Alejandría. Año 31. a. C. Palacio de Cleopatra (Cleopatra VII, la famosa: no la vayan a confundir ustedes con alguna tía suya que se llamase igual). En una tumbona con pinta de ser muy cómoda, Cleopatra y Marco Antonio folgan. Entra corriendo Akiki, que es un esclavo que viene con un susto que no se lame.
AKIKI.—¡Mi reina!
MARCO ANTONIO.—(Sorprendiéndose, pegando un bote y retirando una parte de su cuerpo de donde la tenía: no vamos a ser más explícitos.)¡Rejúpiter! ¿Qué pasa?
AKIKI.—¡Mi reina! ¿Dónde estás?
CLEOPATRA.—(Saliendo desnuda de entre las sábanas y poniéndose las zapatillas.) Estoy aquí, Akiki.
MARCO ANTONIO.—¿Akiki?
CLEOPATRA.—Es mi eunuco de confianza.
MARCO ANTONIO.—(Vistiéndose apresuradamente.) Eso es una redundancia, Patra: todos los eunucos son de confianza; precisamente para eso se les eunuca: para poder confiar en que no podrán hacer nada que no deban. Y ya veo que se toma muchas confianzas, cuando así entra sin llamar en tus aposentos.
CLEOPATRA.—¡Ay, qué poco me gusta cuando te pones pedante, Tonio. (A Akiki.) Acércate. Ven, Akiki. ¿Qué quieres contarme? ¡Habla!
AKIKI.—(Lloroso.) ¡Oh, mi ama! ¡Una gran desgracia!
CLEOPATRA.—¿Qué sucede?
AKIKI.—¡La desdicha ha caído sobre nuestro reino!
MARCO ANTONIO.—Pero, ¿qué pasa?
AKIKI.—¡Estamos perdidos!
CLEOPATRA.—Sí, ya me imagino que algo malo se está cociendo, pero ¿qué?
AKIKI.—¡Los dioses nos han abandonado a nuestra suerte!
MARCO ANTONIO.—Es lo que suelen hacer casi siempre. ¿Qué noticias traes?
AKIKI.—¡Las peores!
MARCO ANTONIO.—Nada: que no hay manera de que se explique.
CLEOPATRA.—¡Akiki! Si no me dices tu mensaje en tu próxima frase, serás mañana el desayuno de mis cocodrilos.
AKIKI.—¡Ay, tengo muy mal cuerpo: les sentaré mal!
MARCO ANTONIO.—(A Cleopatra.) Tendrás que darle algunas frases más de margen.
CLEOPATRA.—¡¡Akiki!! ¡¡Por Osiris y su santa madre!!
AKIKI.—Geb
MARCO ANTONIO.—¿Qué?
AKIKI.—Geb, la diosa Tierra, es la madre de Osiris, mi reina. Lo he dicho para beneficio de tu amante romano, que seguramente lo ignora.
CLEOPATRA.—¡¡¡Habla de una vez!!!
AKIKI.—(Cogiendo aliento.) Octavio.
MARCO ANTONIO.—(Asustado.) ¡Sopla!
CLEOPATRA.—¿Estás seguro?
AKIKI.—¡Toma, claro! Ha desembarcado con sus tropas.
MARCO ANTONIO.—¿Cuántas tropas?
AKIKI.—Tropecientas.
MARCO ANTONIO.—(Aparte.)¡Mecachis en la mar Tirrena!
CLEOPATRA.—(Sorprendida.)¿Pero Octavio no había muerto?
MARCO ANTONIO.—¿Muerto?
CLEOPATRA.—Claro. Me aseguraste que en la batalla de Accio no solo habías hecho migas a su ejército sino que le habías matado.
MARCO ANTONIO.—¿Eso te dije? ¿Que le había matado?
CLEOPATRA.—Sí: que le habías matado personalmente.
MARCO ANTONIO.—¿Dije ‘personalmente’?
CLEOPATRA.—En efecto. Y hasta me describiste la cara de excruciante agonía que puso al morir a tus manos.
MARCO ANTONIO.—Bueno, puede ser que exagerase un poquito al contártelo. Ya sabes: para hacer la narración más amena.
CLEOPATRA.—(Enfadada.) Acabemos: ¿ha muerto o no?
AKIKI.—Yo diría que no. A no ser que Roma haya mandado a un triunviro de su mismo nombre y con unas narices muy parecidas a las suyas, yo diría que es él.
CLEOPATRA.—¡Me dijiste que venciste en Accio!
