Contar las maldades de Voltaire es un no parar, porque el tipo fue un canalla redomado o al menos eso dijo de él mucha gente durante mucho tiempo. Parece ser que se dedicó básicamente a atacar a unos y a otros, lo cual está muy feo, ¿no les parece?
Repasemos ahora cómo fue su vida, intentemos juzgar sus actos sin apasionamientos y salgamos de dudas.
François-Marie Arouet nació en 1694, lo que de por sí ya es una grosería imperdonable.
En el colegio destacó por su habilidad en el latín y el griego, que llegó a dominar a la perfección, lo que demuestra que incluso de niño era ya repelente y odioso.
Tuvo la desfachatez de estudiar Derecho, cuando lo que tenía que haber hecho, si quería ser un caballero elegante, era no estudiar nada en absoluto, sino dedicar su juventud a bailes, saraos y calaveradas, que es lo que se espera de un joven de la buena sociedad.
En esa época recibió una cuantiosa herencia de la cortesana Ninon de Lenclos, que se la legó con el propósito expreso y declarado de que «se comprase libros». Voltaire obedeció y se compró todos los que pudo, lo que a nuestro entender fue un gran error. Ese dinero hubiera estado mucho mejor empleado en carruajes, caballos, vestidos elegantes, bastones con puños de plata y cosas por ese estilo, imprescindibles para la vida. En lugar de ello, Voltaire se compró librotes y se dedicó a la lectura, ese hábito tan pernicioso que corrompe a los jóvenes.
Fue un gran mujeriego, entendiéndose por ello que galanteaba a las mujeres y les hacía muchos regalos, las amaba y las mimaba. Ahora bien, ustedes coincidirán con nosotros en que esa conducta es indigna de un hombre y que a las mujeres no hay que tratarlas como si fuesen reinas ni haciéndoles la vida tan agradable, como se la hizo el libertino de Voltaire.
En 1715, al joven Arouet, arrastrado por su carácter vicioso, no se le ocurre otra cosa mejor que escribir una sátira contra el duque de Orleans. ¿Dónde se ha visto algo de tan mal gusto como ir criticando a los que detentan el poder? Por dar su opinión en un escrito fue justísimamente condenado a ser encerrado en la Bastilla durante un año (se merecía mucho más). ¿Y qué dirán ustedes que hizo durante su estancia en prisión? No se dedicó a delatar a sus conocidos, ni a explorar nuevos terrenos amatorios con sus compañeros de reclusión, como suele ser lo habitual, ni tampoco simplemente a vegetar. El muy perverso pasó su tiempo de condena ¡aprendiendo literatura! ¿Cabe mayor depravación?
El malvado Voltaire tuvo un conflicto serio con el noble De Rohan. Ambos decían hallarse enamorados de la misma dama y ustedes estarán de acuerdo en que si un aristócrata pretende a una mujer, el hijo de un notario tiene el deber de renunciar al amor y dejar el campo libre a su oponente, que para eso ha nacido en mejor cuna. Pues bien, el vil Voltaire, sin respeto alguno por la sacrosanta institución de la nobleza, siguió enamorado de la dama. De Rohan, claro está, mandó a sus lacayos a darle una paliza a Voltaire y nosotros decimos que hizo muy bien. La orden era matarle, pero los lacayos —gentuza baja y sin principios— no obedecieron la orden, sino que se compadecieron del escritor y no llegaron a acabar con él, sino que sólo le dejaron medio muerto. Voltaire retó a De Rohan a un duelo para vengar su honor —como si un hombre del pueblo tuviera honor— y, por supuesto, De Rohan se negó, porque sería una deshonra cruzar su espada con un burgués cualquiera. Así es que lo que hizo para quitarse de encima a una mosca tan molesta fue usar su influencia en la corte para hacer encerrar de nuevo a Voltaire en la Bastilla, de donde no tenía que haber salido.
Tiempo después, el escritor marchó a Inglaterra, donde se dedicó a otras actividades infames como todas las suyas: difundir y defender el pensamiento del científico Isaac Newton y del filósofo John Locke, enemigos declarados del Antiguo Régimen.
Escribió entonces sus Cartas filosóficas, en las que aconsejaba a los franceses que adoptasen usos y costumbres de los ingleses, alegando que aquéllos estaban más avanzados. Esta tremenda falta de patriotismo de Voltaire era realmente intolerable. En el libro mantenía que Francia era una sociedad atrasada, lo que era una manera de ir contra la sagrada tradición. Ello causó un escándalo justificado y todo el país galo reaccionó odiando al escritor como se merecía.
