Hay espíritus afines que se encuentran o no se encuentran, pero que deberían encontrarse para el enriquecimiento mutuo. Los programas informáticos dedicados a emparejar a personas con gustos y aptitudes semejantes nos habrían precasado a Enrique y a mí, pues compartimos pasiones, habilidades y hasta circuitos de actividad, pues durante años estuvimos actuando en los mismos teatros y centros culturales madrileños sin nunca coincidir.
Pero finalmente lo hicimos y resultó no solo que nos llevábamos excelentemente bien, sino que éramos hasta parientes lejanos (yo lo ignoraba). Así es que, ¿qué más se podía pedir a un amigo y compañero de profesión?
Hablaré un poco de Enrique y luego contaré lo que aprendí de él, porque de eso precisamente va este libro, del que cada escrito cubre una parte distinta de mi «formación», por así llamarla.
Mi ilustre tocayo es un magnífico narrador, poeta, divulgador cultural, conferenciante y especialista en teatro de voz. Esta última variedad es asaz interesante, pues te permite cosas que otros actores no logran alcanzar. Puedes hacer del adolescente Romeo aunque ya no cumplas los cincuenta y puedes convertirte en Narciso aunque no seas agraciado o en Quasimodo aunque sí lo seas. Además, no necesitas teñirte el pelo para hacer el Rubio de La Malquerida ni dejarte la barba para encarnar al caballero de Olmedo.
A lo largo de los años Enrique ha deleitado los públicos matritenses con su profunda voz, su perfecta elocución y su gran sensibilidad a la hora de decidir cómo decir cada diálogo. Ha hecho teatro cómico y dramático, y desarrollado también una complicadísima habilidad: la de convertir en amenas las explicaciones eruditas con las que arropa sus monólogos y diálogos.
Como dice el tópico —y los tópicos son esencialmente verdades eternas (Ortega dixit)—, la práctica hace maestros y Enrique lo es desde hace tiempo en ese campo tan difícil en el que la calidad de la palabra y el gesto tienen que compensar la ausencia del movimiento y la caracterización.
Nos contrataron para actuar conjuntamente. ¿Interpretando qué? Pues lo que nos diera la gana. Teníamos que hablar de teatro, leer fragmentos, contar anécdotas... lo que fuera. El único objetivo era hacer pasar al público dos horas de disfrute con nuestro arte teatral.
Allí nos fuimos los dos enriques. Sentados ante una mesa leímos piezas suyas, mías y de otros, de la manera más relajada e informal. Creo no mentir al decir que el público lo pasó en grande y sé que no lo hago cuando recuerdo que nosotros dos lo pasamos aún mejor. Que te paguen para hacer lo que más te gusta es el supremo placer. Y, si de paso, le haces la vida agradable a unos centenares de personas agradecidas, pues ya la satisfacción es inenarrable.
En ese entorno fue cuando decidimos recitar un fragmento de la inmortal obra zorrillesca Don Juan Tenorio, que ambos habíamos interpretado muchas veces. Elegimos el acto primero, el de la hostería del Laurel, donde el protagonista y don Luis, tras un año de ausencia haciendo trastadas, se reúnen para cotejar sus logros en muertes y conquistas amorosas. Ambos se tiran a la cabeza sendos romances relatando sus aventuras.
Por deferencia a su calidad de seniorpedí a Enrique que dijera el papel del Tenorio y yo me reservé el de su rival, el deuteragonista Mejía.
No bien comenzó Enrique su parlamento, fui descubriendo un Mediterráneo tras otro. Cada frase tenía un matiz distinto y acertadísimo, nuevo para mí. Por supuesto que no hay una sola manera de hacer un papel bien: hay miles de ellas. Pero unas son superiores a otras y Enrique Gracia sabía dar siempre con las mejores. Cada peripecia del galán, recitada por él, adquiría el nuevo realce. ¿Era eso posible, cuando yo había visto la obra interpretada por muchos y grandes actores? Sí lo era. Enrique me brindó una gran lección de actuación en directo, mientras yo le daba la réplica. Si yo puntuaba hasta entonces mi interpretación del papel en un 9,5, me bajé mentalmente y sobre la marcha la nota a un 7 pelado, nada más. El 10, la Matrícula de Honor, era para Enrique.
Nunca le he dicho en persona lo mucho que valoré y lo mucho que recuerdo aquella tarde de teatro a su lado, aprovechándome de su magisterio. Se lo digo aquí, porque por escrito no me da vergüenza.