Quantcast
Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
Viewing all articles
Browse latest Browse all 4313

LA JURA EN SANTA GADEA (VERSIÓN DEL DIRECTOR)

$
0
0




ACTO ÚNICO
         (La iglesia de Santa Gadea, en Burgos. Es diciembre del 1072 y hace un frío que pela. En escena, aparte de varios caballeros que hay ido allí a chafardear, el Rey ALFONSO VI de León y PERO NÚÑEZ, un amigo suyo muy íntimo y consejero real. Rodrigo Díaz de Vivar, el CID, que ha quedado allí con ellos, se retrasa, por lo que los dos personajes hablan de sus cosas, mientras no dejan de pasear para entrar en calor.)

ALFONSO VI.—(IMPACIENTE.) El de Vivar llega tarde, como de costumbre. No sé por qué me molesto en ser puntual. No es la primera vez que me hace esperar. ¡Y en un día tan señalado como hoy!

PERO NÚÑEZ.—En efecto, majestad. Es un malqueda.

ALFONSO VI.—No me sorprendería que, al final, me diera plantón. No sería la primera vez.

PERO NÚÑEZ.—En efecto.

ALFONSO VI.—No ignorarás, mi fiel amigo, que me ha citado aquí para hacerme jurar una cosa muy fuerte.

PERO NÚÑEZ.—¡Ah, pues no lo sabía! Yo creí que os reuníais, como hacéis muchos jueves, para una partida de julepe con obispo Ignacio.

ALFONSO VI.—No. Ya no jugamos. Los nobles castellanos le han malmetido contra mí y nuestra relación se ha enfriado.

PERO NÚÑEZ.—(FROTÁNDOSE LA MANOS.)¡No me extraña!

ALFONSO VI.—El motivo de vernos es muy otro.

PERO NÚÑEZ.—Hablabais de un juramento...

ALFONSO VI.—Justamente. Se le ha metido en la cabeza que yo tuve algo que ver con la muerte de mi hermano, el rey Sancho II. Asegura que yo le mandé matar, contratando a Vellido Dolfos, un asesino muy eficaz y que sale muy bien de precio. Y nada, que dice que no se queda contento y no me reconoce como rey hasta que yo no jure delante de todo el que quiera oírlo que no sabía nada del asunto.

PERO NÚÑEZ.—¡También es capricho! Y, entre nosotros, ¿a él que más le da?

ALFONSO VI.—¿A él? A él le importa un comino, pero los castellanos le han elegido su portavoz porque tiene un pico de oro y sabe gastar muchas bromas y hacer chistes. El caso es que él habla en su nombre. Ellos le hacen continua presión para que me moleste y él, por quedar bien, la toma conmigo.

PERO NÚÑEZ.—Me parece una ofensa a vuestra persona. ¿Quiere que juréis que sois inocente como un recién nacido en pañales? ¡Negaos en redondo!

ALFONSO VI.—Pero...

PERO NÚÑEZ.—¡Negaos en redondo os digo!

ALFONSO VI.—Pero...

PERO NÚÑEZ.—¡No me repliquéis!

ALFONSO VI.—Pero...

PERO NÚÑEZ.—¡Que no me repliquéis, majestad!

ALFONSO VI.—Si no replicaba: era que te llamaba por tu nombre.

PERO NÚÑEZ.—¡Ah!

ALFONSO VI.—El caso es, Pero, que el tema se me ha puesto dificilillo, porque, veras... No sé muy bien cómo explicarlo.

PERO NÚÑEZ.—Sed sincero conmigo, como siempre lo solíais ser cuando me confiabais vuestras desgracias conyugales. Ya sabéis, cuando vuestra esposa se hizo tan aficionada a las poesías y a aquel trovador se las recitaba tan bien.

ALFONSO VI.—(MOLESTO.) No sé a qué viene a ahora el sacar a colación un tema tan desagradable.

PERO NÚÑEZ.—Tenéis razón: ha sido una digresión que sobraba por completo. Continuad.

