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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Murieron con las botas puestas

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Hemos visto una película

que es de todo menos corta,

donde Custer y sus chicos

fallecieron con las botas

puestas, tras una somanta

que les dieron unas hordas

de sioux, cheyennes, pies negros

y otras diez tribus autóctonas

que no estaba muy contentas

de tener sobre sus lomas

un montón de rostros pálidos

paseando por Dakota

como Peter por su casa

cuando su casa era otra.

 

Contaremos de un tirón

esta epopéyica trola,

pues es algo bien sabido

que a los pueblos sin historia

—como es el caso de Ohio,

Oregon o Minnesota—

no les queda más remedio

que inventarse alguna gloria

falsa de qué presumir;

y, en este caso, se toma

como a un héroe nacional

a un majadero, a un redoma-

do imbécil que no hizo gesta

alguna, mas tuvo potra

y logró fama y renombre

y aparece hasta en la sopa

cuando hay que decir que América

es una nación más gloriosa

y que el resto del planeta

no le llega ni a las «suolas».

(Aquí hay que decir «las suelas»

para que no quede coja

la rima. El lector sabrá

disculpar esta penosa

licencia que me permito

y que empleo como fórmula

para completar el verso

de una forma un poco airosa.)

 

Custer era un oficial

del West Point, esa famosa

institución militar

que te enseña a matar moscas,

a hacerte uniformes chulos,

a bailar con las señoras

y a ser todo un caballero

más cursi que una alcachofa

que hubiéramos adornado

con varios lacitos rosa,

pero cuyos estudiantes

egresan de allí sin zorra

idea sobre mandar

a batallones o a tropas,

por lo que cometen fallos

con facilidad pasmosa,

enviando hacia la muerte

con sus órdenes idiotas

a muchos pobres pringados

que un buen día, en mala hora,

se enrolaron con Tío Sam,

pensando que era gran honra

ser un soldado en el Séptimo

de Caballería, cosa

que, aparte de mal pagada,

era una labor muy tonta

consistente en proteger

a la gentuza asquerosa

que viajaba hacia el Oeste

—actividad provechosa—

a quitarles oro y tierras

a los pobres «pocahontas»

sin tener que trabajar,

como se hacía en la costa

Este, donde te pagaban

pocos centavos por hora.

 

El cadete Custer fue

amigo de la cogorza

y hermano de la baraja;

le daba sopas con honda

al más burro de su clase

en no comprender ni jota

de lo que allí le enseñaban.

Pero la muy veleidosa

diosa Fortuna le dio

fama en manera anecdótica,

pues un burócrata inútil

(de esta figura retórica

‘pleonasmo’ es el nombre técnico)

metió la pata hasta el tórax

y en un parte militar

puso mal todas las comas,

resultando así que a Custer

le ascendieron por la posta

de teniente a general.

¡Vaya suerte caprichosa!

 

Resumiendo: Custer, que era

el fantasma de la ópera,

quiso presumir de macho

mandando a tontas y a locas

su regimiento y, por chamba

y saltando de oca en oca,

venció en una o dos batallas

en la guerra civilosa

de Secesión. Logró fama.

Y cuando las poderosas

tribus de pluma deci-

dieron mandar a la porra

a los blancos que les in-

vadían e ir a por todas,

jugándose su futuro

a una carta (era la sota

de bastos), para esa guerra,

el Ejército, en su corta

inteligencia, pensó

dar a Custer la responsa-

bilidad de defender

a América. (Esa es la lógica

que utilizan los ejércitos,

demostrándonos que sobran.)

 

Sucedió en Little Big Horn,

una región pedregosa

donde ni los escorpiones

querían vivir (y no es broma).

Eran las Colinas Negras

(porque las lavaban pocas

veces al año y, al cabo,

quedaban llenas de roña).

Los indios de la comarca

folgaron con sus esposas,

se despidieron de hijos

y de hermanas solteronas,

hicieron sus testamentos,

se pintaron frente y bocas

con pigmentos (ecológicos),

se vistieron con las ropas

de los domingos, cogieron

sus tomahawks, sus bazokas

y hachas para realizar

una escabechina gorda

entre los blancos. Aquella

fue una matanza horrorosa:

fue San Quintín y Verdún,

una encima de la otra.

 

Las tropas americanas

murieron a cien por hora.

Fue una matanza tremenda

que dejó toda la zona

empapada de la sangre

de los muertos (pues no es cosa

de mencionar más sustancias

corporales asquerosas

que salieron de los cuerpos

de los finados, que es norma

del que suscribe este escrito

no usar jamás en su prosa

ni en su verso disfemismos,

guarradas ni palabrotas).

 

Custer murió de un flechazo

que le dieron en la aorta,

que el indio que disparó

fue campeón en no pocas

competiciones de tiro

con arco y era famosa

su puntería (es aquí

donde entra lo de las botas).

 

Pero pese a aquel ridículo

militar, el film menciona

que a Custer no se le tiene

como un torpe, una persona

que no sabía su oficio,

como a una figura cómica

que hizo un ridículo inmenso

en una guerra caótica,

sino como un héroe intrépido

que murió por la democra-

cia y la civilización.

¡Así se escribe la Historia!

 

 


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