En ese libro y otros, el pernicioso Voltaire defendió la tolerancia religiosa (ser débil en defensa de las propias creencias) y la libertad ideológica (permitir el caos resultante de que cada uno piense lo que quiera en lugar de que todos piensen lo que se les diga y obedezcan ciegamente a la autoridad, que es lo correcto y lo que todos deben hacer). Se comprende que Voltaire se convirtiera en un símbolo del mal para muchos europeos.
Francia hizo muy bien rechazando a Voltaire y a su obra. En Alemania, en cambio, le acogieron con aprecio. En Berlín le nombraron académico, historiográfico y Caballero de la Cámara Real. El mismo Federico II «el Grande» le invitó a alojarse en el palacio de Sanssouci y a dirigir sus tertulias. Pero ya sabemos que de los alemanes no se puede uno fiar porque todo lo hacen al revés. El que ellos apreciaran a Voltaire no significaba absolutamente nada, porque se sabe que la única gente con inteligencia en todo el mundo es la de París.
Voltaire tuvo otros vicios asquerosos que pasamos a listar.
Por ejemplo, fue muy aficionado al teatro, ese receptáculo de malas costumbres, que él decía que era un arte sublime.
Escandalizó a los calvinistas ginebrinos, afeándoles el hecho de haber quemado a Miguel Servet. Y es lo que nosotros decimos: si quemaron a Servet fue porque expresó opiniones que no estaban de acuerdo con las de la autoridad religiosa de la ciudad, que era Calvino, lo cual era inaceptable. Y a fin de cuentas, ¿quién era Voltaire para protestar de lo que los calvinistas habían hecho o habían dejado de hacer?
Satirizó en sus obras a los corruptos, ya fuesen clérigos, nobles, reyes o militares. Carecía del sentido común suficiente para saber que la corrupción entre el pueblo llano y los burgueses debe perseguirse siempre, pero que el primer y segundo estados son intocables y nunca se les ha de criticar, hagan lo que hagan, porque eso socavaría las bases de la sociedad.
No contento con sus deleznables escritos propios, colaboró también —y gratuitamente— en la redacción de L’Encyclopédie o Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, esa recopilación del saber que tanto mal hizo.
Como además de todo lo antedicho era también un metomentodo, se dedicó a intervenir en distintos casos judiciales en los que él consideraba que se había hecho una injusticia, protestando del nombramiento de algunos jueces —recomendados por nobles poderosos que sabían muy bien lo que hacían y no iban a apoyar a nadie por amiguismo o interés, sino que siempre proponían a personas muy íntegras, como ellos— e incluso favoreciendo con su propio dinero a las víctimas de lo que él llamaba «errores judiciales» (como si los jueces pudieran equivocarse nunca), en un asqueroso despliegue de caridad y ostentación.
Criticó la esclavitud, esa práctica tan útil y que tantos beneficios económicos reporta a las naciones civilizadas.
Rechazó todo lo que él consideraba irracional e incomprensible, sin querer aceptar que la vida es un gran misterio y que el deber del hombre no es resolverlo, sino aceptarlo tal y como es, según nos dicen los sabios.
Insistió en que la literatura debía ocuparse de los males de su tiempo, lo que es un trastocamiento perverso de su función, pues los escritos no deben criticar las cosas, sino sólo servir de entretenimiento a los ocios de los poderosos.
Escribió frases tan absurdas y carentes de sentido como la siguiente: «La labor del hombre es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida gracias a las artes».
Defendió la convivencia pacífica entre diversos pueblos y gentes de distintas creencias y religiones, lo que es algo absurdo y muy nocivo, pues disuade a los jóvenes de que vayan a la guerra contra cualquier enemigo cuando el rey les ordena hacerlo. Y todo el mundo sabe que las guerras son imprescindibles para la gloria del propio país.
Esta sido la relación de los gravísimos errores y pecados del ruin Voltaire. Y puede que nos dejemos alguno.
Pero quizá el más grave de todos sus pecados fue tener un gran sentido del humor, lo cual es algo deleznable, pues la sociedad y sus instituciones son algo muy serio y sólo los mayores canallas se ríen de ellas.
Como habrá podido observarse, Voltaire era efectivamente un ser repelente y a nosotros no nos ha cegado ninguna animosidad ni prejuicio contra él, sino que le hemos juzgado con toda ecuanimidad y justicia.