ALFONSO VI.—Es que no sé por dónde iba.

PERO NÚÑEZ.—Me decíais que os era difícil hablar del asunto...

ALFONSO VI.—¡Ah, sí! Ya me acuerdo de lo que os iba a decir. Pues el caso es que en el asunto de Sancho no puede decirse que yo no tuviera nada que ver.

PERO NÚÑEZ.—¡Me asombráis! ¿Es que es cierto, acaso? ¿Fuisteis capaz de matar a vuestro hermano?

ALFONSO VI.—Hombre, así contado yo reconozco que suena muy feo, pero hay que hacerse cargo de la situación. Verás: la cosa estaba muy liada por aquel entonces. Mi hermana, doña Urraca, tenía Zamora. Sancho puso un cerco a la ciudad y... Bueno, como te digo, era todo un lío. Y luego, tenía encima a mucha gente que no paraba de aconsejarme: «Haced esto», «Haced lo otro», «Haced lo demás allá». Me tenían mareado y yo no sabía qué pensar.

PERO NÚÑEZ.—¡No me lo puedo creer! ¿Y le mandasteis matar? ¿Cómo fuisteis capaz de tal iniquidad?

ALFONSO VI.—Supongo que simplemente me aturullé. Ésta es mi única justificación. Sin olvidar, claro está, las malas compañías.

PERO NÚÑEZ.—¡Os repito que no me lo puedo creer!

ALFONSO VI.—(YA UN POCO ENFADADO.) Bueno, ¡ya está bien, Pero Núñez! Que estamos en el 1072 y en estos tiempos matar reyes es algo muy común. No te vayas a hacer el estrecho. Así es que te agradecería que dejases a un lado durante un rato tus críticas a mi conducta.

PERO NÚÑEZ.—Ya me callo. Pero, decidme: ¿qué haréis cuando llegue el Cid...?

ALFONSO VI.—Si llega.

PERO NÚÑEZ.—Eso: si llega. ¿Qué haréis? Supongo que cometeréis perjurio y negaréis en redondo la acusación.

ALFONSO VI.—Pues ése es el caso, amigo: que la conciencia me remuerde y he decidido confesar mi crimen ante toda la nobleza aquí reunida.

PERO NÚÑEZ.—(POR LOS CABALLEROS QUE ESTÁN EN SEGUNDO TÉRMINO.)¿Ante todos estos imbéciles?

ALFONSO VI.—Pues sí. Estoy arrepentido de lo que hice.

PERO NÚÑEZ.—Desechad esa necia idea. ¡Tenéis que negar! Si confesáis vuestro crimen, veo en globo vuestro futuro político. (APARTE.) Y el mío también, pues perdería mi cargo de consejero y mi sueldo en buenos reales de vellón.

ALFONSO VI.—¡Es que estoy muy arrepentido de haber matado a Sancho!

PERO NÚÑEZ.—Ponedle su nombre a la siguiente biblioteca que inauguréis!

ALFONSO VI.—¡Es que el remordimiento no me deja dormir por las noches!

PERO NÚÑEZ.—¡Eso se cura con infusiones de valeriana!

ALFONSO VI.—¡Es que considero indigno mentir a mis súbditos!

PERO NÚÑEZ.—Seríais el primer rey que no lo hiciera y saldríais en el Guinness.

ALFONSO VI.—Es que el Cid dice la verdad.

PERO NÚÑEZ.—¡Vaya una razón para hacerle caso!

ALFONSO VI.—Estoy decidido, Pero Núñez. Lo he pensado muy bien y...

EL CID.—¡A la paz de Dios, señores! ¡Mecachis, qué frío hace aquí dentro!

         (ACABA DE ENTRAR EN ESCENA RODRIGO DÍAZ DE VIVAR, EL CID. ES BAJO, GORDO, MORENO, Y CON LUENGAS BARBAS; VAMOS: LO MENOS PARECIDITO A CHARLTON HESTON QUE UNO PUEDA IMAGINARSE. VIENE MUY NERVIOSO Y SE NOTA QUE TIENE PRISA POR ACABAR CON AQUELLO.)

