¡Fíjense ustedes si el profesor que protagoniza esta película tenía buena fama en su institución, que le permitían que vistiese a sus alumnos con túnicas sin decir de él que era rarito!
La costumbre se las traía, porque su objetivo era darle más sabor a un concurso repipi que tenía lugar a final de curso (cuando todos los alumnos estaban hasta aquí de exámenes y no tenían tiempo para esas mangarciadas). El concurso del «Señor Julio César» (y ese título de ‘señor’ nos parece el más inadecuado) no eran sino preguntas sobre el mundo clásico para que los alumnos empollones se lucieran delante de sus orgullosos padres y provocaran que los desorgullosos padres de los alumnos inempollones recriminaran a sus vástagos su desparticipación en el evento por haber sido inelegidos para el mismo, debido a su inrendimiento académico a lo largo del curso. En resumen: era un juego clasista donde los haya, de esos que los americanos esnobs emplean para parecerse lo más posible a los ingleses esnobs de los que en un día los estadounidenses se independizaron porque no querían ser gobernados por esnobs.
Pero no vamos a coger este conflicto fílmico desde la Prehistoria, porque al igual que la provincia de Cuenca, la paciencia del lector tiene límites. Contaremos el argumento de manera sucinta esta cinta (la de Hoffman) para que ustedes vean lo que se cuece en la cursiacademia Saint Benedict, en las afueras de Washington D.C., por si alguno de ustedes tiene el capricho de mandar a sus hijos allí.
De lo primero que nos enteramos es de que por allí todos los estudiantes suelen repetir curso con desusada frecuencia, pues de otro modo no se explica que en un curso preuniversitario (teóricamente para chavales de 15 ó 16 años) ninguno aparente tener menos de 22 e incluso los hay que son directamente de 30, sin paliativos.
Solo los vemos dar clase de Historia durante toda la película; no parece que se les enseñe ninguna otra asignatura. Esto nos parece bien, pues, a fin de cuentas, el Inglés no tiene casi reglas gramaticales que uno se pueda aprender; la Geografía no es de fiar, ya que los países cambian continuamente (ya ven lo que ha pasado con la antigua Yugoeslavia, que nadie sabe cuántas naciones han salido de ahí); las Matemáticas, salvo sumar, restar, multiplicar, dividir y la regla de tres, no le sirven para nada al ciudadano medio (¿cuándo fue la última vez que nuestros lectores hicieron una operación con logaritmos?); la Filosofía no ha llegado a ninguna conclusión válida desde los presocráticos; la Literatura subvierte la mente y hace a los ciudadanos poco dóciles, y la Gimnasia solo es útil durante unos pocos años: luego tus articulaciones y sus riñones se declaran en contra de esa forma de preparación académica y te obligan a olvidar las tablas de ejercicios que aprendiste y la manera de poner la pierna para saltar una valla.
Así es que la Historia es la única asignatura verdaderamente permanente, a decir del profesor de marras, William Hundert, que ya hemos dicho que es un docente maduro y con ramalazo, aunque el hombre es tan elegante que apenas se le nota. Él considera que la Revolución francesa fue demasiado sangrienta y la Segunda Guerra Mundial tremendamente aburrida, por lo que se dedica de manera exclusiva a hablar de Roma (que sospechamos que es lo único que se sabe). Como de esta manera el curso se le queda corto, rellena las clases con el truco de las túnicas, como si aquello fuera la asignatura hispanofranquista de Corte y Confección, pieza clave de un sistema educativo que muchos parecen echar de menos en la actualidad española. Pero nos estamos desviando de nuestra trama argumental.
El primer día de clase y como enseñanza básica de su curso, Hundert muestra a sus estudiantes una placa mugrienta que hay encima de la puerta y en la que se habla de la hazañas de un rey mesopotámico, Shutruk Nahunte, del que queda la noticia de que venció en muchas batallas y de que mató a muchos enemigos, pero que ha permanecido en el más completo de los olvidos porque no contribuyó en nada a la civilización y porque nadie se molestó en hacer un relato detallado de sus logros.
(Sentimos ponernos puñeteros, pero antes de seguir adelante, hemos de indicar que esto no es del todo cierto. No estaría tan olvidado cuando una placa con su nombre —horroroso, pero difícil de recordar— ha conseguido llegar desde Mesopotamia hasta el segundo piso de la St. Benedict Preparatory School, a un tiro de piedra de Washington. Y, por otra parte, si algún historiador con mucho tiempo libre hubiera recopilado un listado detallado de la vida y milagros de aquellos a los que mató el bueno de Shutruk, ¿no se le recordaría justamente al tener sus hazañas homocinegéticas perfectamente documentadas?)
Prosigamos.
