En toda mi vida solo he pedido un autógrafo.
(Técnicamente serían dos, pero el primero no cuenta, pues mis padres lo pidieron por mí cuando yo era muy pequeño. Fue a Herta Frankel, un personaje televisivo que manejaba a la perrita «Marilín» y a otros muñecos y a los que solo recordarán aquellos de mi generación que tengan muy buena memoria.)
El autografiado fue Nino Bravo. Corría que se las pelaba el año de 1972 y el célebre cantante había ya conseguido la fama a lo grande con su canción «Te quiero, te quiero» de Augusto Algueró, que sonaba casi ininterrumpidamente en la radio (por lo menos en Valencia; no sé si por buen gusto musical o simplemente por patriotismo de los que la solicitaban, pero el caso es que se escuchaba todo el rato, por lo que nadie ignoraba quién era el cantante).
Pues estaba yo con dos amiguetes de mi edad (trece años) y eran así como las once de la mañana —nos habíamos peleado las clases— cuando vimos a Nino entrar con otro señor en una pequeña tienda de instrumentos de música. Estábamos en la puerta; él se fijó en nosotros y le guiñó un ojo con simpatía a uno de mis amigos antes de entrar. Era un local pequeño y no se podía ver el interior.
—¡Es Nino Bravo! —Gritamos. Estábamos realmente entusiasmados. No todos los días te tropezabas por la calle con alguien tan famoso y que, además, era un ídolo local.
Nos quedamos allí, esperando a que saliera, para verle de nuevo. No pensamos en autógrafos en aquel momento, sino tan solo en comprobar que no nos habíamos equivocado y que aquel era Nino Bravo en verdad; pero su altura y lo ganchudo de su nariz nos confirmaban que sí, que era él.
Tardó una eternidad en salir. Puede que fueran cincuenta minutos o así, pero a nosotros nos parecieron dos o tres horas completas por lo menos.
Por fin apareció.
—¿Me estabais esperando? —preguntó con una sonrisa.
Estuvo con nosotros cerca de veinte minutos, sin exagerar, hablando allí, de pie, en mitad de la calle. Creo que pensó que nos lo debía, porque le habíamos aguardado durante tanto rato. Su acompañante le miraba con aire de decir: «No pierdas el tiempo», pero Nino no hizo caso a sus gestos. Habló con nosotros de todo, contestó nuestras estúpidas e ingenuas preguntas y nos firmó autógrafos para nosotros y para nuestros amigos y familiares, pues arrancamos unas hojas de nuestros cuadernos y las hicimos trocitos pequeños para tal fin.
Nos contó cómo era por dentro un estudio de grabación y cuánto tiempo llevaba hacer un disco. Nos dio incluso detalles de su vida y estuvo encantador todo el rato. ¿Qué otra estrella musical habría perdido el tiempo así, con unos mocosos como nosotros?
Guardé su autógrafo como uno de mis más preciados tesoros hasta que me lo robaron en el colegio. Pero eso, como suele decirse, es otra historia.