(CUENTO DE HUMOR EN EL QUE HAY QUE HACER UN ESFUERZO PARA REÍRSE)
En aquel país remoto, un puñado de valientes (bueno: eran sólo tres, así es que lo del puñado es una exageración), cansados de la tiranía del rey Frederic II «el Patillas», se unieron para intentar derrocarle.
Crearon primero una sociedad secreta, con santo y seña. El santo era San Pancracio y la seña estaba en latín, por lo que se aprendía con bastante dificultad. Ninguno de sus miembros la pronunció nunca como es debido, por lo que acabaron saltándosela.
Tan secreta fue la sociedad que los miembros nunca sabían dónde tenían que reunirse y no conseguían concretar nada. Además, como nadie sabía de su existencia, conseguían muy pocos afiliados.
Acabaron viéndose en un club romántico, al que acudían en sigilo todos los jueves. Ello les causó graves inconvenientes, porque sus esposas pensaban que iban allí a hacerle el amor a señoritas. Luego les montaban unas escenas de celos que los conjurados se pensaron muy seriamente si merecía la pena derrocar tiranía alguna.
Por fin el número de afiliados aumentó considerablemente mediante un eficaz procedimiento que no revelamos porque ignoramos por completo cuál fue.
Paralelamente, aumentaron los dividendos de una fábrica de antifaces, que mandaba a las casas a su representante con un muestrario y un catálogo muy trabajado.
Los revolucionarios discutieron largamente sobre los colores de su bandera de la libertad. Hubo disensiones, porque ningún color les parecía simbólicamente bien. El azul y el morado les sugerían las magulladuras que podían sufrir si su intento fracasaba. El rojo les recordaba la sangre; el amarillo, la hepatitis. El blanco implicaba no tener nada en la cabeza. El lila les sugería que todo aquello era una tontería. Nadie se acordó de la existencia del verde.
Reunidos en su escondite se dieron unos a otros discursos inflamantes, pero el resultado no era muy satisfactorio. Querían recordar a los campeones de la lucha por la libertad del pasado, pero la cultura no los acompañaba. Confundían a Espartaco con Espartero, creían que Guy Fawkes había sido un pintor y Marat un pasante en una notaría.
Finalmente el vendedor de antifaces les traicionó y avisó a la policía secreta del rey de que se estaba complotando en su contra.
Ignorando esto, los revolucionarios consiguieron un plano del palacio y, embozadísimos, penetraron en él una noche con el propósito de asesinar al rey o, por lo menos, a un pariente cercano.
El plano resultó ser de antes de la última reforma del edificio, por lo que los conjurados se encontraron con que las puertas y los pasillos no estaban todos en su sitio. Se perdieron y, en lugar de los aposentos reales, acabaron apareciendo por otro lado.
Todos fueron detenidos y encarcelados. Afortunadamente, los burócratas de palacio, que eran una panda de inútiles, traspapelaron las pruebas y testimonios que les acusaban, por lo que no les pudieron ahorcar.
Siguen todos allí, en prisión, y el rey no sabe muy bien qué hacer con ellos.