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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Frío en Tashkent

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Se acaban las vacaciones, cosa que suele suceder casi todos los años. Uno no deja de recordar todos esos momentos en que las diversas compañías que monopolizan el tránsito por los cielos le han hecho a uno... —¿cómo las definiríamos sin atentar contra el buen gusto?—... diversas «trastadas» gratuitas, innecesarias y eminentemente relatables.

          No son realmente aventuras como las de Indiana Jones. Ni siquiera mi vida peligró (quiero creer), pero quizá su curiosismo interese a todos aquellos que también han sufrido en alguna ocasión a causa de las aerolíneas (o sea: absolutamente todo el mundo).

          Este episodio se podría titular «El misterio de la parada inexplicable» y su protagonista es Aeroflot.

          En enero de 1990 viajé de Bangkok a Moscú por razones que no quiero recordar y que, probablemente, les aburrirían soberanamente.

          Iba a ser un vuelo tedioso (los tardocomunistas no «echaban» películas en el avión). Se salía de Bangkok por la noche y se llegaba a Moscú a las 11 de la mañana en un vuelo sin escalas (ni desayuno). Hasta ahí, todo bien.

          Pero hete aquí que el avión empieza a perder altura a eso de las 6 de la mañana y aterriza de repente y sin aviso en un sitio desconocido: un aeropuerto en medio de una planicie que no solo parecía un páramo feísimo, sino que lo era de verdad. Se asemejaba a un país en blanco y negro (blanco y gris, más bien). Un pequeño cartel indicaba modestamente «Tashkent».

          Han pasado años y cosas y, ahora todo el mundo sabe que Tashkent existe y que es la capital de algún sitio. Pero en aquellos años les juro a ustedes que aquel lugar no era muy famoso a este lado del telón de acero.

          Los ayudantes de vuelo no nos dijeron ni «mu» (obviamente, porque inglés se negaban a hablar —contraviniendo la normativa aerolínica europea— y porque hablarnos en ruso a pasajeros que claramente no éramos de allí no iba a servir para nada y a los rusos que sí entendían el ruso no se les decía nada nunca ni a ellos se les ocurría preguntar). Se limitaron a abrir la puerta del avión para que nos apeáramos. Todos los gansos (pues así es como las azafatas llaman a los pasajeros) bajamos por la escalerilla sin rechistar.

          Helaba. Estábamos sobre la pista de un gran aeropuerto vacío y desolado, con edificios de hormigón, para más señas. A lo lejos (pero muy a los lejos) se veía un edificio gris estilo funcional (caja de zapatos). Un fornido azafato nos indicó que le siguiéramos y allí dirigimos nuestros pasos.

          Llegamos, entramos y comprobamos que el edificio se hallaba tan desprovisto de encanto por dentro como por fuera. No había nada. Paredes grises, sin adornos ni carteles. Nada más. Ni sillas ni nada. Era un cubículo vacío.

          Estuvimos allí cosa de una hora, tras la cual el fornido de marras volvió a buscarnos. Regresamos al avión, despegamos y nunca más se supo qué demonios hicimos allí.

          Pero yo ahora puedo presumir de haber sido uno de los primeros españoles en Khazakistan o dondequiera que esté aquello. Bien es verdad que presumir de ello no sirve para nada.

 


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