El colegio es de élite y en él se forja a los futuros líderes-mangoneadores de la sociedad. Todo va bien por allí hasta que aparece un nuevo estudiante, Sedgewick, el abofeteable hijo de un senador, «the repellent child named Vincent» o como se diga por aquellos pagos (no hemos encontrado el equivalente inglés). Es un alumno al que su expediente anterior describe como «estupido, discolo, problematico, frivolo, cinico y energumeno» (lo ponemos así por dos razones: porque en inglés no hay acentos y porque, de haberlos habido, Sedgedwick no los habría sabido poner). Con su llegada, la disciplina de la clase cae como el Imperio romano con Rómulo Augusto, por usar un símil que le hubiera gustado al profesor.
El recién llegado subvierte la disciplina: enseña a los otros alumnos costumbres «depravadas», tales como no ponerse de pie cuando entra el profesor o mirar revistas de chicas (algo que a ninguno entre sus dos docenas de adolescentes compañeros se les había ocurrido nunca hacer hasta que él llegó).
Hundert contraataca al revolucionario con una frase lapidaria: «La juventud pasa, la inmadurez se supera, la ignorancia se cura con la educación, pero la estupidez es para siempre». Pero al otro no le hace ni aire y las impertinencias continúan.
El profesor, herido en su orgullo e incapaz de darle al imbécil del niño dos cates —uno simbólico, en las notas de fin de curso, y otro literal, en medio dela jeta y con la mano abierta— decide hacer carrera de él, ayudarle y promocionarle, aunque él no quiera (que no quiere).
Para ello se toma molestias: va a ver a su padre, para que este motive al chico, pero al senador no le interesa la educación de su hijo (que se colocará cuando termine los estudios gracias al enchufe de algún tío o amigo de la familia); solo le preocupa lo que les preocupa a todos los senadores del país: averiguar a quién hay que asesinar para llegar a ser presidente de la nación y así pasar de un sueldo de 170.000$ anuales a 400.000$ más complementos, otros regalitos y botones rojos para hacer saltar por los aires a los que no te caen bien.
Como la política no ayuda, Hundert hace trampa, le sube la nota al cretino y le mete en la final del concurso de César, dejando fuera a un alumno que sí lo merecía. Hace esto para subirle la moral al macarra y poder presumir de que su influjo profesoril ha llevado de vuelta al redil al pijo pródigo que pasaba de los estudios.
Tiene lugar el concurso ante todos los padres, vestidos ellos con traje Eton y ellas con pamelas de un mínimo reglamentario de 10 pulgadas de radio (lo que da 62,8 de circunferencia, si Pitágoras no nos engaña). Hay gran expectación y la tensión se puede cortar con un cuchillo de los de extender la mantequilla. Se hacen preguntas de calentamiento: «¿De qué color era el caballo blanco de Pompeyo?» y cosas así. El grado de dificultad aumenta y los tres finalistas comienzan a sudar.
Entonces el profesor ve que Sedgewick lleva una «chuleta» en la túnica, de la que va leyendo las respuestas que acierta. Le corre por la espalda un sudor frío al comprender que la túnica es el lugar ideal para ocultar una «chuleta» en tamaño DINA3 y que quizá los concursantes de ediciones anteriores lo han venido haciendo durante los últimos veintidós años.
Ya la cosa tiene mal arreglo. Hundert avisa al director de que el pillastre está copiando pero el director no quiere oír nada, pues, a fin de cuentas, el colegio cuesta un dolarón y el senador paga religiosamente, porque es metodista. Si pone al tramposo en evidencia ante aquella selecta multitud, el senador no se lo perdonará nunca y, si llega a presidente, será muy capaz de cortarle los fondos al colegio y mandar cortarle a Hundert alguna otra cosa más personal. Además —continúa el director—, ¿no lo dijo ya Quevedo, el gran poeta mexicano?:
Todo se vende este día,
todo el dinero lo iguala:
la corte vende su gala,
la guerra, su valentía
y hasta la sabiduría
vende la universidad.
¡Verdad!
No iban ellos a enmendarle la plana a Quevedo, concluye el director.
Hundert decide que el canalla no debe vencer y ¿cómo lo logra? Pues haciendo trampa él mismo. La última pregunta la hace sobre un tema que no había explicado en clase (esto, desgraciadamente, es muy común, incluso hoy), pero del que le constaba que uno de los otros finalistas se sabía la respuesta: «¿Qué sabor de helado le gustaba más a Amílcar Barca?» «¡El de ron con pasas!», contesta Deepak Mehta, un estudiante indio. Y con esto es coronado repipimente con la corona de laurel de los vencedores que es el máximo honor (o humillación, según se mire) que otorga aquel colegio.