ALFONSO VI.—¡Dios os acompañe, Rodrigo!

PERO NÚÑEZ.—(APARTE. SIN PODER OCULTAR SU DESAGRADO ANTE EL RECIÉN LLEGADO.)  Ya está aquí este majadero que ha sido el que ha armado todo este follón. Bueno: a ver qué pasa y cómo salimos de ésta.

EL CID.—Veo que ha llegado ya todo el mundo. Disculpad mi retraso, majestad, pero había un caballo muerto en medio de un puente y un montón de caballos y gentes de a pie intentando en vano pasar, así como una legión de mirones curioseando, que se detuvieron a ver lo que pasaba. He estado allí esperando veinte minutos largos hasta que he podido cruzar.

PERO NÚÑEZ.—(APARTE.) El tráfico. La excusa de siempre.

EL CID.—Pero ya he llegado y acabaremos en un santiamén. (TOMANDO LA INICIATIVA Y DIRIGIÉNDOSE A LOS CABALLEROS QUE ESTÁN POR ALLÍ.) Tened la bondad de acercaros, nobles hidalgos.

ALFONSO VI.—¡Rodrigo, yo quisiera...

EL CID.—Quisierais que este trámite no se alargara mucho, ya me lo imagino. Yo tampoco soy amigo de discursos largos ni de perder el tiempo mareando la perdiz. Realmente considero que todo esto no es más que una formalidad que hay cumplir y que lo mejor para todos es que la acabemos cuanto antes, ¿no os parece?

ALFONSO VI.—Esto... sí, claro; pero, antes de nada, yo querría decir...

EL CID.—No os molestéis, Alfonso. Yo también pensaba pronunciar unas palabras de introducción pero creo que es mejor saltármelas. Demos por dichos los discursos y empecemos sin más. Traigo aquí una Biblia de bolsillo. (SE SACA UNA PEQUEÑA BIBLIA DE UN PLIEGUE DE LA TÚNICA.) Me he preparado las preguntas, para no divagar. ¿Os parece bien que vaya al grano? ¿Me dais licencia para comenzar?

ALFONSO VI.—Rodrigo, yo...

EL CID.—Tomaré eso como un sí. A ver: poned la mano extendida sobre la Biblia. (SE LA OFRECE.)

ALFONSO VI.—La mano no me cabe encima. La Biblia es muy pequeña.

EL CID.—Pues no la extendáis. Por el contrario, encogedla un poco. O mejor: poned sobre ella el dedo índice nada más. (ALFONSO ASÍ LO HACE.) Y, ahora, sin más, pérdida de tiempo... (LEE EN UN PAPEL QUE HA SACADO DEL LIBRO.) «Alfonso de León: ¿juráis ante esta Biblita...?» (LOS CABALLEROS RÍEN.)

PERO NÚÑEZ.—(APARTE.) Se creerá el muy cretino que eso ha tenido gracia.

EL CID.—Bueno, ya en serio. (LEYENDO.) «¿Juráis ante las Sagradas Escrituras no haber ordenado la muerte del rey don Sancho de tres puñaladas en el riñón?»

ALFONSO VI.—(DISPONIÉNDOSE A CONTESTAR.) Pues el caso es que..

EL CID.—(INTERRUMPIÉNDOLE.) Ya nos figuramos lo que vais a decir y lo damos por jurado. Por supuesto que no ordenasteis nada por el estilo. Seguro que amabais intensamente a vuestro hermano y no le hubieseis deseado ningún mal. La cosa cae por su peso. La siguiente pregunta es: «¿Juráis que no sabíais nada del hecho y no lo consentisteis?»

ALFONSO VI.—(DISPONIÉNDOSE A HABLAR IGUAL QUE ANTES.)Lo que yo quiero decir es...

