachas para realizar
una escabechina gorda
entre los blancos. Aquella
fue una matanza horrorosa:
fue San Quintín y Verdún,
una encima de la otra.
Las tropas americanas
murieron a cien por hora.
Fue una matanza tremenda
que dejó toda la zona
empapada de la sangre
de los muertos (pues no es cosa
de mencionar más sustancias
corporales asquerosas
que salieron de los cuerpos
de los finados, que es norma
del que suscribe este escrito
no usar jamás en su prosa
ni en su verso disfemismos,
guarradas ni palabrotas).
Custer murió de un flechazo
que le dieron en la aorta,
que el indio que disparó
fue campeón en no pocas
competiciones de tiro
con arco y era famosa
su puntería (es aquí
donde entra lo de las botas).
Pero pese a aquel ridículo
militar, el film menciona
que a Custer no se le tiene
como un torpe, una persona
que no sabía su oficio,
como a una figura cómica
que hizo un ridículo inmenso
en una guerra caótica,
sino como un héroe intrépido
que murió por la democra-
cia y la civilización.
¡Así se escribe la Historia!