Comedia de final abierto, como es la moda
(Recibidor en casa de Gian Maria. Por el pasillo se ve llegar a Ambrogio, criado viejo, sordo y milanés, muy atildado. Gian Maria, de treinta y cinco años de edad, un tanto rechoncho y de carácter malhumorado, se halla durmiendo sobre una chaise-longue.)
Ambrogio.—¡Señor, que son las tres! (Gian Maria coge una lámpara portátil de la mesilla y se la tira, pero no le da.). ¡¡Las tres!!
Gian Maria.—(Muy irritado y hablando alto para que le entienda.) Pero, ¡bestia!: ¿a qué hora te dije ayer que me despertases?
Ambrogio.—Ayer no me dijo nada el señor.
Gian Maria.—¿Ah, no? Y, ¿por qué?
Ambrogio.—Por la sencilla razón de que ayer el señor no se despertó ni por un instante siquiera.
Gian Maria.—¡Ah, vamos! ¿Y anteayer?
Ambrogio.—Antes de ayer, el señor, cuando volvió a casa, no estaba en condiciones de articular palabra alguna.
Gian Maria.—Te perdono por su sinceridad. Anda, acércate.
Ambrogio.—¿Me promete el señor que hoy no me pegará como hace otros días?
Gian Maria.—Te lo prometo. (Ambrogiole acerca un carrito donde lleva una bandeja con el desayuno y una lámpara, idéntica a la rota, que se apresura a colocar en la mesilla, mientras Gian Maria empieza a desayunar.)
Ambrogio.—¡Tenga buenas tardes el señor! (Abre las cortinas del gabinete.)
Gian Maria.—¿Has traído los periódicos? ¿Qué traen?
Ambrogio.—Les he echado una ojeada en el quiosco. Pero estaban todos llenos de noticias, así es que no los he comprado.
Gian Maria.—Has hecho bien. Has hecho muy bien. No hay que gastarse el dinero en vulgaridades.
Ambrogio.—Lo que sí hay es mucho correo.
Gian Maria.—Ya lo creo. Como que casi no encuentro el café. (Aparta cartas de la bandeja que, efectivamente, cubren casi todo el servicio de desayuno, y se queda sólo con una.) Anda, llévate las demás. Sólo leeré ésta.
Ambrogio.—¿Por qué ésa en particular?
Gian Maria.—Porque ha escrito «Roma» con hache intercalada. Me gusta la gente original. (Abre el sobre.)
Ambrogio.—Con el permiso del señor... (Ambrogiocoge las cartas y se dirige a la puerta.) ¿Qué hago con estas cartas?
Gian Maria.—Haz lo que te plazca. Regálalas a algún museo.
Ambrogio.—Se hará como el señor mande. (Ambrogiose dirige a la puerta, recoge la lámpara rota y se retira dignamente. Gian Maria lee la carta y su expresión de cinismo e indiferencia cambia radicalmente. Queda realmente perplejo y un tanto asustado. Aparta la bandeja, se levanta y pasea con la carta por la habitación. Vuelve a leerla y se marca en su rostro una expresión de angustia.)
Gian Maria.—¡Eh! Pero, ¿qué es esto? (Hay una pausa larga en la que se ve que Gian Maria reflexiona sobre el contenido de la carta y se nota que no le gusta nada. Se dirige a un gran gong, que hay en un rincón y lo hace sonar. Tras una pausa, entra Ambrogio.)
Ambrogio.—¿Me llamaba el señor?
Gian Maria.—Sí. Tráeme inmediatamente mis tres baúles. Me voy a Vladivostok.
Ambrogio.—¿Tan lejos?
Gian Maria.—¡Ah! ¿Está lejos Vladivostok?
Ambrogio.—Mucho
Gian Maria.—Bueno. Pues me voy entonces para Livorno.
Ambrogio.—¿Livorno? ¿Tiene el señor algún negocio allí del que necesite ocuparse?
Gian Maria.—No. Si tuviera algo que hacer allí mandaría a mi administrador para que lo hiciera él por mí, que para eso cobra. Tú calla y tráeme los baúles.
Ambrogio.—¿Los quiere llenos el señor?
Gian Maria.—Eso lo dejo a tu criterio. Pero date prisa. (Queda mirando la carta como hipnotizado.)
TELÓN
(En la literatura actual a esto se le denomina «final abierto». Es un recurso muy útil para que el autor no tenga que pensar demasiado. Ustedes se quedan sin saber qué decía la carta, ni por qué se va Gian Maria a Livorno, ni nada de nada, pero hay que ser modernos. ¡Qué se le va a hacer!)