Cuando nos ponemos patrióticos y comenzamos a presumir de lo que España ha dado al mundo (cosas tales como el Descubrimiento de América, el autogiro, el Chupa Chups y el utilísimo invento de la mopa) nos solemos olvidar del producto que más abunda en nuestro país: el pícaro.
Alguien nos dirá que también existen pícaros en otras partes del mundo y nosotros no estaríamos de acuerdo. En el extranjero hay gentuzas que sinvergonzonean[1]con mayor o menor frecuencia; pero en su fuero interno no dejan de reconocer que lo que hacen está feo y sus compatriotas también lo saben y los miran mal por sus reprobables actos. Pero el pícaro español es una categoría aparte, pues cree estar respaldado por el derecho divino a fechorar[2]a placer en toda ocasión, lugar y circunstancia. Las gentes, además, no sólo no les critican, sino que les aplauden y admiran.
La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades no es sino un vademécum del pícaro, un muestrario de trucos y ardides con los que salir adelante, aparte de un catálogo de inmoralidades que afectan a todos los estratos de la suciedad (esto es un juego de palabras, no una errata).
Desglosemos esta novelita en que se nos describe con bastantes pelos y muchas más señales una España a la que en el siglo xvi ya no había por dónde cogerla.
Antes de comenzar, hay que advertir que la obra es realmente buena y toca temas de interés. Si hubiera sido un libro aburrido, la Inquisición no lo habría prohibido, como lo hizo.
Lázaro, el protagonista, le cuenta su vida a alguien en una carta. No sabemos a quién va dirigida y por lo larga que es deducimos que el chico se tuvo que gastar un dineral en sellos para mandarla. No obtuvo respuesta, que se sepa, así es que es muy probable que el destinatario no la leyera nunca, lo cual no constituye un éxito. Pero no vamos aquí a ponernos puñeteros con la importancia del texto, sino que nos limitaremos a contar el argumento y que cada uno saque sus propias conclusiones como buenamente pueda.
El padre de Lázaro había sido un molinero ladrón, pero como ya se había muerto al comenzar la novela, no diremos nada de él. La madre era bastante ■■■■■■■■■■ [censurado] y se había liado con un negro que pasaba por allí y que le hacía ■■■■■■■■■■ [censurado]un día sí y otro también. Para no tener que dar de comer a Lázaro, la madre se lo entrega (o vende) a un mendigo ciego, con objeto de que le sirva de criado para todo. Por compromiso, derrama alguna lágrima que otra —ya que no va a volver a ver nunca más a su hijo de ocho años— y se vuelve rápidamente al lecho, donde el negro la espera para jugar con ella una partida de tute arrastrado o hacer alguna otra cosa que la novela no menciona.
Al ciego le gusta darle capones a Lázaro y tirarle del pelo, como si fuera un maestro de escuela de la posguerra. Le hace pasar bastante hambre, porque eso curte el espíritu e imprime carácter. El niño, por su parte, no se queda atrás y mete al ciego en todos los charcos del camino. Además, le roba el vino, porque en algún momento ha escuchado a algún cardiólogo afamado decir que un poco de alcohol es bueno para el corazón, aunque te mate de paso algún que otro millón de células grises.
El ciego se muestra el desacuerdo con esta medida profiláctica y cuando Lázaro hace un agujero en el cántaro para beber a hurtadillas, su amo se lo estampa en todos los morros, rompiéndole los incisivos 41 y 42 y el molar 46. Tras este hecho, el amor de Lázaro por el ciego no aumenta desmesuradamente, que digamos.
Así es que Lázaro, en un día de lluvia, coloca al ciego frente a una columna, le dice que hay que saltar un arroyo, le hace tomar impulso y logra que se dé de bruces contra la piedra. El muchacho pone pies en polvorosa, diciéndose que bueno está lo bueno, que donde las dan las toman, que quien siembra vientos recoge tempestades, que de aquellos polvos vienen estos lodos y que ahí te quedas, mundo amargo, y si te visto, no me acuerdo.
Su siguiente amo es un clérigo y sus aventuras con él se cuentan en un capítulo que hubiera podido titularse algo relacionado con ese popular refrán que habla de salir de Málaga y caer en Malagón (Guatemala y Guatepeor en la versión en castellano latino).
El clérigo guarda el pan un arca, pues al parecer considera que comer es un privilegio solamente de la clase sacerdotal, y Lázaro tiene que ingeniárselas para robarlo. La divertida aventura acaba en paliza y no la contamos para no destripar la historia, por si alguien se decide por fin a leer la novela.
En el capítulo siguiente aparece la «marca España», representada por un típico hidalgo muerto de hambre, tan frecuente en nuestra historia patria. Con su nuevo amo Lázaro se lleva mejor, pues la gazuza hace buenos compañeros de cama. Ambos comparten los mendrugos que el pícaro consigue mendigando y así habrían seguido durante mucho tiempo si el hidalgo no hubiera tenido que salir por pies perseguido por sus acreedores.
En fin: hay más historias, pero todos tratan de lo mismo y pueden resumirse de la misma manera: en España hay dinero, pero preguntes a quien preguntes, siempre lo tienen los otros.
Lázaro se ve enredado con otros amos: con un buldero que estafa a sus compradores, con un capellán, con un fabricante de panderos, con un aguador y con alguno más que seguramente se nos está olvidando en este momento.
El joven acaba siendo pregonero, marido y cornudo, pues un arcipreste se toma un especial interés en el alma de la recién casada. Lázaro se aguanta, porque su posición de marido consentidor le permite al menos una vida con acceso asegurado a patatas, a alcachofas e incluso a judías verdes.
Se dice que esta novela, aparecida en 1544, la escribió Diego Hurtado de Mendoza, pero cuando le hemos preguntado, don Diego nos ha asegurado que él no fue. También se ha atribuido su autoría a fray Juan de Ortega, al erasmista Juan de Valdés, a Sebastián de Horozco, a Lope de Rueda, a Pedro de Rúa, a Hernán Núñez, a Francisco Cervantes de Salazar, a Juan Arce de Otálora, a Juan Maldonado, a Alejo Venegas, a Bartolomé Torres Naharro, a Gonzalo Pérez, a Belén Esteban y a otros escritores parecidos. Ante esta inconcluyente actitud de los críticos, optaremos por considerarla como anónima, a falta de otra teoría mejor.
[1]‘Sinvergonzonear’: cometer sinvergonzonerías.
[2]‘Fechorar’: cometer fechorías, como ya habrán deducido ustedes.