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Channel: HUMORADAS de Enrique Gallud Jardiel
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Casablanca

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Si preguntan a cualquiera

por una «peli» que valga

la pena, la mayoría

mencionará Casablanca,

que es un tópico del cine

como desde aquí hasta Alaska.

 

La cinta está bien: es cierto,

pero tampoco es la octava

maravilla, se exagera

mucho y luego te defrauda.

La contaremos aquí,

porque como está filmada

en blanco y negro, resulta

que muchos jóvenes pasan

de verla, pues ya se sabe

que hay gentes mal informadas

que se piensan que las artes

son iguales que las máquinas

y que si son más modernas,

son mejores y más válidas.

 

El protagonista es Humphrey

Bogart, el de cara rara,

quien pese a ser antipático

y además feo con ganas,

le resultaba atractivo

e «interesante» a las damas.

 

Pues Rick —que es el personaje—

vive de vender cubatas

en un garito que tiene

en esa ciudad de África

que se menciona en el título.

Él gana una pasta gansa

con su «Café Americain»,

cabaret en que te clavan

y en el que el champán

te cuestan los tres ojos de la cara.

 

(Se me ha olvidado decir

que toda la historia pasa

en los años de la Guerra

Mundial y que es Alemania

la que controla el cotarro,

pues aunque allí manda Francia,

la Gestapo se dedica

a repartir bofetadas

y a ver quién entra y quien

en el desierto del Sáhara).

 

Entonces va y se presenta

allí una novia muy guapa

que tuvo Rick en París,

solo que ahora está casada

con un húngaro elegante

—que hasta duerme con corbata—,

líder de la resistencia,

algo que hace poca gracia

a los teutones, que intentan

que, ya que ha entrado, no salga,

que quede para los restos

atascado en Casablanca

y no consiga irse a Londres

a seguir con su programa

radiofónico y no pueda

soliviantar a las masas,

decir que los aliados

sacudirán a mansalva

a la unión tercerreichista-

hirohito-mussoliniana

y afirmar que Adolfo Hitler

es un cursi y un pelanas.

 

En principio no hay peligro:

no hay riesgo de que se vaya,

pues sin un permiso expreso,

no coge un avión ni el Papa.

Pero la casualidad

—que siempre se las apaña

para intervenir en estas

estas tramas cinematográficas—

quiere que el bueno de Rick

tenga bajo la almohada

varios permisos de esos

que permiten la escapada.

 

La exnovia, cuando se entera,

se va a tomar unas cañas

al cabaret de su exnovio

para meterse en su excama

y aprovechar la ocasión

para producirle lástima

y que el otro le regale

pases para la aduana,

porque los alemanitos,

sin prisa, pero sin pausa,

van a apresar a su esposo

en menos que un gallo canta.

 

Es aquí cuando suceden

esas escenas de fama

en que dicen al pianista

«¡Tócala otra vez, Sam, anda!»,

refiriéndose a la pieza

que era la que más bailaban

Rick y su novia en París

cuando pelaban la pava.

 

Rick se encuentra en un dilema:

puede negarse, que vaya

al húngaro al calabozo

y él gozar de la muchacha

o bien hacer sacrificios

por la mujer examada,

regalarles los visados

y quedarse con las ganas

de hacer lo que le apetece…

(que es cosa que está muy clara,

razón por la que creemos

que no hace falta explicarla.)

 

¿Qué decidirá? ¿Ser héroe?

¿Portarse como Dios manda?

Se nos dice que es un cínico

que nunca ha creído en nada

y que en el mundo le importa

solo su cuenta bancaria.

 

Pero la «peli» es de Hollywood

y allí la tradición manda

que haya finales felices,

porque los públicos pagan

por ver historias bonitas

que acaben bien y no dramas.

Por eso a Rick no le queda

otra opción que ser el salva-

dor de aquella parejita,

facilitarles la marcha

y entregarles los permisos

a cambio… a cambio de nada.

 

El húngaro y la gachí,

montando en avión, se largan,

se escapan, salen por pies

(en este caso, por alas)

y dejan a la Gestapo

inmersa en un mar de lágrimas.

Rick le tiene que poner

al mal tiempo buena cara,

pese a haber hecho el canelo,

el bobo y el pagafantas.


 

 


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