EL CID.—(INTERRUMPIÉNDOLE DE NUEVO.) Es claro; por supuesto que no supisteis nada. Otra cosa sería impensable. Ahora decid: «Amén».

ALFONSO VI.—Pero, Rodrigo...

EL CID.—(METIÉNDOLE PRISA.) Vamos, majestad, decidlo.

ALFONSO VI.—Es que...

EL CID.—¡Que es para hoy! Y decidlo bien alto, para que os escuchen todos

ALFONSO VI.—¡¡Amén!!

EL CID.—¡Perfecto! (GUARDÁNDOSE LA BIBLIA EN UN BOLSILLO Y DIRIGIÉNDOSE A TODOS.) Pues bien, señores: ya hemos concluido la formalidad. ¿Veis que rápido? Hemos rematado el este oficioso asunto en un periquete.

PERO NÚÑEZ.—(APARTE.) Mis reales de vellón están a salvo. No, si al final voy a tener que estarle agradecido a este imbécil.

ALFONSO VI.—(TÍMIDAMENTE.)  Yo quisiera decir...

EL CID.—¡Y dale! ¿Pues no habíamos quedado, majestad, que no pronunciaríamos discursos? Yo también he traído el mío y ya veis que, en pro de la brevedad, no lo he leído. Y eso que estuve toda la noche preparándolo, puliéndolo y hasta ensayándolo delante de mis criados, que son muy buen público. Pero hay que saber sacrificarse por el bien común.

ALFONSO VI.—(RESIGNADO.) Si vos lo decís...

EL CID.—Así es que damos el asunto por concluido. Si habéis jurado en falso, que os maten de una puñalada trapera y allá vos con vuestra conciencia. Yo, por mi parte, y cumplido ya el trámite, os juro vasallaje, me arrodillo ante vos, os beso la mano (HACE LO QUE DICE.) y os pido que me dejéis marchar por una temporada. Quiero conquistar Valencia.

ALFONSO VI.—¿Y eso?

EL CID.—Es por el clima. El de Burgos no me sienta nada bien: siempre estoy resfriado.

ALFONSO VI.—¿Y tardaréis mucho en regresar?

EL CID.—No sé, la verdad. Porque la cosa no es sólo conquistar. Luego hay que quedarse allí una buena temporada para aclimatarse y asegurarse de que se cobran todos los impuestos. Ya sabéis. Yo le echo que estaré fuera de Burgos unos cuatro años aproximadamente.

ALFONSO VI.—¿Y cuándo partís?

EL CID.—De inmediato. Mis hombres me esperan fuera con las cabalgaduras. Quiero estar en Cubillo del Campo antes de que anochezca.

ALFONSO VI.—Pues como no os deis prisa, no llegáis.

EL CID.—Por eso, me despido ya. Majestad... (LE BESA NUEVAMENTE LA MANO.)

ALFONSO VI.—Tenedme al tanto de lo que vayáis conquistando

EL CID.—¡Faltaría más! Haré que alguno de mis capitanes os escriba regularmente. Ya sabéis que yo no...

ALFONSO VI.—Me hago cargo. En los tiempos que corren, eso no es ninguna vergüenza.

EL CID.—Os enviaré unos cántaros grandes, llenos de al-xart.

ALFONSO VI.—¿De qué?

EL CID.—De una bebida refrescante que beben los árabes por Levante

PERO NÚÑEZ.—(EXPLICÁNDOSELO.) La horchata de toda la vida, majestad.

ALFONSO VI.—¡Ah, ya!

EL CID.—Bueno. Que se me hace tarde. (Despidiéndose de todos con un gesto.)  ¡Agur! (SE VA.)

ALFONSO.—¡Ve con Dios! ¡Y no te olvides de hacer escribir!

PERO NÚÑEZ.—(APARTE.) Me apuesto el sueldo de un trimestre a que la historia cuenta todo esto de otra manera muy distinta.

TELÓN.







Viewing all articles
Browse latest Browse all 4313