En esta relación de filósofos árabes y cosas parecidas viene enseguida Algacel (1059-1111), autor de un libro titulado La destrucción de los filósofos, que era algo que todos querían pero que nadie se atrevía a proponer, porque no era políticamente correcto. Es un teólogo místico, con un ramalazo de sufismo y otro de integrismo. Se dedicó a señalar las contradicciones en las que habían incurrido Alfarabi y Avicena, y en eso se le fue la vida.
Avempace (1085-1139, filósofo maño nacido en Saraqusta, fue como un hombre del Renacimiento, solo que sin mallas ajustadas. Dominaba muchas disciplinas: medicina, botánica, astronomía, matemáticas, música y la cría del canario. Sus comentarios a Aristóteles fueron tan certeros que sus compañeros de profesión, envidiosos, le asesinaron con una berenjena envenenada. Esto, que parece una chufla nuestra, es un hecho totalmente verídico y sucedió en Fez en el año 533 de la Hégira, en el mes de ramadán.
Este señor fue el primer falasifa andalusí propiamente dicho, pero sus teorías son un plagio descarado de Plotino y de Spinoza. Cómo se las apañó para copiar a Spinoza, que no nació hasta cinco siglos después que él, es una cuestión sin resolver sobre la que aún no sea escrito ninguna tesis doctoral.
Los judíos, por su parte, al grito de «¡Tonto el último!», tratan en estos años de hacer también una escolástica hebrea, pero añadiendo elementos de la Cábala, que les gustaban mucho, pues no sin razón fueron los inventores de los crucigramas.
En España aparece sin avisar Avicebrón(1021-1058), al que los árabes conocían como Ibn Gabirol, pues ese era el nombre artístico que empleaba en sus giras veraniegas, tocando la flauta en un grupo de folk proto-sefardí. Su tesis más famosa es la de que el alma está compuesta de potencia y acto (algo que nos suena mucho y que creemos que ya se lo hemos oído en otro sitio a otro pensador). De ahí se sigue que el alma es material, lo que origina un oxímoron de los de no te menees. «Alma material» es una contradicción en términos equiparable a las más gordas, como «sonido mudo», «agua seca» o «izquierda unida».
Un filósofo judío más alto y esbelto que el anterior fue Maimónides (1135-1205), que nació en Córdoba, donde sus padres habían ido una semana a pasar la luna de miel. Vivió en Fez y luego se trasladó a El Cairo, donde tuvo a bien morirse.
Este caballero afirmó taxativamente, con gran aplomo y completa seguridad, que el objeto supremo de la religión era el conocimiento de Dios, dicho lo cual se quedó tan descansado. El problema es que de Dios sabemos que existe, pero poco más. No conocemos sus cualidades, ni siquiera su número de teléfono. Solo podemos acumular sus atributos negativos, rechazando toda imperfección. Dios no es malo, no es feo, no es gordo, no es injusto, no pertenece al Círculo de Lectores, etc.
En cuanto al hombre, Maimón desarrolla una doctrina que fue impugnada más tarde por Tomás de Aquino, por lo que no la explicaremos, pues si resultó ser falsa o incorrecta no merece la pena que perdamos el tiempo con ella.
Su obra principal, Moreh Nebuchim, qué significa «Guía de perplejos», se tradujo como «Guía de descarriados», lo que fue motivo suficiente como para que Maimónides, enfadado con el traductor, no le pagara lo estipulado. (Nos consta que hacer un chiste de dinero siempre que se habla de judíos es algo de mal gusto y un recurso literario de los peores. ¡Pero es que esto que contamos no es una broma nuestra, sino la pura verdad histórica!)