MARCO ANTONIO.—¡Vencer, vencer...! Eso es siempre algo muy subjetivo.
CLEOPATRA.—¿Cómo subjetivo?
MARCO ANTONIO.—Sí, querida Patra. Las mujeres no entendéis de estas cosas. En las batallas muere gente en los dos bandos, las cosas quedan igualadas, no siempre está claro de quién es la victoria.
AKIKI.—Yo te lo diré, mi reina: de quien no sale corriendo al acabar.
CLEOPATRA.—La verdad es que te apresuraste a venir.
MARCO ANTONIO.—Quería estar el mayor tiempo posible a tu lado antes de que...
CLEOPATRA.—¿De qué?
AKIKI.—De que viniese el muerto.
CLEOPATRA.—(Dándose cuenta de la situación.)¿Qué vamos a hacer? Octavio es vengativo. Buscará por todo Egipto hasta dar con nosotros y no tendrá piedad. Y si nos encuentra, estamos perdidos.
MARCO ANTONIO.—¿Cómo vamos a estar perdidos si nos encuentra?
AKIKI.—(Aparte.)Yo juraría que este chiste lo he oído en una película de los hermanos Marx.
CLEOPATRA.—(Desesperada.) ¡Oh, Tonio! ¡Has hecho mal! ¡Has hecho mal!
MARCO ANTONIO.—(Avergonzado.) Lo sé, lo sé: debí matarle y vencer; pero eso es algo más difícil de lo que parece a simple vista.
CLEOPATRA.—¿Difícil? Cuando regresaste y me dijiste que habías vencido, lo creí. Siempre has sido un gran guerrero y en tu ejército había el doble de hombres que en el suyo.
MARCO ANTONIO.—Sí, pero mis hombres eran mucho más vagos que los suyos: este clima caluroso favorece la molicie y te deja el cuerpo fofo y blanduzco. Y en cuanto a lo de matar a Octavio, te diré: no es sencillo matar a un hombre.
CLEOPATRA.—¡Qué va! Es facilísimo. Mira: te lo demostraré.
(Coge un cuchillo de pelar fruta de un frutero y le rebana el cuello a Akiki, que muere al instante, poniendo todo el suelo perdido de sangre.)
AKIKI.—¡Agggggggggggg!
MARCO ANTONIO.—(Aparte.)¡Mi abuela Agripina!
CLEOPATRA.—¿Lo ves? Y si con todo lo que quería yo a Akiki, que se había criado conmigo y era como un hermano, lo he podido matar tranquilamente y sin sofoco, mucho más fácil es acabar con un enemigo odiado como Octavio.
MARCO ANTONIO.—Lo que importa ahora es cómo escapar.
CLEOPATRA.—Sus soldados estarán ya al llegar. Si acaba de desembarcar cuando Akiki nos avisó, calculo que dentro de un cuarto de hora le tendremos aquí.
MARCO ANTONIO.—¡Un cuarto de hora!
CLEOPATRA.—Veinte minutos como mucho.
MARCO ANTONIO.—¡Tenemos que escapar! Seguro que este palacio tiene salida de incendios
CLEOPATRA.—Imposible. Nos encontrarían.
MARCO ANTONIO.—El reino es muy grande.
CLEOPATRA.—Pero soy la reina y todo Egipto me conoce.
MARCO ANTONIO.—¿Estás segura?
CLEOPATRA.—¡Anda este! Pues claro: ¿no ves que salgo en las monedas? Allí donde fuera a esconderme se sabría, se correría la voz.
MARCO ANTONIO.—A mí no me conocen. Podría huir disfrazado de vieja.
CLEOPATRA.—Tu acento te delataría.
MARCO ANTONIO.—¿Mi acento?
CLEOPATRA.—Sí; hablas un egipcio desastroso. Así es como los romanos habéis impuesto el latín en todo el mundo conocido: negándoos a aprender ninguna otra lengua.
MARCO ANTONIO.—Tendría que ser una vieja muda.
CLEOPATRA.—Con tus ricitos rubios no llegarías muy lejos. Y no tienes tiempo de teñirte.
MARCO ANTONIO.—¿Qué podemos hacer entonces?
CLEOPATRA.—(Con dignidad.) Morir.
MARCO ANTONIO.—Venga, piensa un poco, Patra. Tiene que haber alguna otra salida.
CLEOPATRA.—No la hay. Y así, de este modo, abrazando la muerte, nuestra historia de amor se haría inmortal.
MARCO ANTONIO.—¿Cómo?