*
Han pasado 25 años y dos terremotos. Los profesores senior se han jubilado y Hubert se hace ilusiones de ser el siguiente director de la institución. Pero la Junta (siempre hay una junta en alguna parte que decide alegremente sobre lo que va a ser de nuestras vidas), decide que no, porque el profesor sabe mucho de túnicas pero poco de conseguir fondos para el colegio. Él se ofende, manda a la junta a curarse la laringitis (a hacer gárgaras) y se toma un año sabático para escribir un libro sobre cualquier cosa, solo para que se le recuerde por algo.
Es solo entonces cuando el guionista se da cuenta de que la película se le está quedando corta y añade otra peripecia más. Le llega al profesor una carta de su antiguo alumno Sedgewick —que ha pagado un dineral por entrar en una buena universidad—, en la que se lee:
«Cerido profesor Undert, espero que este vien en compañía de los sullos yo vien gracias. Kería inbitarle a acer de nuevo el concurso, del señor julio sesar en un otel de lujo, en la plalla yo pago todo y ademas si acede, aré una donnacion inportante para mi antigüo colejio, le espero, sullo, sedgebick.»
Hundert accede. Le mandan un helicóptero que le deja en un complejo hotelero de superlujo. En su habitación hay una cesta con chocolatinas y le han dejado unos plátanos y una piña en la almohada (el del servicio de habitaciones era un becario en prácticas) y le han invitado a una cena de gala y a dirigir de nuevo una versión actualizada del concurso.
Allí están de nuevo los tres finalistas (y el cuatrifinalista injustamente ninguneado también, ¡pobrecito mío!). Todos se entogan, comienza el concurso y Sedgewick va en cabeza y sacándole un cuerpo entero a Deepak Mehta (no quiere decir esto que sea más alto por haber crecido mucho más: es tan solo una metáfora hípica). Hundert se siente orgulloso.
Pero, ¡oh, dolor!, Fallitas visum, que dijo el poeta latino: las apariencias engañan. En un momento en el que Sedgewick gira levemente el torso para rascarse la espalda, el profesor ve algo raro en su oído. No es sino un dispositivo miniaturizado receptivo auditivo (vulgo ‘pinganillo’) desde el que está escuchando las respuestas que le va chivando un informático a sueldo.
La naturaleza humana no cambia, se lamenta sotto voce el docente. Quien hace un cesto, hace ciento.
Y entonces, como última pregunta, Hundert inquiere quién diablos fue Shutruk Nahunte. Hay una pausa dramática. Sedgewick se pone amarillo, el informático se tira de los pelos porque no encuentra nada en la Wikipedia (y si el otro no gana, él no cobra), el indio se acuerda de la placa mugrienta, responde correctamente que Nahunte fue un cafre que mató mucho y gana el concurso (holgadamente, pese a que la túnica le aprieta), por lo que Hundert, para quitarse el mal sabor de boca, tiene que repetirse a sí mismo una y otra vez que «Cum finis est licitus, etiam media sunt licita» (el fin justifica los medios, solo que en clásico).
Todo tendría que haber acabado ahí, pero no es así. Exalumno y profesor se ven en los baños (coinciden, no piensen mal) y tiene lugar una descorazonadora conversación. Sedgewick le cuenta que va a ser senador empleando los contactos de su padre y sobornando a quien haga falta, que está triunfando en la vida pese a saber que no lo merece, que será capaz de cualquier deshonestidad con tal de triunfar y que, en realidad, el saber y la cultura le importan un pimiento morrón. (A propósito: los EE. UU. son el primer importador de pimientos del mundo, por lo que nos extraña que le importara un pimiento y no más de uno). Sedgewick solo quería ganar por vanidad y porque no le gustaba la idea de que un inmigrante de color quedase por encima de un americano blanquito.
Y entonces tiene lugar el efecto final: se abre la puerta de un retrete y sale de allí uno de los hijos pequeños del futuro senador, que ha escuchado la conversación. El espectador piensa: «¡Muy bien! Eso se llama justicia poética! Ahora el niño ha descubierto la hipocresía y corrupción de su padre y le perderá el respeto y el cariño. Me alegro. Se lo tiene merecido.»
Hundert coge el helicóptero y se vuelve a su casa, a seguir sin empezar su libro (porque no se le ocurre sobre qué escribirlo).
Lo que no sospechan ni el profesor ni los espectadores es que el niño que ha escuchado la conversación delatora no piensa lo antedicho, ni mucho menos. Lo que rumia el zangolotino es lo siguiente: «¡Qué listo es mi papá! ¡Qué bien sabe engañar a toda esa panda de imbéciles! ¡Seguro que con su astucia algún día llegará a ser presidente! ¡Qué listo es mi papá!».