Soberanamente aburridos de la metafísica, los filósofos griegos posteriores a Aristóteles se marcharon por otros derroteros, en busca de la buena vida, en el mejor sentido; esto es: a averiguar cómo comportarse para que todo vaya bien y no haya problemas. Experimentaron con una moral de resistencia para tiempos difíciles, tomándose la vida de muy diversas maneras y no tomándose la cuestión ontológica de ninguna de las maneras, con lo que todos —ellos y nosotros que les estudiamos— salimos ganando palpablemente.
Los cínicos fueron, de lejos, los filósofos más cachondos. Antístenes (444-365) fundó un gimnasio en la plaza del Perro Ágil, de dónde surgió el nombre de ‘cínicos’ o ‘perrunos’ con que se conoció a sus seguidores. Inventó la «teología negativa», diciendo que a Dios no había por donde cogerlo, en el sentido de que no era en absoluto como las cosas que conocemos, por lo que no se le podía conocer ni definir.
Este señor postuló el ascetismo y la falta de necesidades. Su argumento era que el hombre debía pasar desapercibido, consumir lo mínimo y no hacer nunca la declaración de Hacienda. Solo así podría obtener la felicidad o eudaimonía, que consiste principalmente en ser libre, vivir tranquilo y no tener ningún pariente, para que no te den la lata.
Uno de sus discípulos es el filósofo más divertido que conocemos: Diógenes de Sinope (413-323), un protoanarquista al que sus conciudadanos expulsaron de su ciudad por apestoso, aunque él no se lo tomo a mal. Cuenta un tocayo suyo —Diógenes Laercio— que cuando le dijeron al cínico: «Los sinopenses te condenaron al destierro», él contestó a sus interlocutores: «Y yo, a ellos, a quedarse». Esto se llama saber tomarse la vida con sabiduría.
Diógenes se hizo famoso por vivir en un tonel, sin apenas posesiones. Solo tenía una taza para beber agua. Un día vio a un niño beber de una fuente en el cuenco de su mano. De inmediato, rompió su taza y se dio de bofetadas, por haber sido tan imbécil hasta aquel momento.
Muchas otras anécdotas podríamos contar, pero es ya la hora de merendar y tenemos prisa por acabar esta sección. Diógenes dice que solo importa lo que sirve para vivir; todo lo demás —las riquezas, los honores, la fama— no le interesa lo más mínimo. La mejor sociedad es la constituida por uno mismo y por nadie más, y su doctrina se puede resumir en la renuncia a toda teoría y a un desdén completo por esas verdades eternas que no sirven absolutamente para nada.
Vienen a continuación (o un poco antes, porque lo de las fechas no lo tenemos muy claro) los cirenaicos, capitaneados, por así decirlo, por Arístipo de Cirene (435-350), para quien el bien supremo es el placer. Este hedonismo tiene muchas cortapisas, aunque no lo parezca a simple vista. Se trata de placeres moderados y un tanto burgueses, sin excesos. Además, hay que saber dominarlos y no vale dejar que los placeres te arrastren en su voluptuoso torbellino como una hoja caída. (¡Vaya una cursilada de frase que acabamos de escribir!). Se ha de permanecer imperturbable ante lo que nos sucede y hay que saber renunciar al placer si este se hace muy intenso. En resumidas cuentas: que estos señores nos parecen más puritanos que otra cosa, por mucho que hablen del goce y de darle gusto al cuerpo.