CLEOPATRA.—Todos los célebres amantes han tenido un fin trágico que ha exaltado sus amores y los ha convertido en leyenda: Hero y Leandro, Dido y Eneas, Píramo y Tisbe, Proctis y Epimene...
MARCO ANTONIO.—Esos últimos no sé quiénes son ni qué les pasó.
CLEOPATRA.—Ni yo tampoco. Es algo que he leído en algún sitio. Como fuere, si morimos juntos se nos recordará por toda la eternidad.
MARCO ANTONIO.—Pues yo preferiría no morir, aunque se nos recordara solo algunos meses; o me conformaría con semanas.
CLEOPATRA.—Decídete, Tonio. Octavio está al caer y tenemos poco tiempo. ¿Te darás muerte antes que yo o después? ¿O prefieres que sincronicemos nuestros óbitos?
MARCO ANTONIO.—¡Caray! Es que una decisión así...
(Sale Amunet, otro eunuco.)
AMUNET.—¡Octavio se acerca, oh, gran señora!
CLEOPATRA.—(A Marco Antonio.) Este es otro eunuco de mi confianza. Se llama Amunet.
MARCO ANTONIO.—¿Es catalán?
CLEOPATRA.—¿Catalán?
MARCO ANTONIO.—Lo decía por el nombre.
CLEOPATRA.—Amunet es el nombre de una deidad muy respetada.
AMUNET.—¡Aguardo tus instrucciones, mi reina!
CLEOPATRA.—Bien. Los romanos nos invaden y no podemos resistir. En consecuencia, vamos a quitarnos la vida.
AMUNET.—Sí, mi ama.
MARCO ANTONIO.—Bueno, yo aún no no tengo claro del todo, porque...
CLEOPATRA.—Procurarás que nuestros cadáveres no caigan en poder de los invasores.
AMUNET.—En cuanto muráis, os arrojaremos a una pira que prenderé ahora mismo para que esté dispuesta.
CLEOPATRA.—Y cuando lo hayáis hecho, tú y toda mi servidumbre os suicidaréis asimismo.
AMUNET.—¡Faltaría más! Eso no hay ni que decirlo, majestad. Se da por descontado. ¿Cómo ibas a hacer el viaje al Reino de los Muertos sin tus fieles sirvientes. Sería impensable.
CLEOPATRA.—Contaba con ello.
AMUNET.—¿Mandas algo más?
CLEOPATRA.—Sí. Tráeme a quien ya sabes.
AMUNET.—Está durmiendo, mi señora.
CLEOPATRA.—Mejor: la despiertas y así vendrá de peor humor, que es lo que ahora me hace falta.
AMUNET.—Al momento. (Hace mutis.)
MARCO ANTONIO.—¿Quién va a venir, si puede saberse?
CLEOPATRA.—Coralillo.
MARCO ANTONIO.—¿Coralillo? ¿Es alguna bailaora flamenca, de esas que hay en la Hispania Ulterior?
CLEOPATRA.—¿Bailaora? ¡No, qué va! Es una serpiente mortífera que me trajeron de Nubia y cuya picadura no es solo mortal como la de la cobra, sino muy mortal. Me costó muy cara, pero viene garantizada.
MARCO ANTONIO.—¿Puedes explicarme esa diferencia sutil que haces entre mortal y muy mortal?
CLEOPATRA.—Con una picadura muy mortal te mueres en cuestión de segundos. Con una que sea solo mortal puedes tener una tremenda agonía de hasta diez o doce minutos. Así es que si antes de que te mueras te alcanzan tus enemigos, igual no te libras de que, además, te pinchen con una espada o con algo. Por eso Coralillo es un dinero bien invertido, pues todo será más rápido.
MARCO ANTONIO.—(Resignado.) Entonces me consuela tener a Coralillo.
(Sale Amunet, asaeteado por todas partes, tambaleándose y llevando en las manos una cesta. Con gran dificultad, atranca la puerta y luego cae al suelo.)
AMUNET.—¡Mi reina, tus enemigos ya están entrando en el pala... ya suben por las escale... date pri... aquí está Corali... me mue... me mue.... (Muere, dejando caer la cesta.)
CORALILLO.-¡Por fin libre! ¡Ya era hora! ¡Esa cesta era de lo más incómodo! (La serpiente se mete debajo de un mueble.)
CLEOPATRA.—¡Coralillo, no te vayas, que te necesitamos! Anda, Tonio: mete la mano debajo de ese triclinio y saca a Coralillo!
