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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Jardiel en Nueva York

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          La primera estancia de Jardiel en los EE.UU. duró desde septiembre de 1932 a mayo de 1933 y fue enriquecedora, pues aprendió mucho sobre cine, lo que luego le serviría para mejorar y modernizar la técnica de sus comedias.

          Fue una estancia enriquecedora, sí, pero no fácil.

          Para empezar, casi no le dejan entrar.

          El contrato con la Fox no incluía inicialmente un permiso de trabajo, por lo que la productora le aconsejó que entrase en el país como turista. Esto parecía sencillo al salir de Madrid e incluso en el Atlántico, durante la travesía en el Samaria. Pero ante los oficiales de aduanas estadounidenses la cosa era muy distinta. «¡Nueva York y la Inmigración! Hay combinaciones de palabras que hacen temblar, y ésta, por lo visto es una de ellas.»

          Los oficiales suben a bordo, hacen preguntas, se enteran de que es escritor, ignoran sus protestas de que es turista y que posee un visado por seis meses otorgado por el Cónsul americano en Madrid, le niegan la entrada en el país y, no contentos con ello, deciden encerrarle en la cárcel de Ellis Island.

          Ese presidio para viajeros no admitidos esta justo debajo de la Estatua de la Libertad. Cosas de los EE.UU.

          Jardiel pasa varias horas esperando a que se decida su suerte. Los oficiales de Inmigración charlan y beben whisky sin hacerle el más mínimo caso. Todos los demás pasajeros del Samariahan desembarcado ya.

          Entonces nuestro hombre tiene un ataque de furia: da puñetazos en la mesa, afirma ser un ciudadano libre, amenaza con contar luego en España todo lo que le está sucediendo.

          Pero tampoco así consigue que le hagan ningún caso.

          Por fin tiene una idea salvadora. Se dirige a sus verdugos y les dice en su mejor inglés:

          –¡Vengo de Europa! En Europa, en todas las agencias de turismo, hay unos carteles aconsejando que se visiten las cataratas del Niágara. ¿Cómo voy a visitar las cataratas del Niágara, si ustedes no me dejan desembarcar?

          Los burócratas se quedan pensativos por unos momentos, pero, indudablemente, aquel argumento les convence. El oficial mayor sella su pasaporte y le permite la entrada en el país.

          Jardiel Poncela está en Nueva York.

 

Nueva York

Una ciudad con dos ríos.

Chinos, negros y judíos

con idénticos anhelos.

Y millones de habitantes,

pequeños como guisantes,

vistos desde un rascacielos.

En el invierno, un cruel frío

que hace llorar. En estío,

un calor abrasador

que mata al gobernador

–que es siempre un señor con lentes–

y a los doce o trece agentes

que llevaba alrededor.

Soledad entre las gentes.

Comerciantes y clientes.

Un templo junto a un teatro.

Veintitrés o veinticuatro

religiones diferentes.

Agitación. Disparate.

Un anuncio en cada esquina.

«Jazz-band». Jugo de tomate.

Chicle. «Whisky». Gasolina.

Circuncisión. Periodismo:

diez ediciones diarias,

que anuncian noticias varias

y todas dicen lo mismo.

Parques con una caterva

de amantes sobre la hierba

entre mil ardillas vivas.

Masas con fama de activas,

pero indolentes y apáticas.

«Estrellas», actrices, «divas»

y máquinas automáticas.

Oficinas sin tinteros:

con «Kalamazoos», ficheros,

con nueve timbres por mesa

y con patronos groseros

de cara de aves de presa.

Espectáculos por horas.

«Sandwichs» de pollo y pepino.

Ruido de remachadoras.

Magos y adivinadoras

de la suerte y del destino.

Hombres de un solo perfil,

con la nariz infantil

y los corazones viejos.

El cielo pilla tan lejos,

que nadie mira a lo alto.

Radio, Brigadas de Asalto.

Garajes con ascensor.

Cemento. Acero. Basalto.

Sed. «Coca-Cola». Sudor.

Prisa. Bolsa. Sobresalto.

Y dólares. Y dolor:

un infinito dolor

corriendo por el asfalto

entre un «Cadillac» y un «Ford».

 


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