MARCO ANTONIO.—¿Que la saque?
CLEOPATRA.—¡Pues claro!
MARCO ANTONIO.—¡Me morderá!
CLEOPATRA.—Esa es la idea. Que te muerda y la sacas. Así podré morir yo también.
(Se escucha el ruido de soldados que llegan y los ayes de los guardias a los que van matando al acercarse.)
OCTAVIO.- (Dentro.)¿Dónde está ese sinvergüenza de Marco Antonio, ese mentiroso redomado que ha ido diciendo por ahí que me ganó una batalla, cuando todo el mundo sabe que fue al revés?
CLEOPATRA.—¡Date prisa, que llegan!
(Marco Antonio mete la mano debajo del mueble y pega un alarido.)
MARCO ANTONIO.—¡¡¡Ay!!!
CLEOPATRA.—¿La tienes ?
MARCO ANTONIO.—(Agonizando en el suelo.)¡Se me ha escurrido! Me mordió y la agarré, pero, luego se me ha escapado, la muy malvada!
OCTAVIO.-(Dentro.)¡Tiene que estar aquí! ¡Soldados, derribad la puerta!
CLEOPATRA.—¡Hay que buscarla!
MARCO ANTONIO.—(Con un hilo de voz.) Búscala tú; yo ya estoy más para allá que para acá. Al final hemos dejado chiquitos a Proctis y a Epimene. ¡Hola, Caronte! ¿Cómo estás? Te imaginaba más delgado. (Muere.)
CLEOPATRA.—¡Tonio!
(Derriban la puerta y aparece Octavio, seguido de un montón de soldados romanos con las espadas ensangrentadas.)
OCTAVIO.—(Por Cleopatra.) ¡Hombre! ¡Mira quién está aquí! ¿Y Marco Antonio?
CLEOPATRA.—(Muy digna.) Has llegado tarde, romano. Mírale.
(Octavio ve el cadáver de Marco Antonio y se lleva un disgusto de aúpa.)
OCTAVIO.—¿Cómo? ¿He hecho todo el viaje desde Roma, que me he puesto malísimo en el barco y casi echo las tripas, para matar a Marco Antonio y cuando llego ya no lo puedo matar? ¡Hay que tener mala suerte!
CLEOPATRA.—Tu enemigo está muerto. ¿No era eso lo que querías?
OCTAVIO.—¡Qué va! Quería matarlo yo.
CLEOPATRA.—Coralillo se te ha adelantado.
OCTAVIO.—¿Coralillo? ¿Quién es Coralillo? ¿Alguna bailaora de la Hispania Ulterior?
CLEOPATRA.—¡Y dale! Coralillo es... bueno, no tengo ganas de contarlo otra vez.
(Coralillo sale de debajo el mueble.)
CORALILLO.-(Aparte.) Creo que están hablando de mí.
CLEOPATRA.—(Cogiendo a la serpiente y mostrándola a Octavio.)¡Ya te tengo! ¡Pica! ¡Pica!
SOLDADOS.-¡Ag! ¡Lagarto, lagarto!
OCTAVIO.—(Huyendo despavorido.)¡Por la loba que amamantó a Rómulo! ¡Huyamos!
(Octavio y sus soldados salen corriendo y no paran hasta llegar al puerto de Ostia, sin nave ni nada.)
CLEOPATRA.—¡Pica ahora! ¡Devuélveme el valor de mi dinero!
(Coralillo pica a Cleopatra en la punta de la nariz.)
CLEOPATRA.—¡Ah! Ya siento el dulce veneno en mis venas. (Cae junto a Marco Antonio, sin soltar a la serpiente.) No tardaré mucho en reunirme contigo, mi amado. (A Coralillo.) Solo siento que me hayas mordido en sitio tan prosaico.
CORALILLO.-Puedo morderte en un pecho, ya sin veneno, solo por la apariencia. Queda más romántico y más sensual también.
CLEOPATRA.—Buena idea.
(Con sus últimas fuerzas, se destapa un seno y lo ofrece a Coralillo, que le pega un buen bocado.)
CORALILLO.-¡Ajajá! ¡Hecho!
CLEOPATRA.—¡Marco...! Te sigo allí donde estés.
(Cleopatra muere definitivamente, sin soltar a la serpiente, a la que sigue teniendo agarrada.)
CORALILLO.-(Tras una pausa. Muy preocupada.) ¿Y qué hago yo ahora? Porque cuando le empiece el rigor mortis me voy a ver en un apuro.